La visión teológica de Óscar Romero. Edgardo Antonio Colón Emeric
Читать онлайн книгу.social y política, pero le preocupa que muchos de ellos estén buscando la liberación por caminos falsos.133 Sólo en Cristo se puede encontrar la verdadera libertad y la justicia. Su enfoque en los jóvenes parece sorprendernos, hasta que recordamos que los obispos que se reunieron en Puebla vincularon la opción preferencial por los pobres a una opción preferencial para los jóvenes.134
La prioridad homilética no es exclusiva de los pobres y los jóvenes. El evangelio ofrece buenas noticias a todos. El arzobispo aclara este último punto al pasar de la lección del evangelio a la primera lección del Antiguo Testamento, que proviene Nehemías 8. En esta lección el pueblo de El Salvador aprende que a la lectura de la ley hecha por Esdras el pueblo de Israel respondió con un cordial amén. Según Romero, esto es lo que todo predicador quiere escuchar. Cada sermón tiene como objetivo obtener un amén de la congregación.
Sin embargo, se trata de alcanzar este objetivo mientras se abandonan las aspiraciones retóricas. El sermón no es una obra de arte de oratoria, sino un vehículo para unir a la gente y a Dios. Un predicador empapado en el Espíritu anuncia el amor de Dios, y el pueblo de Dios, también empapado en el Espíritu, responde con un amén de arrepentimiento, un amén de acción de gracias, un amén por estar maravillado, un amén de compasión.
El amén al sermón no es la respuesta congregacional completa. Romero les recuerda a sus oyentes que después de que la gente escuchó la lectura de la Ley, los sacerdotes les dieron instrucciones: “… comed alimentos grasos, bebed vino dulce y enviad porciones a los que no tienen nada preparado; porque este es día consagrado a nuestro Señor” (Nehemías 8, 10). Este es el tipo de amen que Romero desea escuchar de la gente de El Salvador. ¡Qué hermoso será el día en que una sociedad nueva, en vez de almacenar y guardar egoístamente, se reparta, se comparta y se divida, y se alegren todos porque todos nos sentimos hijos del mismo Dios! ¡Qué otra cosa quiere la palabra de Dios, en este ambiente salvadoreño, sino la conversión de todos para que nos sintamos hermanos! (Homilías 6:235; 27/1/1980). Sin embargo, Romero tiene la experiencia suficiente para saber que este deseo no siempre se cumple. La gente de Nazaret se regocijó cuando escuchaban a Jesús predicar hasta que comenzó a denunciar su incredulidad y falsa piedad. En ese momento, el ambiente de la congregación se volvió amargo y hostil. “¡La suerte de los profetas!”, afirma Romero, “siempre tendrán que decir cosas buenas y, por la felicidad del pueblo, señalarle también sus pecados para que se conviertan; y los que son humildes le atienden y se salvan; pero los que no, se obstinan y se pierden” (Homilías 6:235).
En este punto, uno podría esperar que Romero concluya el sermón. Ha cumplido su promesa de ofrecer una breve catequesis sobre la predicación. Ha estado predicando cerca de cuarenta y cinco minutos, y sin embargo, Romero va por la mitad. “Ahora es la hora de ver, pues, si nuestra Iglesia de la arquidiócesis, si nuestras comunidades y nuestro trabajo eclesial es verdaderamente como un micrófono de Dios” (Homilías 6:236). El arzobispo dirige su atención a dos tareas. Primero, examina la vida de la iglesia en El Salvador durante la semana anterior. Luego, considera la situación en El Salvador en su conjunto durante esa misma semana. En ambos casos, busca iluminar la situación contemporánea con la luz del evangelio. Lo que sigue es momento de anuncios de la iglesia, de noticias, de lectura profética del signo de los tiempos. Como ya mencioné, esta era una práctica homilética genuinamente novedosa para la predicación católica en El Salvador, y estaba lejos de ser apreciada universalmente.135
En ese tercer domingo después de Epifanía en 1980, Romero predica sobre las celebraciones eclesiales de la semana: una misa por el aniversario del fallecimiento de un sacerdote y cuatro niños, la elección de un nuevo líder para una comunidad religiosa y ceremonias que marcan la semana de oración por la unidad cristiana. Romero ve al Espíritu Santo que emanaba de Jesús en el trabajo de una escuela para vocaciones adultas al sacerdocio y en una parroquia donde las mujeres jóvenes hacen votos religiosos mientras se comprometen a vivir dentro de la comunidad que las rodea. “Felices son”, dice Romero, “si se dejan invadir por el Espíritu Santo” (Homilías, 6:236; 27/1/1980). Estos eventos pueden parecer triviales hasta que uno recuerda que una de las consignas de la derecha militante era: “Haga patria, mate a un sacerdote” (Homilías, 1:82; 15/5/1977).
