Soledades. Liliana Kaufmann

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Soledades - Liliana Kaufmann


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padres, que con mucho esfuerzo deben descubrir la

       llave para abrirla.

       Agradecimientos

      Me siento profundamente agradecida a la licenciada Marta Pérez, que supo captar lo esencial de mi trabajo clínico, supervisarlo y alentarme a escribirlo. También quiero expresar mi gratitud a la doctora Alicia Cayssials y a la licenciada María Barreiro, quienes me han aportado su colaboración mientras escribía.

       Prefacio

       Bosquejo de una hipótesis de trabajo

      Cuando era niña mi madre solía cantarme las canciones de María Elena Walsh. En aquellos tiempos yo era incapaz de comprender los motivos por los cuales la tortuga Manuelita se entristecía por sus arrugas, la vaca de Humahuaca sufría de incomprensión, la hormiga Titina afligía a sus amigas, y la reina Batata, simplemente, se abatataba. Aun así, podía vibrar de emoción bajo las reconfortantes huellas que iban dejando los ritmos, los tonos de voz, los gestos con que ella envolvía nuestros encuentros. Atesoro hondamente esos ratos íntimos, cálidos, intensos; esos recuerdos de mi temprana infancia; esos primeros contagios afectivos. Y resultó que esas huellas fueron cobrando vida en la trama de mis fantasías, encendiendo la sensibilidad para captar alegrías, dolores y tristezas, en los personajes de los cuentos y en mí misma. A medida que fui creciendo, remontaron vuelo como un barrilete empujado por la suave brisa de la ilusión: entonces comencé a percibir actitudes más complejas, las que hacen a la naturaleza de las relaciones humanas.

      Así fue como imaginé que la tortuga Manuelita, para entregarse a los brazos de su enamorado, necesitaba que este le devolviera una imagen de sí misma en la cual verse reflejada como una bella princesa; que la vaca de Humahuaca y la reina Batata esperaban sentirse valoradas; que la hormiga Titina no podía medir las consecuencias de sus actos.

      Aunque eso no fue todo. Las pasiones desplegadas por tan entrañables personajes terminaron mostrándome mis propias vulnerabilidades en el contexto de las relaciones interpersonales.

      Ahora sé que la eficacia anímica de esos primeros contagios afectivos persiste aun cuando se corta el cordón que los mantiene unidos, y que conforma las raíces de la empatía, esa sensibilidad capaz de volvernos permeables para sentir junto a otros las mismas emociones, para responder de manera adecuada a sus necesidades.

      Con el paso del tiempo, sobre aquellas huellas construí un mundo para mis hijos. Hoy me conmueve recordar cómo me enternecía el llanto que les provocaba el dolor, la impaciencia que les producía el hambre, la debilidad que mostraban frente al ansia profunda que sentían antes de dormirse. En esas circunstancias yo les respondía acunándolos entre mis brazos al ritmo de las canciones de María Elena Walsh y, mientras sostenía la mirada de sus ojos en la mía, intentaba imaginar, a través de sus contorsiones corporales, sus sonidos guturales y sus sollozos, cuáles serían sus necesidades. Trataba de mirar lo que sucedía con los ojos de ellos.

      De mis evocaciones sobresalen los momentos en que experimenté la emoción de poder calmarlos, porque de esa manera tenía la seguridad de que yo no era invisible para ellos ni ellos lo eran para mí. Es que pasar a ser invisible a los ojos de los demás es una triste soledad que nos arranca de la vida de nuestros semejantes.

      Este universo de vivencias me ayudó, sobre todo, a comprender un mundo imaginario, cuyas ventanas están abiertas hacia las más profundas emociones; es el reverso de la soledad.

      ¿Pero cuáles son las raíces de esos vínculos invisibles, casi mágicos, que nos permiten ponernos en el lugar del otro, vivenciar sus emociones, predecir sus pensamientos y actuar en consecuencia, sentando así las bases de las formas más sutiles de la comunicación humana? ¿Y por qué esas experiencias pueden ser asociadas con la posibilidad de estar en soledad sin sentirnos solos?

