Pacto entre enemigos. Ana Isora

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Pacto entre enemigos - Ana Isora


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abandonar la disciplina. Marco confiaba en que aquello pudiera darles la victoria.

      Por fin, en torno a la medianoche, Publio le hizo una discreta señal. Marco se acercó a él y pudo ver a mucha distancia el bosquejo de una empalizada en la penumbra. Unas diminutas figuras deberían de estar moviéndose en ella a esa misma hora. El centurión asintió. Habían mandado a los arqueros de avanzadilla con el primer grupo y, si todo salía bien…

      —¡Aggg!

      Una sonrisa depredadora se dibujó en el rostro de Marco. La noche se había iluminado. Los astures, cazados en su propia trampa, y siendo sometidos al mismo tratamiento que habían dispensado a la legión, se revolvían intentando plantar cara a sus enemigos. Los primeros cadáveres empezaron a caer en torno a la empalizada. Y todos llevaban la armadura indígena.

      Publio y Marco observaron lo movimientos del primer frente desde la lejanía. Su apariencia era la de una avalancha humana frente de una frágil barrera. Pero aun así, esta última resistía. Marco oyó los gritos dentro de las chozas y supuso que aquellos que no podían participar en la lucha estaban haciendo lo posible por evitar que las llamas se adueñasen del pueblo. Sin embargo, pese a todo el desbarajuste que su acción había producido, no era suficiente. ¿Cómo podían unos salvajes, que atacaban sin orden alguno, haberse recuperado de una manera tan rápida? Marco veía cómo las primeras bajas eran suplidas por más guerreros, que combatían hasta la extenuación. Los romanos habían comenzado a perder gente: era el momento de atacar. Pero antes, Publio miró a Marco, ceñudo.

      —¿Crees que lo intuían, de alguna manera?

      [1] Puesto ocupado por senadores jóvenes, que debían pasar una temporada en el ejército para formarse en sus tácticas.

      Capítulo 3

      Pocas horas antes del asalto romano, Aldana había insistido en pasar revista a sus tropas. Los hombres habían obedecido a regañadientes, conociendo los verdaderos motivos de su líder. Magilo llevaba más de una semana fuera y regresaría pronto, Aldana quería impresionar a las nuevas fuerzas y los machacaba con programas de entrenamiento. No les hubiese importado si fuesen solo militares, pero en aquellos tiempos tan caóticos, la línea entre el guerrero y el campesino se había desdibujado aún más, y todos tenían familia que mantener. Sus mujeres, no obstante, apoyaban a Aldana: vivían en un temor permanente a la milicia de Augusto, quizá porque nunca la habían combatido. Los hombres sí, y no les inspiraba tanto respeto: legionario o no, todos caían al clavarles una espada.

      Aldana pasó revista rápidamente, y luego fue a ocuparse de las defensas. Lo repasó todo: la muralla, el foso de tierra y el terraplén situado entre uno y otro, que Aldana había copiado a los romanos y que confiaba en que les resultase útil a la hora de batallar. Los latinos eran crueles, pero había que reconocer que tenían buenas técnicas, y la astur no estaba dispuesta a obviarlas por el mero hecho de estar en bandos distintos. Los hombres la observaron en silencio mientras iba de un lado para otro, ágil como una lagartija. Aldana siempre les producía una mezcla de ternura y admiración, con aquel cuerpo menudo y vivaz; y un optimismo incombustible, inmune a una mala época, pero realista.

      —Ya está —confirmó, satisfecha—: hoy habéis entrenado duro, estoy segura de que los bedunienses quedarán impresionados. Sois la salvación para nuestro pueblo. No lo olvidéis.

      Los hombres asintieron, confortados, aunque a nadie le pasó desapercibido que su líder escondía un poso de inquietud bajo aquel aparente buen humor. Aldana los dejó marcharse y, cuando se hubieron ido, volvió a subir a lo alto de la muralla.

      —¿Se sabe algo? —preguntó al centinela.

      El hombre negó. Era mayor, pero seguía teniendo una vista de águila, y sabía perfectamente por lo que le estaba preguntando Aldana. Al fin y al cabo, la había visto crecer, era él quien había presentado a sus padres cuando ambos eran jóvenes.

