E-Pack Bianca y deseo agosto 2020. Varias Autoras

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E-Pack Bianca y deseo agosto 2020 - Varias Autoras


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escondo, igual que tú.

      –¡Yo no me escondo! –exclamó ella.

      La intensidad de su defensa reforzó en él la creencia de que eso era exactamente lo que hacía.

      –Tú no puedes pasar desapercibido con ese aspecto –comentó ella–. Solo digo la verdad –añadió cuando él enarcó las cejas con un gesto irónico.

      Algunas mujeres sonreían con afectación cuando lo veían. Aquella lo miraba entrecerrando los ojos, como si fuera un espécimen interesante en un laboratorio.

      –El nombre de Luca no es mucha pista –comentó.

      –¿Tienes que ponerle nombre a todas las personas que conoces? –preguntó él.

      –Claro que no, pero tengo la sensación de que a ti te conozco –musitó ella. Frunció el ceño–. Pero olvidemos eso por el momento. Viajo sola por Europa, así que será mejor que tenga cuidado con quién hablo. Creo que es hora de que siga mi camino.

      –Como quieras, pero si te preocupa tu seguridad, ¿por qué te pones a hablar con un desconocido?

      –Tú pareces una persona de fiar y no me asustas.

      –Eso es evidente –asintió él. Le costaba reprimir una sonrisa.

      ¿Dónde había estado ella los últimos meses, cuando la imagen de él aparecía en toda la prensa? La tragedia de la pérdida de su hermano mayor había resonado por todo el globo. Sus padres habían muerto en un accidente de avión y a él lo habían criado, primero su abuela, y después Pietro, y este último había muerto en trágicas circunstancias. La historia de dos hermanos separados cruelmente por el destino, con la fascinación añadida de una gran fortuna y del linaje real, había llegado a oídos de todos.

      Quizá la había despistado verlo fuera de contexto. No se parecía mucho al hombre solemne de uniforme que aparecía en la prensa. Esas fotografías mostraban a un individuo de rostro sombrío y triste, de pie en un desfile, aceptando el vasallaje de las tropas que le eran leales. Ese individuo no se relajaba, sino que permanecía firme, soportando lo insoportable, que era aceptar que jamás volvería a ver a su querido hermano mayor. Las personas que lo conocían en Saint-Tropez solo pensaban que era un aristócrata millonario con un megayate que valía la pena mencionar. El Black Diamond, de tres mástiles, estaba anclado un poco alejado de la costa. Su versión moderna del diseño tradicional suscitaba comentarios, aunque no demasiados, pues en Saint-Tropez estaban habituados a los multimillonarios y los aristócratas.

      El yate era su orgullo y su alegría, y un modo de escapar de un mundo hambriento de noticias. Lo había comprado unos años atrás, con los beneficios de una empresa de tecnología que había montado en su dormitorio cuando era adolescente. Se había corrido la noticia de que el Príncipe Pirata, como le gustaba llamarlo a la gente, debido a las velas negras y el casco oscuro como la noche de su yate, disfrutaba de una última ronda de libertad antes de embarcarse en una vida de prudencia majestuosa.

      –Puesto que no me tienes miedo, creo que es hora de que nos presentemos como es debido –dijo a la chica.

      –Será un honor –bromeó ella, llevándose la palma de la mano a sus magníficos pechos–. Mi nombre es Samia. Samia Smith.

      –Exótico –comentó él.

      –¿El nombre o yo?

      –¿Y si digo que los dos?

      –Diría que me quieres hacer la pelota, y no me parece que tú seas así.

      El nombre le iba perfectamente. Samia era una suma de contradicciones. Animosa y decidida, pero con sombras detrás de sus ojos sonrientes.

      –Samia –murmuró él. Probó el nombre en su lengua y descubrió que fluía como miel cálida y dulce, como imaginaba que sabría ella–. Encantado de conocerte, Samia Smith.

