Canción de Navidad. Charles Dickens
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Canción de Navidad (1843)
Charles Dickens
Editorial Cõ
Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.
Edición: Mayo 2020
Imagen de portada: Adobestock
Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.
1. El espectro de Marley
Empecemos por decir que Marley había muerto. De ello no cabía la menor duda. Firmaron la partida de su enterramiento el clérigo, el sacristán, el comisario de entierros y el presidente del duelo. También la firmó Scrooge. Y el nombre de Scrooge era prestigioso en la Bolsa, cualquiera que fuese el papel en que pusiera su firma.
El viejo Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.
¡Bueno! Esto no quiere decir que yo sepa por experiencia propia lo que hay particularmente muerto en el clavo de una puerta; pero puedo inclinarme a considerar un clavo de féretro como la pieza de ferretería más muerta que hay en el comercio. Mas la sabiduría de nuestros antepasados resplandece en los símiles, y mis manos profanas no deben perturbarla, o desaparecería el país. Me permitiré pues, repetir enfáticamente que Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.
¿Sabía Scrooge que aquél había muerto? Indudablemente. ¿Cómo podía ser de otro modo? Scrooge y él fueron consocios durante no sé cuántos años.
Scrooge fue su único albacea, su único administrador, su único cesionario, su único legatario universal, su único amigo y el único que vistió luto por él. Pero Scrooge no estaba tan terriblemente afligido por el triste suceso para que dejara de ser un perfecto negociante, y el mismo día del entierro lo solemnizó con un buen negocio.
La mención del entierro de Marley me hace retroceder al punto de partida.
Es indudable que Marley había muerto. Esto debe ser perfectamente comprendido, si no, nada admirable se puede ver en la historia que voy a referir.
Si no estuviéramos plenamente convencidos de que el padre de Hamlet murió antes de empezar la representación teatral, no habría, en su paseo durante la noche, en medio del vendaval, por las murallas de su ciudad, nada más notable que lo que habría en ver a otro cualquier caballero de mediana edad temerariamente lanzado, después de obscurecer, en un recinto expuesto a los vientos —el cementerio de San Pablo, por ejemplo—, sencillamente para deslumbrar el débil espíritu de su hijo.
Scrooge no borró el nombre del viejo Marley. Permaneció durante muchos años esta inscripción sobre la puerta del almacén: "Scrooge y Marley". La casa de comercio se conocía bajo la razón social "Scrooge y Marley". Algunas veces los clientes modernos llamaban a Scrooge-Scrooge y otras veces Marley; pero él atendía por ambos nombres. Todo era lo mismo para él.
¡Oh! Pero Scrooge era atrozmente tacaño, avaro, cruel, desalmado, miserable, codicioso, incorregible, duro y esquinado como el pedernal, pero del cual ningún eslabón había arrancado nunca una chispa generosa; secreto, retraído y solitario como una ostra. El frío de su interior le helaba las viejas facciones, le amorataba la nariz afilada, le arrugaba las mejillas, le entorpecía la marcha, le enrojecía los ojos, le ponía azules los delgados labios; hablaba astutamente y con voz áspera. Fría escarcha cubría su cabeza y sus cejas y su barba de alambre. Siempre llevaba consigo su temperatura bajo cero; helaba su despacho en los días de calor y no lo templaba ni un grado en Navidad.
El calor y el frío exteriores ejercían poca influencia sobre Scrooge. Ningún calor podía templarle, ninguna temperatura invernal podía enfriarle. Ningún viento era más áspero que él, ninguna nieve más insistente en sus propósitos, ninguna lluvia más impía. El temporal no sabía cómo atacarle. La más mortificante lluvia, y la nieve, y el granizo, y el agua nieve, podían jactarse de aventajarle en un sola cosa: en que con frecuencia "bajaban" gallardamente, y Scrooge, nunca.
