Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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te dejo a solas con Magdalena, pues me doy perfecta cuenta de esos celos que tienes de mis lágrimas y comprendo el egoísmo de tu dolor que te hace desear mi partida para arrodillarte tú también sobre la tumba. Tengo además en cuenta que tú te vas y no podrás verla ya hasta tu vuelta, mientras que yo vivo ahí cerca y podré ver esa sepultura mañana, pasado, todos los días y en todos los instantes que yo quiera. ¡Adiós, Amaury, adiós!

      »Y alejándose con lentitud sin aguardar mi respuesta, desapareció en la oscuridad.

      »A mi vez me arrojé sobre la tumba, y repetí su plegaria, no con su voz grave y resignada, sino con el llanto y los sollozos de mi desesperación y mi dolor.

      »¡Oh, Antonia! ¡Qué alivio tan grande me proporcionó aquella explosión de mi pena! Me era indispensable aquella postrera crisis y sólo al recordarla, lloro y sollozo tanto que no sé si podrá usted leer esta carta cuyas líneas llegarán a sus manos empapadas en mis lágrimas ardientes.

      »Ignoro cuánto tiempo estuve en el cementerio, quizás no habría salido de aquel sagrado recinto si el postillón, desde lo alto de la tapia, no me hubiera avisado que ya era hora de que volviese a mi coche.

      »Entonces rompí una rama de los rosales que adornan el sepulcro, y me alejé de allí, cubriendo de besos aquellas flores en cuyo aroma creía yo respirar el puro aliento de mi pobre Magdalena.»

      Capítulo 38

      Índice

       Diario del Doctor Avrigny

      «¡Oh, Antoñita! ¡qué ángel perdimos al perder a Magdalena!

      »La aguardé toda la noche y luego todo el día y toda la noche siguiente y no ha acudido.

      »Afortunadamente, pronto iré yo a reunirme con ella.»

      Amaury a Antonia «Ostende, 20 septiembre.

      »

      Me encuentro en Ostende.

      »Estando ella y yo en Ville d'Avray cuando ella sólo contaba nueve años y yo doce concebimos un día un proyecto cuya sola idea nos llenaba de temor y regocijo. Nos proponíamos ir solos y de ocultis al otro lado del bosque, a casa de un floricultor de Glatigny en busca de un ramo para ofrecérselo al doctor en el día de su santo.

      »¿Se acuerda usted de Magdalena cuando tenía esa edad? ¿Se acuerda usted de aquel querubín rubio y hermoso al que sólo parecía que le faltaban las alas?

      »¡Ay! ¡querida Magdalena!

      »El proyecto era grave y demasiado seductor para que dejáramos de ponerlo en planta; así, que la víspera de la fiesta, aprovechando la ausencia del padre de Magdalena, que había tenido que ir a París por asuntos de su profesión y favorecidos por la esplendidez del día, salimos corriendo del jardín al parque y de éste al bosque sin que nadie nos viese.

      »Al vernos fuera de casa nos detuvimos medrosos, mirándonos el uno al otro, como perplejos ante nuestro atrevimiento.

      »Aún me parece estar viendo a Magdalena con su traje de seda blanca, con su cinturón de color azul celeste.

      »El camino no me era del todo desconocido, porque alguna vez había paseado por él con la familia del doctor. Ella lo conocía menos porque nunca se fijaba en el terreno que pisaba, entretenida en la caza de mariposas, pájaros y flores silvestres. A pesar de todo nos internamos en el bosque resueltos a atravesarlo, y yo, orgulloso de la responsabilidad que aquel acto implicaba para mí, ofrecí el brazo a Magdalena, que se apoyó en él temblorosa y quizá algo arrepentida de su propia osadía. Pero los dos éramos demasiado presuntuosos para volver atrás, y guiándonos por las indicaciones de los postes, seguimos nuestro camino hacia Glatigny.

      »Me acuerdo de que se nos antojó muy largo el camino; que tomamos a un corzo por un lobo, y a unos pacíficos campesinos por feroces bandoleros. Pero, como ni el lobo nos atacó ni los bandidos se preocuparon para nada de nosotros, recobramos toda nuestra presencia de ánimo y andando a buen paso, al cabo de una hora llegamos a Glatigny.

      »Allí preguntamos dónde vivía el famoso jardinero y nos guiaron hasta su casa, que estaba situada a un extremo del pueblo. Penetramos en ella y nos encontramos en medio de preciosos parterres y macizos de flores, de entre los cuales salió un anciano de aspecto bondadoso, que al vernos se sonrió y nos preguntó qué queríamos.

      »—Venimos a comprar flores—contesté yo.

      »Y sacando con majestad del bolsillo dos monedas de a cinco francos, suma de nuestras dos fortunas reunidas, añadí:

      »—Podemos gastar todo esto.

      »Magdalena se había quedado detrás de mí, presa de la mayor turbación.

      »—¿Todo ese dinero es para invertirlo en flores?—preguntó el jardinero.

      »—Sí—contestó Magdalena, adelantándose entonces,—y queremos que sean las más hermosas que haya, para festejar con ellas a mi padre, el doctor Avrigny en el día de su santo, que es mañana.

      »—¡Ah! Si son para el señor doctor—repuso el buen viejo—por fuerza han de ser las más hermosas. Ahora mismo voy a abrir los invernáculos donde están las más raras y allí hay de sobra donde elegir, si no bastan las de los parterres.

      »—¡Ay, qué gusto!—exclamé palmoteando de alegría.—¿Y podemos llevarnos las que queramos?

      »—¿Todas, todas?—preguntó Magdalena.

      »—Todas… mientras haya fuerzas para cargar con ellas, hijos míos.

      »—¡Oh! ¡Es que tenemos más fuerza de la que usted cree!

      »—Sí; pero el camino es largo de aquí a Ville d'Avray.

      »Nosotros ya no escuchábamos al jardinero. Habíamos comenzado a hacer nuestra cosecha de flores y sólo nos preocupábamos de cobrar un buen botín en aquel saqueo que debió dejar arruinadas a mariposas y abejas.

      »A cada instante volvíamos la cabeza para preguntar al jardinero:

      »—¿Puedo cortar ésta?

      »—Sí.

      »—¿Y ésta?

      »—También.

      »—¿Y esta otra?

      »—También; y lo mismo las demás.

      »Estábamos trastornados de alegría. En poco rato reunimos no dos ramos, sino dos gavillas de flores.

      »—¿Y quién va a cargar con todo eso?—me dijo el jardinero.

      »—Nosotros. Vea usted—replicamos levantando en alto cada uno su ramo.

      »—Pero eso de atravesar solos el bosque… ¡Es extraño que el señor de Avrigny haya concedido tal libertad a sus hijos!…

      »—¿Y por qué no?—repuse con mucho orgullo.—Ya saben en casa que yo conozco el camino.

      »—De todos modos no estaría de más el volver acompañados.

      »—¡Oh! Muchas gracias, pero es inútil. No hay necesidad de que nadie se moleste por nosotros que sabremos regresar lo mismo que hemos sabido venir.

      »—Bien, bien, amiguitos: no hay más que hablar. ¡Feliz viaje! Sólo quiero que el doctor sepa que le envía esas flores el jardinero de Glatigny, cuya hija vive porque él le salvó la vida.

      »Con los brazos cargados de flores y el corazón rebosante de alegría salimos de casa del jardinero y emprendimos el camino hacia la quinta de Ville d'Avray.

      »Ya lo ve usted, Antoñita: el doctor Avrigny, que en cierta ocasión supo salvar a la hija de aquel hombre, no ha logrado salvar ahora a su propia


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