Los cuatro jinetes del apocalipsis. Vicente Blasco Ibanez

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Los cuatro jinetes del apocalipsis - Vicente Blasco Ibanez


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indeciso el consejero, como si dudase entre caer sobre el insolente ó aplastarlo con su desprecio.

      —Joven, usted no sabe lo que dice—afirmó al fin con majestad—. Usted es argentino y no entiende las cosas de Europa.

      Y los demás asintieron, despojándolo repentinamente de la ciudadanía que le habían atribuído poco antes. El consejero, con una rudeza militar, le había vuelto la espalda, y tomando la baraja, distribuía cartas. Se reanudó la partida. Desnoyers, viéndose aislado por este menosprecio silencioso, sintió deseos de interrumpir el juego con una violencia. Pero la oculta rodilla seguía aconsejándole la calma y una mano no menos invisible buscó su diestra, oprimiéndola dulcemente. Esto bastó para que recobrase la serenidad. La «señora consejera» seguía con ojos fijos la marcha del juego. El miró también, y una sonrisa maligna contrajo levemente los extremos de su boca, al mismo tiempo que se decía mentalmente, á guisa de consuelo: «¡Capitán, capitán!... No sabes lo que te espera.»

      En tierra firme no se habría acercado más á estos hombres; pero la vida en un trasatlántico, con su inevitable promiscuidad, obliga al olvido. Al otro día, el consejero y sus amigos fueron en busca de él, extremando sus amabilidades para borrar todo recuerdo enojoso. Era un joven «distinguido», pertenecía á una familia rica, y todos ellos poseían en su país tiendas y otros negocios. De lo único que cuidaron fué de no mencionar más su origen francés. Era argentino, y todos á coro se interesaban por la grandeza de su nación y de todas las naciones de la América del Sur, donde tenían corresponsales y empresas, exagerando su importancia como si fuesen grandes potencias, comentando con gravedad los hechos y palabras de sus personajes políticos, dando á entender que en Alemania no había quien no se preocupase de su porvenir, prediciendo á todas ellas una gloria futura, reflejo de la del Imperio, siempre que se mantuviesen bajo la influencia germánica.

      A pesar de estos halagos, Desnoyers no se presentó con la misma asiduidad que antes á la hora del poker. La consejera se retiraba á su camarote más pronto que de costumbre. La proximidad de la línea equinoccial le proporcionaba un sueño irresistible, abandonando á su esposo, que seguía con los naipes en la mano. Julio, por su parte, tenía misteriosas ocupaciones que sólo le permitían subir á la cubierta después de media noche. Con la precipitación de un hombre que desea ser visto para evitar sospechas, entraba en el fumadero hablando alto y venía á sentarse junto al marido y sus camaradas. La partida había terminado, y un derroche de cerveza y gruesos cigarros de Hamburgo servía para festejar el éxito de los gananciosos. Era la hora de las expansiones germánicas, de la intimidad entre hombres, de las bromas lentas y pesadas, de los cuentos subidos de color. El consejero presidía con toda su grandeza estas diabluras de los amigos, sesudos negociantes de los puertos anseáticos que gozaban de grandes créditos en el Deutsche Bank ó tenderos instalados en las repúblicas del Plata con una familia innumerable. El era un guerrero, un capitán, y al celebrar cada chiste lento con una risa que hinchaba su robusta cerviz, creía estar en el vivac entre sus compañeros de armas.

      En honor de los sudamericanos que, cansados de pasear por la cubierta, entraban á oir lo que decían los gringos, los cuentistas vertían al español las gracias y los relatos licenciosos despertados en su memoria por la cerveza abundante. Julio admiraba la risa fácil de que estaban dotados todos estos hombres. Mientras los extranjeros permanecían impasibles, ellos reían con sonoras carcajadas, echándose atrás en sus asientos. Y cuando el auditorio alemán permanecía frío, el cuentista apelaba á un recurso infalible para remediar su falta de éxito.

      —A kaiser le contaron este cuento, y cuando kaiser lo oyó, kaiser rió mucho.

      No necesitaba decir más. Todos reían, «¡ja, ja, ja!» con una carcajada espontánea, pero breve; una risa en tres golpes, pues el prolongarla podía interpretarse como una falta de respeto á la majestad.