      Responder estas preguntas podría llevarnos a establecer muchísimas conjeturas. Aún más si se trata del sufrimiento de niños con autismo, que es el tema de este libro.

      Pensemos entonces en esos padres que reciben un diagnóstico de autismo en el que se determina que, por cuestiones biológicas, sus hijos no pueden desarrollar la capacidad humana de comprender lo que los otros hacen y sienten, de entender las intenciones de los demás y de actuar de manera adecuada a ellas. Pensemos que, luego, tal presunción médica termina regulando los encuentros entre ellos. Y ahora preguntémonos qué es lo que pasa.

      En general, lo que ocurre es que condenan y precipitan al niño, y a sí mismos, a la más profunda de las soledades: la de no sentirse pensados por el otro como un semejante.

      ¿Imaginan un mundo sin una vaca de Humahuaca, que exprese nuestros momentos de sentirnos incomprendidos; sin la tortuga Manuelita, que acuse nuestro propio desasosiego; sin una hormiga Titina, que evidencie nuestros momentos de distracción?

      Seguramente, un mundo que no refleje nuestra propia vulnerabilidad sería un mundo en el que nos sentiríamos profundamente solos.

      Hoy cuestiono la eficacia de los tratamientos existentes para niños pequeños con signos de autismo. Además, me propongo resaltar la importancia y los alcances de un tratamiento clínico con enfoque intersubjetivo, que llevo a cabo con mis pacientes y sus padres alcanzando cambios favorables en el proceso terapéutico en un lapso breve.

      Este libro es el resultado de la investigación realizada sobre ese tratamiento. Al respecto, tuve que hacer grandes esfuerzos para tratar de descubrir, a partir de las formas particulares con las que los niños se expresaban, que no habitaban en un mundo vacío y cuáles eran los motivos que los impulsaban a relacionarse afectivamente con las personas.

      No fue suficiente confrontar mis ideas con otras, encontrar argumentos, tomarlos de otras disciplinas contrastando sus postulados, alimentarme nuevamente de la clínica de modo de alcanzar el rumbo –por momentos aparentemente perdido– y hacer frente a la lista interminable de autores que proponen sus teorías aislados en sus propios pensamientos.

      También necesité ampararme bajo el manto del símbolo. Lo hice articulando, a través de una gradual búsqueda de sentido, las reacciones de aislamiento de mis pequeños pacientes, el modo como sus padres respondían a ellas, mis propias vivencias como terapeuta y el destino alcanzado por algunos de los personajes de ciertos cuentos populares infantiles. Cabe destacar que no es la temática en sí de estas narraciones sino lo que ofrecen en tanto métodos de interpretación de la realidad lo que me permitió percibir bajo qué circunstancias mis pequeños pacientes se sintieron motivados a abandonar las distintas formas que utilizaban para aislarse e iniciar formas empáticas de comunicación.

      Ahora, cuando el libro está terminado, destaco con énfasis que la soledad propia del niño autista se reitera en sus padres frente a la desolación que representa la falta de respuestas del hijo.

      Escribir este libro fue para mí una experiencia de soledad habitada por distintos tipos de sentimientos. Principalmente porque exponer ideas nuevas desabriga del manto de las teorías bajo las cuales solemos ampararnos. Además, me fue útil para entrar en contacto con el trasfondo de la soledad de mis pacientes, y desde allí pensar qué necesitan para sustituirla por vivencias de otra naturaleza. Este libro es un intento en ese sentido.

       Mejor que acabe ya. Creo que a mí también

       me llama mi mamá.

      M. E. WALSH

       Presentación

      Quienes hemos trabajado con niños con signos clínicos de autismo sabemos que presentan dificultades muy severas en la comunicación, que se manifiestan cuando evitan mirarnos a los ojos, cuando rechazan nuestro contacto o cuando se muestran indiferentes, casi ignorándonos, al ingresar al consultorio. Algunas veces la incapacidad de relacionarse con el mundo exterior es muy precoz. Se trata de autismos profundos, diferentes a los que se presentan entre los doce y dieciocho meses, luego de


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