NAM: La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella. Mark Baker

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NAM: La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella - Mark  Baker


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quería documentar lo que recordaban cuando sus vidas se cruzaron con la guerra de Vietnam, así como las consecuencias de dicha experiencia.

      Me acerqué a ellos con honestidad y respeto. Algunos no me contaron nada; siempre que quedábamos, se echaban atrás en el último minuto. Sin embargo, la mayoría de hombres y mujeres que entrevisté mostraron una actitud a medio camino entre el alivio y la voluntad de cumplir con su deber; sostuvieron una luz para alumbrarme mientras yo examinaba ese rincón oscuro de sus vidas. Todos ellos parecían sentirse obligados a relatar su historia con claridad y precisión para honrar a sus amigos caídos y a sus ideales rotos, y también por honestidad, porque sabían que valía la pena. Cuando me ganaba su confianza, sus palabras fluían con la misma rapidez que un recluso sale de una celda de aislamiento. Algunos sintieron alivio al extraer parte de la ponzoña que había infectado la herida.

      Esas personas no son extraordinarias, salvo por el hecho de haber sobrevivido a Vietnam y continuar haciéndolo. Más de un entrevistado me pidió que mencionara en el libro que tenía un buen trabajo y se ganaba la vida dignamente. Por la noche vuelve a su casa, junto a su mujer y sus hijos; a veces se para en un bar a tomarse un par de cervezas. En su tiempo libre, ve partidos de béisbol por la televisión o abrillanta el coche; no sube a lo alto de un campanario con un arma al hombro para disparar a ciudadanos inocentes.

      Sin embargo, también hablé con otros que sí saben dónde nace el impulso de subirse a un campanario. Conocí a gente que no parece capaz de establecerse en un lugar fijo, que ha intentado amar y ha fracasado, que se asfixia con su propia amargura, que ha intentado suicidarse. La guerra les ha dejado cicatrices físicas y mentales; su experiencia en Vietnam arruinó sus vidas para siempre. Pero eso no los hace diferentes, solo demuestra que son tan frágiles como cualquier otro ser humano.

      Debido a su visión personal, solemos llamar a estos relatos historias de guerra. Tenemos que asumir que aquí se encontrarán generalizaciones, exageraciones, fanfarronadas y —muy posiblemente— mentiras descaradas. Pero, en un contexto religioso, contar estas historias sería equivalente a dar testimonio. Las imperfecciones humanas no hacen sino demostrar la sinceridad del conjunto. Los aspectos apócrifos de estos relatos tienen más de recurso metafórico que de engaño.

      En gran medida, estas historias sobre Vietnam son tan antiguas como la guerra misma. Lo que vas a leer en estas páginas tiene más en común con el realismo clásico de Homero cuando narra los detalles gráficos de la masacre de Troya que con Vic Morrow pavoneándose en un episodio de Combat!13. La televisión no nos mostró toda la historia. El napalm titilando en la pantalla en tecnicolor a la hora de cenar mientras Walter Cronkite14 recitaba el número de víctimas de la jornada, como si de una macabra oración para bendecir la mesa se tratara, tenía poco que ver con las arcadas que se sienten ante el hedor de un hombre en llamas. Suavizamos la guerra con aventuras románticas y propaganda paranoide para poder digerirla y vivir con ella, pero los excombatientes de Vietnam la vivieron en carne propia, por eso su relato es tan crudo e impactante como una herida abierta.

      La muerte y la brutalidad impregnan las páginas de este libro; tienen tanta presencia como el tictac de un reloj que resuena en una casa durante una noche en vela. El dolor del alma es la pesadilla que mantiene despiertos a sus habitantes. La macabra maquinaria de la muerte nos recuerda por enésima vez que la guerra es el infierno mismo y siempre lo ha sido, pero las vísceras y la sangre solo son el extraordinario escenario sobre el que se representaron las vidas de hombres y mujeres corrientes.