Jamás le detuvo nadie en la calle para decirle alegremente: "Querido Scrooge, ¿cómo estás? ¿Cuándo irás a verme?" Ningún mendigo le pedía limosna, ningún niño le preguntaba qué hora era, ningún hombre ni mujer le preguntaron en toda su vida por dónde se iba a tal o cual sitio. Aun los perros de los ciegos parecían conocerle, y cuando le veían acercarse arrastraban a sus amos hacia los portales o hacia las callejuelas, y entonces meneaban la cola como diciendo: "Es mejor ser ciego que tener mal ojo".
¡Pero qué le importaba a Scrooge! Era lo que deseaba: seguir su camino a lo largo de los concurridos senderos de la vida, avisando a toda humana simpatía para conservar la distancia.
Una vez, en uno de los mejores días del año, la víspera de Navidad, el viejo Scrooge se hallaba trabajando en su despacho. Hacía un tiempo frío, crudísimo y nebuloso, y podía oír a la gente que pasaba jadeando arriba y abajo, golpeándose el pecho con las manos y pateando sobre las piedras del pavimento para entrar en calor. Los relojes públicos acababan de dar las tres: pero la obscuridad era casi completa —había sido obscuro todo el día—, y por las ventanas de las casas vecinas se veían brillar las luces como manchas rubias en el aire moreno de la tarde. La bruma se filtraba a través de todas las hendiduras y de los ojos de las cerraduras, y era tan densa por fuera que, aunque la calle era de las más estrechas, las casas de enfrente se veían como meros fantasmas.
Al ver la sórdida nube extenderse, oscureciéndolo todo, uno podría haber pensado que la Naturaleza se estuviera echando encima y estuviera tramando algo a gran escala.
Scrooge tenía abierta la puerta del despacho para poder vigilar a su dependiente, que en una celda lóbrega y apartada, una especie de cisterna, estaba copiando cartas. Scrooge tenía poquísima lumbre, pero la del dependiente era mucho más escasa: parecía una sola ascua; mas no podía aumentarla, porque Scrooge guardaba la caja del carbón en su cuarto, y si el dependiente hubiera aparecido trayendo carbón en la pala, sin duda que su amo habría considerado necesario despedirle. Así, el dependiente se embozó en la blanca bufanda y trató de calentarse en la llama de la bujía: pero, como no era hombre de gran imaginación, fracasó en el intento.
—¡Felices Pascuas, tío! ¡Dios te cuide! —gritó una voz alegre.
Era la voz del sobrino de Scrooge, que cayó sobre él con tal precipitación, que fue el primer aviso que tuvo de su aproximación.
—¡Bah! —dijo Scrooge—. ¡Tonterías!
Este sobrino de Scrooge se hallaba tan arrebatado a causa de la carrera a través de la bruma y de la helada, que estaba todo encendido; tenía la cara como una cereza, sus ojos chispeaban y humeaba su aliento.
—Pero tío, ¿una tontería la Navidad? —dijo el sobrino de Scrooge—. Seguramente no has querido decir eso.
—Sí —contestó Scrooge—. ¡Felices Pascuas! ¿Qué derecho tienes tú para estar alegre? ¿Qué razón tienes tú para estar alegre? Eres bastante pobre.
—¡Vamos! —replicó el sobrino alegremente—. ¿Y qué derecho tienes tú para estar triste? ¿Qué razón tienes para estar cabizbajo? Eres bastante rico.
No disponiendo Scrooge de mejor respuesta en aquel momento, dijo de nuevo: "¡Bah!" Y a continuación: "¡Tonterías!"
—No te enfades, tío —dijo el sobrino.
—¿Cómo no voy a estarlo —replicó el tío— viviendo en un mundo de locos como éste? ¡Felices Pascuas! ¡Buenas Pascuas te dé Dios! ¿Qué es la Pascua de Navidad sino la época en que hay que pagar cuentas no teniendo dinero; en que te ves un año más viejo y ni una hora más rico; la época en que, hecho el balance de los libros, ves que los artículos mencionados en ellos no te han dejado la menor ganancia después de una docena de meses desaparecidos? Si estuviera en mi mano —dijo Scrooge con indignación—, a todos los idiotas que van con el "¡Felices Pascuas!"