      Cerca de Europa, una oleada de noticias salió al encuentro del buque. Los empleados del telégrafo sin hilo trabajaban incesantemente. Una noche, al entrar Desnoyers en el fumadero, vió á los notables germánicos manoteando y con los rostros animados. No bebían cerveza: habían hecho destapar botellas de champañ alemán, y la Frau consejera, impresionada sin duda por los acontecimientos, se abstenía de bajar á su camarote. El capitán Erckmann, al ver al joven argentino, le ofreció una copa.

      —Es la guerra—dijo con entusiasmo—, la guerra que llega... ¡Ya era hora!

      Desnoyers hizo un gesto de asombro. ¡La guerra!... ¿Qué guerra es esa?... Había leído, como todos, en la tablilla de anuncios del antecomedor un radiograma dando cuenta de que el gobierno austriaco acababa de enviar un ultimátum á Servia, sin que esto le produjese la menor emoción. Menospreciaba las cuestiones de los Balkanes. Eran querellas de pueblos piojosos, que acaparaban la atención del mundo, distrayéndolo de empresas más serias. ¿Cómo podía interesar este suceso al belicoso consejero? Las dos naciones acabarían por entenderse. La diplomacia sirve algunas veces para algo.

      —No—insistió ferozmente el alemán—; es la guerra, la bendita guerra. Rusia sostendrá á Servia, y nosotros apoyaremos á nuestra aliada... ¿Qué hará Francia? ¿Usted sabe lo que hará Francia?...

      Julio levantó los hombros con mal humor, como pidiendo que le dejase en paz.

      —Es la guerra—continuó el consejero—, la guerra preventiva que necesitamos. Rusia crece demasiado aprisa y se prepara contra nosotros. Cuatro años más de paz, y habrá terminado sus ferrocarriles estratégicos y su fuerza militar, unida á la de sus aliados, valdrá tanto como la nuestra. Mejor es darle ahora un buen golpe. Hay que aprovechar la ocasión... ¡La guerra! ¡La guerra preventiva!

      Todo su clan le escuchaba en silencio. Algunos no parecían sentir el contagio de su entusiasmo. ¡La guerra!... Con la imaginación veían los negocios paralizados, los corresponsales en quiebra, los Bancos cortando los créditos... una catástrofe más pavorosa para ellos que las matanzas de las batallas. Pero aprobaban con gruñidos y movimientos de cabeza las feroces declamaciones de Erckmann. Era un Herr Rath, y además un oficial. Debía estar en el secreto de los destinos de su patria, y esto bastaba para que bebiesen en silencio por el éxito de la guerra.

      El joven creyó que el consejero y sus admiradores estaban borrachos. «Fíjese, capitán—dijo con tono conciliador—, eso que usted dice tal vez carece de lógica.» ¿Cómo podía convenir una guerra á la industriosa Alemania? Por momentos iba ensanchando su acción: cada mes conquistaba un mercado nuevo; todos los años su balance comercial aparecía aumentado en proporciones inauditas. Sesenta años antes tenía que tripular sus escasos buques con los cocheros de Berlín castigados por la policía. Ahora sus flotas comerciales y de guerra surcaban todos los océanos, y no había puerto donde la mercancía germánica no ocupase la parte más considerable de los muelles. Sólo necesitaba seguir viviendo de este modo, mantenerse alejada de las aventuras guerreras. Veinte años más de paz, y los alemanes serían los dueños de los mercados del mundo, venciendo á Inglaterra, su maestra de ayer, en esta lucha sin sangre. ¿Y todo esto iban á exponerlo—como el que juega su fortuna entera á una carta—en una lucha que podía serles desfavorable?...

      —No; la guerra—insistió rabiosamente el consejero—, la guerra preventiva. Vivimos rodeados de enemigos, y esto no puede continuar. Es mejor que terminemos de una vez. ¡O ellos ó nosotros! Alemania se siente con fuerzas para desafiar al mundo. Debemos poner fin á la amenaza rusa. Y si Francia no se mantiene quietecita, ¡peor para ella!... Y si alguien más... ¡alguien! se atreve á intervenir en contra nuestra, ¡peor para él! Cuando yo monto en mis talleres una máquina nueva, es para hacerla producir y que no descanse. Nosotros poseemos el primer ejército del mundo, y hay que ponerlo en movimiento para que no se oxide.

      Luego añadió con pesada ironía:

      —Han establecido un círculo de hierro en torno de nosotros para ahogarnos. Pero Alemania tiene los pechos robustos, y le basta hincharlos para romper el corsé. Hay que despertar, antes de que nos veamos maniatados mientras dormimos. ¡Ay del que encontremos enfrente de nosotros!...

      Desnoyers sintió la necesidad de contestar á


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