Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán


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su misántropa juventud, y otras muchas cosas relativas a sus padres, familia y hacienda. ¿Será cierto que a veces se complace el Destino en que por extraña manera, por sendas torturosas, se encuentren dos existencias, y se tropiecen a cada paso e influyan la una en la otra, sin causa ni razón para ello? ¿Será verdad que así como hay hilos de simpatía que los enlazan, hay otro hilo oculto en los hechos, que al fin las aproxima en la esfera material y tangible?

      —Don Ignacio—decía el bueno de Sardiola fue siempre así. Mire usted, del cuerpo dicen que nunca padeció nada.... ¡ni un dolor de muelas! pero asegura el ama Engracia que ya desde la cuna tuvo una a modo de enfermedad... allá del alma o del entendimiento, o ¡qué me sé yo! Cuando chiquillo ¡le entraban unos miedos al anochecer y de noche, sin saberse de qué! se le agrandaban los ojos, así, así... (Sardiola trazaba en el espacio con sus dedos pulgar e índice una O cada vez mayor), y se metía en un rincón del aposento, sin llorar, hecho una pelota, y pasábase así quietecito, hasta que amanecía Dios.... No quería decir sus visiones; pero un día le confesó a su madre que veía cosas terribles, a todos los de su casa con caras de muertos, bañándose y chapuzándose bonitamente en un charco de sangre.... En fin, mil disparates. Lo raro del asunto es que a la luz del sol el señorito fue siempre un león, como todos sabemos... lo que es en la guerra daba gozo verle.... ¡bendito Dios! lo mismo se metía entre las balas que si fuesen confites.... Nunca usó armas, sino una cartera colgada donde había yo no sé cuántas cosas: bisturíes, lancetas, pinzas, vendas, tafetán.... Además tenía los bolsillos atestados de hilas y trapos y algodón en rama.... Dígole a usted, señorita, que si se ganasen los grados por no tener asco a los pepinillos liberales, nadie los ganaría mejor que Don Ignacio.... Una vez cayó una bomba, así, a dos pasos de él... se la quedó mirando, esperando sin duda a que reventase, y si no lo coge de un brazo el sargento Urrea, que estaba allí cerquita.... Ni en las cargas a la bayoneta se retiraba. En una de éstas un soldado guiri , ¡maldita sea su casta!, se fue a él derecho con el pincho en ristre.... ¿Qué dirá usted que hizo mi Don Ignacio? no se le ocurre ni al demonio.... Lo apartó con la mano como si apartase un mosquito, y el muy bárbaro abatió la bayoneta y se dejó apartar. Tenía el señorito entonces una cara.... Válgame Dios y qué cara. Entre seria y afable, que el alma de cántaro aquel debió de quedarse cortado.

      Después eran pormenores sobre los cuidados del hijo a la madre en su última enfermedad.

      —Parece que los estoy viendo.... Ahí, ahí, donde usted está, la señora Doña Armanda; y él, aquí, así, lo mismito que yo, dicho sea con el respeto que.... Pues se bajaba, y le alzaba los pies y se los apoyaba en un taburete... así, así, y le ponía detrás de la cabeza hasta una docena de almohadas, almohadones y almohadillas, de distintos tamaños y hechuras, todo para acomodarlas a la respiración de la pobre señora.... Y los jaropes, y los potingues... digital por aquí, atropina por allá... ¡quiá! ni por esas... se murió al fin la infeliz.... ¿Creerá usted que no hizo Don Ignacio ningún extremo? es un pozo; todo se lo guarda, y así le ahoga eso que va encerrando, encerrando.... A mí no me la pegó con su serenidad... porque cuando me dijo: «Sardiola, me acompañarás esta noche a velarla», me acordé, ¡mire usted, señorita, qué tontería! pues me acordé de un corneta de nuestras filas, que tocaba unas dianas famosas con su instrumento, que era tan claro y tan lleno y tan hermoso... y un día tocó mal, y como nos burlásemos de él, cogió la corneta, y sopló y nos dijo: «Chicos, ha tenido una pena y se ha reventado la pobrecilla mía...» Pues mire usted, la misma diferencia de son que noté en la corneta de aquel majadero de Triguillos, noté en la voz del señorito... usted ya sabe que la tiene muy sonora, que daría gozo oírle mandar la maniobra... y aquel día... estaba reventada la voz, vamos. En fin, que él amortajó a Doña Armanda, y entre él y yo la velamos, y al amanecer... ¡zas! tren especial y a Bretaña con el cuerpo en un ataúd de palo santo fileteado de plata: al castillote de qué sé yo qué, a enterrar con sus padres, abuelos y tatarabuelos a la pobre señora.

