Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari


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de los nuestros, ¿no huyó ninguno?

      —Ninguno, capitán —contestó Inioko, suspirando.

      —¡Muertos todos! —murmuró Sandokán—. ¿Viste caer a Singal, el más valiente y el más viejo de mis piratas, y a Sangau, el león de las Romades?

      —Sí, capitán.

      —¡Qué carnicería! ¡Pobres compañeros!

      Sandokán calló, y se sumergió en dolorosos recuerdos. Aun cuando se creía muy fuerte, se sentía aplastado por aquel desastre, que le costaba la pérdida de su isla, la muerte de todos los que hasta entonces lo siguieran en cien batallas, y la separación de la mujer amada.

      Sin embargo, en un hombre de su temple, tal pesadumbre no podía durar mucho. Se puso de pie de un salto, con la mirada brillante.

      —¿Crees, Inioko, que Yáñez nos siga?

      —Estoy convencido, mi capitán. El señor Yáñez no nos abandonará en la desgracia.

      —¡Eso creo yo también! —exclamó Sandokán—. Otro en su lugar huiría con las inmensas riquezas que lleva en su parao, pero él no lo hará. Me quiere demasiado para traicionarme.

      —¿Y qué sacamos con eso, capitán?

      —¡Nos escaparemos, Inioko!

      El dayaco lo miró preguntándose si no había perdido el juicio el Tigre.

      —¡Escaparnos! —exclamó—. Ni siquiera tenemos un arma, y estamos encadenados.

      —Tengo un medio. Cuando un hombre muere a bordo, ¿qué se hace con él?

      —Se le mete en una hamaca con una bala de cañón y se le envía a hacer compañía a los peces.

      —Lo mismo harán con nosotros.

      —¿Quiere que nos suicidemos?

      —Sí, pero volviendo a la vida.

      —Tengo mis dudas, Tigre.

      —Te digo que despertaremos vivos y libres en el mar.

      —Si usted lo dice, tengo que creerlo.

      —Todo depende de Yáñez. Si sigue a la corbeta, tarde o temprano nos recogerá. Y después volveremos a Mompracem o a Labuán para rescatar a Mariana.

      —Pero dudo un poco, capitán. Piense que no tenemos ni un kriss.

      Y además estamos encadenados.

      —¡Encadenados! —gritó Sandokán—. ¡El Tigre de la Malasia puede hacer pedazos los hierros que lo tienen prisionero!

      Retorció con furia los eslabones, y dando un tirón irresistible los abrió y arrojó lejos la cadena.

      —¡Ya está libre el Tigre! —dijo.

      Casi al mismo tiempo se levantó la escotilla y crujió la escala bajo el peso de algunos hombres. Eran tres: uno era un teniente, probablemente el comandante de la nave; los otros dos eran marineros.

      A una señal de su jefe, los marineros armaron las bayonetas y apuntaron sus carabinas a los dos piratas. -Le advierto, señor teniente -dijo con desdén Sandokán-, que no me hacen temblar sus fusiles.

      —Es sólo una precaución.

      —¿No ve que estoy desarmado?

      —Pero no encadenado, por lo que veo.

      —No soy hombre que pueda tener largo tiempo prisioneras las muñecas.

      —Vengo a ver si necesita que lo curen.

      —No estoy herido.

      —Creo que recibió un mazazo en el cráneo.

      —Pero el turbante amortiguó el golpe.

      —¡Qué hombre! —exclamó el teniente con sincera admiración—. Me ha enviado una dama a saber de usted.

      —¿Mariana? —gritó Sandokán.

      —Sí, lady Guillonk. La salvé en el momento en que el parao iba a sumergirse. Permítame aconsejarle que la olvide. ¿Qué esperanza queda para usted?

      —Es verdad. ¡Estoy condenado a muerte! ¿Adónde me conduce?

      —A Labuán.

      —¿Me ahorcarán?

      El teniente permaneció en silencio.

      —Puede usted decírmelo, no tengo miedo a la muerte.

      —Lo sé. Es usted el hombre más valiente de Borneo.

      —Entonces, dígamelo.

      —Sí, lo ahorcarán.

      —Hubiera preferido el fusilamiento.

      —Yo no sólo hubiera respetado su vida, sino que le hubiera dado un mando en el ejército de la India —dijo el teniente— Hombres tan audaces son muy raros hoy en día.

      —Gracias por sus buenas intenciones. Cuando usted me atacó, teniente, yo estaba a punto de dejar mi vida de pirata. Deseaba tener una vida tranquila junto a la mujer que amo. El destino no lo ha querido. ¡Máteme, sabré morir como valiente! No soporto pensar en la muerte que me espera en Labuán.

      —Lo comprendo, Tigre.

      —Pero algo podría suceder antes de que lleguemos a Labuán.

      —¿Piensa en el suicidio? Créame que no se lo impediría. Sentiría mucho ver que lo ahorcaran. Pero no puedo ofrecerle los medios para matarse.

      —Yo los tengo.

      —¿Algún veneno?

      —¡Fulminante! ¿Puedo pedirle un favor?

      —A un hombre que va a morir no se le puede negar nada.

      —Quisiera ver por última vez a Mariana.

      Después de un largo silencio, el teniente dijo con voz grave:

      —Tengo orden de no permitirles verse. Pero no le tengo rencor a usted, Tigre. Traeré aquí a lady Guillonk, con una condición: que no le diga nada de su suicidio.

      —No le diré una palabra. Sólo quiero decirle dónde oculto inmensos tesoros para que disponga de ellos como quiera. ¿Cuándo la veré?

      —Antes de que anochezca.

      —¡Gracias, teniente!

      —¡Adiós, Tigre de la Malasia! —dijo el marino.

      El teniente llamó a los soldados, que habían soltado de las cadenas a Inioko, y volvió a subir a cubierta. Sandokán permaneció de pie, con una extraña sonrisa en los labios.

      —¿Buenas noticias? -preguntó el dayaco.

      —¡Esta noche estaremos en libertad! —contestó Sandokán—. ¡Mariana nos ayudará!

      R

      Así que se marchó el teniente, Sandokán se sentó en el último peldaño de la escalera y se sumergió en profundos pensamientos.

      Inioko se acurrucó a breve distancia y no se atrevía a interrogarlo acerca de sus proyectos.

      De pronto, volvió a levantarse la escotilla. Entró Mariana, pálida y llorosa, acompañada del teniente.

      Sandokán estrechó las manos de la joven.

      —¡Amor mío! —exclamó, llevándola a la parte opuesta de la bodega, mientras el teniente se sentaba en medio de la escala—. ¡Por fin puedo verte!

      —¡Sandokán —murmuró ella, estallando en sollozos—, creí que


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