Los Lanzallamas. Roberto Arlt

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Los Lanzallamas - Roberto Arlt


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ligeramente los ojos, sin dejar de sonreír infantilmente. Estaba contento de su ocurren­cia. Mirando un vértice del cielo raso, frunció el ceño. Luego vertiginosa, una chapa de amargura, per­pendicular a su corazón, le partió la alegría, hizo fuerza tangencialmente a sus costillas, y, como la proa que desplaza al océano, expulsó más allá de su nuca la pequeña felicidad, y entonces contempló tristemente el crepúsculo que entraba por los vidrios de la puerta.

      Y sin darse cuenta que repetía las mismas palabras de Víctor Antía cuando recibió el balazo en el pecho frente al chalet de Emborg, Erdosain murmuró fie­ramente:

      –Me han jodido. No seré nunca feliz. Y esa perra también se ha ido. ¡Qué ocurrencia la mía, hablarle a una prostituta, de la rosa de cobre!

      Y apretó los dientes al recordar el semblante de la pecosa, cuyo cabello rojo, partido en dos bandos, le cubría la punta de las orejas.

      Trato de engañarse a sí mismo y dijo:

      –Bueno, me haré siete trajes.

      Fue inútil que con esas palabras tratara de detener el desmoronamiento de su espíritu.

      –Y me compraré cincuenta corbatas y diez pares de zapatos, aunque hubiera sido mejor que la matara esa noche. Sí, debí matarla esa noche.

      Y como el paquete de dinero le molestaba se puso a contarlo. Luego se dio cuenta de que no había tomado ni la precaución de cerrar la puerta.

      Por allí entraba una cenicienta claridad crepuscu­lar, semejante a las luces del acuario en las que flotan con torpes buzoneos, peces cortos de vista. Erdosain, sentado a la orilla de la cama, apoyó la mejilla en la palma de la mano. Al levantar los párpados, detuvo los ojos en el cromo de un almanaque que lo seducía con su titánica policromía.

      Una ciclópea viga de acero doble T, suspendida de una cadena negra entre cielo y tierra. Atrás, un crepúsculo morado, caído en una profundidad de fá­bricas, entre obeliscos de chimeneas y angulares bra­zos de guinches. La vida nuevamente gime en Erdosain. A momentos entorna con somnolencia los ojos, se siente tan sensible que, como si se hubiera desdo­blado, percibe su cuerpo sentado, recortando la sole­dad del cuarto, cuyos rincones van oscureciendo grises tonos de agua.

      Quiere pensar en la mañana del crimen y no puede. Cuando llegó, lo sorprendió a medias la desaparición de Hipólita. Ahora también Hipólita está alejada de su conciencia. Su percepción le sirve únicamente para comprender que las energías de su cuerpo se agota­ron hasta el punto de aplastarlo, con la mejilla tris­temente apoyada en una mano, en la funeraria sole­dad del cuarto. Hasta le parece haber salido fuera de sí mismo, ser el espía invisible que escudriña la an­gustia de aquel hombre allí derrotado, con los ojos perdidos en una gráfica mancha escarlata, hendida oblicuamente por una viga de acero suspendida entre cielo y tierra.

      A momentos un suspiro ensancha su pecho. Vive si­multáneamente dos existencias: una, espectral, que se ha detenido a mirar con tristeza a un hombre aplastado por la desgracia, y después otra, la de sí mismo, en la que se siente explorador subterráneo, una espe­cie de buzo que con las manos extendidas va palpan­do temblorosamente la horrible profundidad en la que se encuentra sumergido.

      El tictac del reloj suena muy distante. Erdosain cierra los ojos. Lo van aislando del mundo sucesivas envolturas perpendiculares de silencio, que caen fuera de él, una tras otra, con tenue roce de suspiro. Silen­cio y soledad. Él permanece allí dentro, petrificado. Sabe que aún no ha muerto, porque la osamenta de su pecho se levanta bajo la presión de la pena. Quiere pensar, ordenar sus ideas, recuperar su “yo”, y ello es imposible. Si se hubiera quedado paralítico no le sería más difícil mover un brazo que poner ahora en movimiento su espíritu. Ni siquiera percibe el latido de su corazón. Cuanto más, en el núcleo de aquella oscuridad que pesa sobre su frente distingue un agujerito abierto hacia los mástiles de un puerto distantísimo. Es única vereda de sol de una ciudad negra y distante, con graneros cilíndricos de cemento ar­mado, vitrinas de cristales gruesos, y, aunque quiere detenerse, no puede. Se desmorona vertiginosamente hacia una supercivilización espantosa: ciudades tre­mendas en cuyas terrazas cae el polvo de las estrellas, y en cuyos subsuelos triples redes de ferrocarriles subterráneos superpuestos arrastran una humanidad pálida hacia un infinito progreso de mecanismos inú­tiles.