      Lucía, que caída la labor en el regazo escuchaba con vida y alma, púsola toda en sus ojos para preguntar, mudamente, algo a Sardiola. El inteligente vasco respondió al punto:

      —No ha vuelto desde entonces, y se ignora qué piensa hacer.... Engracia no sabe de la misa a la media.... Bien que él nunca dice nada a persona de este mundo de lo que proyecta, ni.... Ahí se está Engracia sola, porque a los demás criados los despidió muy bien galardonados, al partir.... Ella arregla lo poco... lo nada que hay que arreglar ahí... Abrir alguna vez las ventanas, para que la humedad no se divierta con los muebles... pasar un plumero....

      Volvió Lucía la cabeza, y fijose en las ventanas, cerradas a la sazón, al través de los cuales se veía a intervalos cruzar una figura de mujer provecta, la cabeza adornada con la tradicional coba guipuzcoana, sujeta con dos agujones dorados.

      —Merece cuidarse la casa—prosiguió Sardiola—, porque la tenía como una taza de plata aquella bendita Doña Armanda... muy bien alhajada, y muy capaz.... Y ahora que se me ocurre—exclamó dándose fiera palmada en la frente—. Señorita.... ¿por qué no va usted a verla? Yo se lo diré a Engracia... nos la enseñará toda... ea, decídase usted.

      —No—contestó débilmente Lucia—para qué....

      —¡Para verla! pues claro está.... Verá usted el cuarto del señorito Ignacio, con sus libros y sus juguetes de chiquillo, que todo lo conserva el ama Engracia....

      —Bien, Sardiola—respondió Lucía como pidiendo tregua—. Un día que me coja de humor.... Hoy no estoy para ello. Ya te avisaré.

      Andaba Lucía, en efecto, harto cavilosa, por una circunstancia que a nadie importaba sino a ella. Duhamel le había notificado que el fin de Pilar era inminente, y Pilar, no sospechándolo en lo más mínimo, no daba indicios de querer disponer su alma para el terrible paso. Hablábanle de Dios, y contestaba, en voz apenas perceptible, modas o viajes; queríanle recordar cosas tristes, y la desventurada, sin soplo vital casi, decía alguna festiva ocurrencia, que tomaba color de cementerio al pasar por sus lívidos labios.

      Toda la retórica piadosa de Lucía se estrellaba ante la invencible y benéfica ilusión de la hora postrera. Acudió a Miranda y Perico demandando ayuda, y ambos se encogieron de hombros, declarándose de todo punto inexpertos y poco a propósito para asuntos tales. Justamente el día en que se le puso en la cabeza hablarles del asunto, tenían ellos concertada una cena con Zulma y compañeras no mártires en el más calentito y retirado gabinete de Brébant . ¡Brava sazón de pensar en semejantes cosas! No obstante, alguien hubo que sacó a Lucía del atolladero; y fue ni más ni menos que Sardiola, que conocía a un jesuita paisano suyo, el Padre Arrigoitia, y lo trajo en un santiamén. Era el Padre Arrigoitia alto como una caña, encorvado por la cintura, dulce como el jarabe y tan pegadizo e insinuante como brusco y desamorado su conterráneo el Padre Urtazu. Entró pretextando una visita de la tía de Pilar, volvió manifestando mucho interés por la salud corporal de la enferma, trajo tierra de la santa gruta de Manresa y pastillas pectorales de Belmet, todo junto y envuelto en muchos papelitos, y en suma, se dio tal maña y arte, que a la semana de conocerle y tratarle, Pilar espontáneamente pidió lo que tanto deseaban darle el jesuita y la enfermera. Al salir el Padre Arrigoitia del cuarto de la que bien podemos llamar moribunda, después de haber pronunciado las palabras de la absolución, sintió detrás de la puerta el ulular de un congojado pecho, y oyó una voz que decía:

      —Gracias... muchas gracias....

      Lucía estaba allí y lloraba a mares,

      —A Dios sean dadas...—contestó el jesuita afablemente—. Vamos, no afligirse, mi señora Doña Lucía... al contrario. Estamos de enhorabuena.

      —No... no, si es de gozo—contestó la enfermera.

      Y como la sotana negra y el alto talle fajado se alejasen, hizo suavemente: ce, ce. El jesuita se volvió.

      —Yo también, Padre Arrigoitia, me quiero confesar, pronto, pronto.

      —¡Ah! bien, bien... pero usted no está en peligro de muerte, gracias al Señor... en San Sulpicio, confesonario de la derecha, entrando... a sus órdenes siempre, señora mía. Volveré, volveré a ver a nuestra enfermita... no hay que llorar.... ¡Parece usted


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