Romero lee de cartas que recibió durante la semana. Lee una de una monja que ofrece palabras de aliento, esperanza y profecía a Romero: “Dios nos ama, no hay que dudarlo, y espera algo de todo esto, algo grande. A mí no me cabe el que tanto dolor y sangre no germinen un día en una buena cosecha” (Homilías, 6:237: 27/1/1980). Lee de la catequesis de Juan Pablo II sobre la unidad cristiana y de su discurso al cuerpo diplomático. Lee en las palabras del Papa un sermón de Dios alentando a todos los cristianos en El Salvador a tomar el micrófono y hablar en nombre del bien común para todos, en lugar de buscar la aprobación de unos pocos privilegiados. Romero también lee una carta de los campesinos que están siendo amenazados de muerte si no se unen a un sindicato de agricultores cristianos. Como los campesinos ni siquiera podían escribir sus nombres, firmaron la carta con la impresión de sus pulgares.
Uno de los aspectos más llamativos de la narración de Romero sobre la vida de la iglesia y los eventos de la semana es su atención a los nombres de las personas. Pide justicia para José María Murillo, Aníbal Corado Tejada, Emilio Estrada Alegría, Santos Rivas Lemus, Antonio Alas Pocasangre, Fidel Américo González, Efraín Ernesto González, Juan Umaña y un joven no identificado, todos campesinos que fueron arrastrados de sus casas, torturadas, asesinados y dejados a la intemperie por las fuerzas del gobierno en represalia por la muerte de dos guardias nacionales. El gobierno también escucha atentamente esta parte de los sermones porque su campaña de mentiras y desinformación era tan efectiva que incluso algunos funcionarios propios no siempre sabían realmente lo que estaba sucediendo en el país.
Romero se solidariza con aquellos que experimentan la presión de las fuerzas de derecha e izquierda. Pide la liberación del Sr. Dunn, ex embajador de Sudáfrica, secuestrado presuntamente por guerrilleros marxistas. Sabiendo que es posible que los secuestradores escuchen el sermón, dice: “Esta es la orientación de la Iglesia, los derechos del hombre, ante los cuales no hay que encapricharse con cosas imposibles, sino saber subordinar a la dignidad del hombre –sea quien sea, porque es hijo de Dios” (Homilías, 6:241; 27/1/1980). Para Romero, los derechos humanos no son una abstracción; tienen nombres y rostros concretos.
En cuanto a los eventos de la semana en la sociedad salvadoreña, Romero centra su atención en una masacre ocurrida el martes anterior, el 22 de enero. Ese mismo día, en 1932, el General Martínez inició una campaña de represión contra un grupo en su mayoría indígena que abogaban por la reforma agraria. Bajo la bandera de la supresión de los comunistas, el general eliminó efectivamente a la población indígena de El Salvador. Cuarenta y ocho años después, en 1980, varias organizaciones de izquierda organizaron la marcha más grande que el país haya visto. Partieron del monumento a El Divino Salvador del Mundo y caminaron hacia el centro de la ciudad. A medida que se acercaban al palacio nacional, los manifestantes se encontraron con fuego de ametralladoras. Algunos fueron asesinados, muchos fueron heridos. La multitud se dispersó y buscó refugio donde pudo. Alrededor de trescientos encontraron refugio en la catedral. Romero trabajó para ayudar a los refugiados en las oficinas de la archidiócesis, donde recibieron comida y cuidados. El gobierno intentó controlar la noticia al tomar control de todas las transmisoras de radio, bombardear YSAX y publicar una versión de los eventos que colocaron la responsabilidad de la violencia sobre los hombros de los manifestantes. El arzobispo nombró rápidamente una comisión especial para investigar los hechos.
Romero recibe el informe de su comisión de investigación y lee diez puntos del mismo. En resumen, la versión gubernamental de los eventos es falsa. Los manifestantes marchaban pacíficamente, y los militares abrieron fuego sin ninguna provocación previa. La narración de los hechos por parte de Romero es frecuentemente interrumpida por aplausos masivos de la congregación. En palabras de uno de sus intérpretes, “la predicación de Romero fue oportuna, no solo porque contó meticulosamente las tragedias lamentables y las injusticias escandalosas de la semana anterior, sino porque frente a esos acontecimientos había llegado a una respuesta cuidadosamente discernida y valientemente articulada, que sus oyentes reconocieron casi instantáneamente