      La guerra plantea las grandes cuestiones filosóficas sobre la vida, la muerte y la moralidad, y exige respuestas inmediatas. Las abstracciones propias del debate académico acaban por reducirse a una cuestión muy concreta: la supervivencia. En menos de un año, Vietnam puso a prueba tanto al hombre como a la cultura que lo llevó hasta allí. La guerra derriba la fina fachada que imponen las instituciones de la sociedad y muestra al hombre exactamente como es. Si queremos aprender algo real sobre este conflicto, sobre el espíritu humano y sobre nosotros mismos, debemos escuchar atentamente a esos hombres y mujeres que se convirtieron a la vez en víctimas y en verdugos de la guerra.

      «Nam» no es solo un pedazo de palabra que remite a una de las muchas guerras que han librado los Estados Unidos en sus doscientos años de historia. Vietnam trascendió ideologías y ejércitos. La guerra y sus ramificaciones culturales marcaron el paso a la edad adulta de una generación entera de americanos, la generación a la que yo pertenezco. Fue una época en la que millones de jóvenes tomamos decisiones que marcarían el curso de nuestras vidas. Si queremos comprendernos mejor a nosotros mismos, es necesario que conozcamos más en profundidad el acontecimiento que nos condujo hasta el presente. Hasta que no afrontemos con más sinceridad la guerra de Vietnam y analicemos más a fondo las vivencias de los veteranos que participaron en ella, no progresaremos ni como individuos ni como nación.

      Este libro no revela la verdad sobre Vietnam. Todo el mundo tiene una pieza del puzle. Pero puede que todas estas historias de guerra, llenas de emoción pero sin pretensiones y despojadas de romanticismo, nos acerquen más a la verdad de lo que nada lo ha hecho hasta ahora.

       ¿Quieres que te cuente una historia sobre la guerra, una de verdad?

       Para mí Vietnam es una historia. Como si no me hubiera pasado a mí.

I. INICIACIÓN

      No hagas preguntas

       Cuando van a la iglesia, los niños devotos pasan el rato sentados en los bancos de madera jugando a la guerra, armados con lápiz y papel. Primero dibujan los aviones y los acorazados, y después los soldados y las ametralladoras, con todo lujo de detalles. La potencia destructora de ese armamento imaginario queda patente en las despiadadas puntas de las bayonetas y las toscas aletas de las bombas.

       El sermón se oye cada vez más lejos mientras los niños añaden los últimos detalles: dibujan estrellas en las alas de los aviones para distinguir a los buenos y esvásticas en los cascos de los monigotes, para que se vea que son los malos. La tensión impaciente del chiquillo es casi sexual.

       Empieza la batalla. El lápiz traza la trayectoria mortal de cada bala y cada proyectil. Un disparo certero y el objetivo explota con un estallido de garabatos. El niño visualiza los fogonazos rojos y amarillos en su cabeza. Se eleva una nube de polvo y escombros en la que se lee, en letras negras y mayúsculas: ¡BADABUM!

       Conforme la batalla se recrudece, el propio lápiz se convierte en un arma que agujerea los soldados dibujados en el papel. El crío, emocionado, deja que el fragor de la batalla mental que se está librando se le escape por entre los dientes: ¡Fiu! ¡Pam! ¡Buuum!

       De repente, su madre le arranca el papel de las manos, le quita el lápiz y se lo guarda en el bolso. «Quieto y calladito», le regaña, retorciéndole la oreja.

      En el barrio, jugar a la guerra era casi una institución. Los niños se pasaban el verano jugando con palos que hacían las veces de fusil y fuertes construidos con tablones de madera y otros restos que encontraban en la calle. En la década de 1950, jugábamos a ser el Davy Crockett de Walt Disney15, aunque adornábamos sus aventuras con invenciones un tanto homicidas. Hace unos años, oí desde mi ventana a unos niños que recreaban un tiroteo entre el equipo SWAT de Los Ángeles y el Ejército Simbiótico de Liberación16. El juego no había cambiado nada:

       —¡Pum! ¡Estás muerto!

       —¡No me has dado!

       —¡Sí te he dado!

       —¡No!

       —¡Que sí!

      Esa desavenencia se zanjó con una pequeña escalada de violencia. Los chiquillos sacaron sus pistolas de aire comprimido y representaron una versión urbana de El señor de las moscas. Un disparo a quemarropa de un arma de aire comprimido deja un cardenal rojo y tumefacto, como la picadura de una abeja, y resuelve toda duda sobre quién está muerto y quién no.

       Los modelos a seguir


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