      Erdosain gime y se retuerce las manos. De cada grado que se compone el círculo del horizonte ―ahora él es el centro del mundo― le llega una certificación de su pequeñez infinita: molécula, átomo, electrón, y él ha­cia los trescientos sesenta grados de que se compone cada círculo del horizonte envía su llamado angus­tioso. ¿Qué alma le contestará? Se toma la frente quemante, y mira en redor. Luego cierra los ojos y en si­lencio repite su llamado, aguarda un instante esperan­do respuesta, y luego, desalentado, apoya la mejilla en la almohada. Está absolutamente solo, entre tres mil millones de hombres y en el corazón de una ciu­dad. Como si de pronto un declive creciente hubiera precipitado su alma hacia un abismo, piensa que no estaría más solo en la blanca llanura del polo. Como fuegos fatuos en la tempestad, tímidas voces con pa­labras iguales repiten el timbre de queja desde cada centímetro cúbico de su carne atormentada. ¿Qué hacer? ¿Qué debe hacerse?

      Se levanta, y asomándose a la puerta del cuarto mira el patio entenebrecido, levanta la cabeza y más arriba, reptando los muros, descubre un paralelogramo de porcelana celeste engastado en el cemento sucio de los muros.

      –Esta es la vida de la gente –se dice–. ¿Qué debe hacerse para terminar con semejante infierno?

      Cada pregunta que se hace resuena simultáneamente en sus meninges; cada pensamiento se transforma en un dolor físico, como si la sensibilidad de su espíritu se hubiera contagiado a sus tejidos más profundos.

      Erdosain escucha el estrépito de estos dolores reper­cutir en las falanges de sus dedos, en los muñones de sus brazos, en los nudos de sus músculos, en los tibios recovecos de sus intestinos; en cada oscuridad de su entraña estalla una burbuja de fuego fatuo que tem­blequea la espectral pregunta:

      –¿Qué debe hacerse?

      Se aprieta las sienes, se las prensa con los puños; está ubicado en el negro centro del mundo. Es el eje doliente y carnal de un dolor que tiene trescientos sesenta grados, y piensa:

      –¿Es mejor acabar?

      Lentamente retira el revólver del cajón de la mesa. El arma empavonada pesa en la palma de su mano. Erdosain examina el tambor, lo hace girar observando las cápsulas amarillas de bronce con los cárdenos fulminantes de cobre. Endereza el revólver y mira el cañón con el negro vacío interior. Erdosain apoya el tubo sobre su corazón y siente en la piel la presión circular del tejido de su ropa.

      Bloques de oscuridad se desmoronan ante sus ojos. Se acuerda de Elsa, la distingue en aquel terrible cuarto empapelado de azul. De la superficie de la oscu­ridad se desprende su boca entreabierta para recibir los besos de otro. Erdosain quiere aullar su desespe­ración, quiere tapar esa boca con la palma de su mano para que los otros labios invisibles no la besen, araña la mesa despacio y continúa apretando el revólver so­bre su pecho.

      Está gimiendo todo entero. No quiere morir, es nece­sario que sufra más, que se rompa más. Con la culata del revólver da un martillazo sobre la mesa, luego otro; una energía despiadada enarca sus brazos como si fueran los de un orangután que quiere apretar el tronco de un árbol. Y lentamente sobre el asiento se arquea, se acurruca, quiere achicarse, y como las gran­des fieras carniceras da un gran salto en el vacío, cae sobre la alfombra y despierta en cuclillas, sorpren­dido.

      El suelo está cubierto de dinero; al golpear con la culata del revólver los paquetes de dinero, los billetes se han desparramado. Erdosain mira estúpidamente ese dinero, y su corazón permanece callado. Apretando los dientes se levanta, camina de un rincón a otro del cuarto. No le preocupa pisotear el dinero. Sus labios se tuercen en una mueca, camina despacio, de una pared a otra, como si estuviera encerrado en un jaulón. A instantes se detiene, respira despacio, mira con ex­trañeza la oscuridad que llena el cuarto, o se aprieta el corazón con las dos manos. Una fuerza se quiere escapar de él; en un momento apoya el antebrazo en la pared y sobre


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