      —No, aún no hemos visto ninguna comitiva. Pero yo conocí a esa tribu, Aldana, y son cobardes. El druida aún debe estar intentando convencerlos.

      Aldana asintió, ceñuda, y procuró esconder su inquietud. En realidad, su sentimiento no estaba tan fuera de lugar. Magilo llevaba ausente bastante tiempo, teniendo en cuenta la distancia que separaba a las dos tribus, y su marcha había dado pie a todo tipo de especulaciones. Ninguna era buena. A Aldana se le encogía el corazón cada vez que pensaba en la posibilidad de que los romanos hubieran podido atraparle, ya no solo por ella misma, sino también por toda la tribu. La muerte del sacerdote hubiera supuesto un golpe brutal para sus gentes, cansadas de malas noticias. Los romanos ya les habían quitado mucho.

      —Bueno, continuaremos atentos —afirmó, con falsa entereza—. Abieno, avísame si los ves. Yo haré la segunda guardia: voy a afilar mis cuchillos y después descansaré un rato. Pero no olvides despertarme antes de la medianoche.

      Abieno asintió y se apoyó en el escudo, pensando que Aldana había hecho bien en doblar el número de centinelas. El esfuerzo que requería eso a la aldea era notable pero, ¿no se suponía que su misión era resistir? Los latinos no aceptarían una capitulación sin esclavizar a sus gentes. Y ninguno deseaba pasar el resto de su vida complaciendo a un tirano mediocre. Antes, Aldana, él o el resto de sus hombres preferían la muerte.

      Aldana despertó dos horas más tarde, movida por unas manos cariñosas pero insistentes.

      —Aldana… Aldana…

      La astur se incorporó, somnolienta. Abieno estaba a su lado, y la oscuridad lo envolvía todo. Quiso hablar, pero el centinela se llevó una mano a los labios. La preocupación la despejó por completo. Algo iba mal.

      —Tienes que venir —le susurró muy quedamente—. Ahí fuera, en la muralla… ven.

      Aldana se lanzó a por su espada y siguió al centinela. El pueblo dormitaba en silencio, y solo los rastrojos apagados de alguna hoguera daban a entender que allí había habido vida.

      —¿Qué ocurre? —susurró. La expresión grave de sus hombres no presagiaba nada bueno.

      —Allí lejos, en la espesura… Fíjate.

      La astur miró al frente y lo que sintió la hizo sudar frío. Apenas se percibía en la oscuridad, pero había movimiento entre los árboles. Si Aldana no hubiese criado animales o ido de caza, hubiera podido consolarse pensando que tan solo era un oso, pero había hecho todas esas cosas y sabía que aquel modo de moverse no se correspondía con ninguna bestia.

      —¿Crees…? —preguntó uno de sus hombres.

      —Sí —afirmó ella—. Elaeso, ve y avísalos a todos. Guarda silencio. En cuanto a nosotros… —les llegó un tintineo metálico. Aldana tomó aire—, preparad las armas.

      Los hombres se apostaron detrás de la muralla, protegidos por las rocas y con el arco dispuesto. Durante unos minutos, nada sucedió. Aldana escuchaba el canto de la curuxa, y quiso creer que todo aquello había sido un exceso de celo y que nadie les deseaba ningún mal, o que quien regresaba era Magilo con las nuevas fuerzas. Pero entonces Docio, primo mayor del druida y el más imbécil de sus hombres, intervino:

      —¿No creéis que os preocupáis por nada? —dijo, escéptico. Su tono de voz se podía oír hasta en Roma—. Yo no creo que los legio…

      Aldana quiso matarlo, pero se le adelantaron. Con un susurro, una flecha cayó sobre su garganta y se la atravesó de parte a parte. Atónitos, los astures le observaron mientras boqueaba inútilmente, buscando asidero, hasta que se precipitó en medio de un charco de sangre. No fue el único.

      —¡Aggg!

      —¡Abieno!

      Aldana ignoró el peligro para intentar acercarse al que había sido el mejor amigo de su padre, pero no hubo nada que hacer. A su alrededor, las flechas volaban. Con horror, Aldana contempló cómo caían Lubba y Albenes. Estaban diezmando


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