      –Lo mismo digo –repuso ella, cuando se estrecharon la mano.

      Lo miró pensativa y él se preguntó si lo habría reconocido y, en caso de que sí, si eso cambiaría su actitud hacia él.

      Probablemente no.

      LA MANO de Samia parecía muy pequeña en el puño grande de él. Su apretón era fuerte y su piel suave y delicada, como si no trabajara con las manos. Luca notó que no tenía prisa por retirar la mano. Lo miraba directamente a los ojos, dando la impresión de que era una mujer que no inclinaría la cabeza ante ningún hombre. Aunque aquellas ojeras indicaban un suceso de su pasado que la había empujado a viajar en busca de algo distinto. A esa impresión contribuía también que había una marca en su dedo anular. Una línea de piel pálida donde antes había habido un anillo.

      Luca se vio obligado a agarrarla por los hombros para apartarla de la hilera de camareros que salían de la cocina y lo sorprendió el chispazo de calor que le subió por el brazo. Notó que Samia inhalaba con fuerza. Se miraron a los ojos y algo cambió entre ellos. Ya no eran dos desconocidos que se habían encontrado en un bar, eran un hombre y una mujer reducidos a su estado más primitivo. A ella le latía con rapidez el pulso en el cuello y tenía los ojos casi negros, con solo un borde de color esmeralda alrededor de las pupilas, que se habían vuelto enormes de pronto. Algunos asistentes se habían percatado de aquel bombazo y lo comentaban en susurros, así que él la hizo retroceder hacia las sombras, donde podrían hablar sin ser observados.

      –¿No quieres que te vean conmigo? –lo retó ella con una carcajada.

      –No quiero que ninguno de los dos obstruyamos el paso a los camareros –repuso él.

      Por supuesto, había otra razón. Cualquiera que tuviera un teléfono móvil podía ser un paparazzi en potencia y las fotos del Príncipe Pirata se vendían caras. Y mucho más si el hombre en cuestión parecía estar a punto de embarcarse en una aventura más. Eso no era lo que él quería que vieran sus compatriotas. Ya había bastante jaleo en el principado y seguramente muchos temían el día en el que el hermano demonio del príncipe Pietro volviera a casa a ocupar el trono.

      –¿Qué te trae por Saint-Tropez? –preguntó a Samia.

      En algunos momentos, parecía que le pesara algo más que la mochila.

      –El nombre de Saint-Tropez es mágico, gracias a la actriz Brigitte Bardot, que solo tenía dieciocho años cuando se casó con el peligrosamente atractivo Roger Vadim en los años cincuenta. Eso fue antes de que yo naciera, pero todo el mundo conoce su historia y cómo llevaron el glamour a un pequeño pueblo de pescadores del sur de Francia. ¿Quién podría resistirse a esa historia?

      –Yo –respondió él–. Veo este sitio por lo que es. Una ciudad exitosa llena de gente.

      –Eres un realista –confirmó ella.

      –Y tú una romántica, por lo visto.

      –¿Qué tiene eso de malo?

      –Tu pareja glamurosa se divorció menos de cinco años después de haberse casado.

      –No lo estropees –lo regañó ella–. ¿Por qué no piensas mejor en la felicidad que compartieron?

      –Porque, como tú has dicho, soy realista –contestó él. Pero le gustaba la compañía de esa mujer–. ¿Tu vida romántica nunca patina?

      –¿Podemos no salirnos del tema, por favor? –preguntó ella.

      Su expresión había cambiado. Estaba pálida y sus ojos habían perdido la mirada de ensueño. Parecía casi asustada.

      –¿He dicho algo malo? –preguntó él.

      –No. Me he dado cuenta de que tengo hambre además de sed.

      Él no la creyó, pero hacía unos minutos que se conocían y era muy pronto para confesiones sinceras.

      –¿Cuánto tiempo llevabas planeando este viaje? –preguntó.

      –Fue


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