A merced de la ira - Un acuerdo perfecto. Lori Foster

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A merced de la ira - Un acuerdo perfecto - Lori Foster


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registrarla por debajo de la banda.

      Ella empezó a temblar. Trace tuvo la sensación de que temblaba de rabia, no de nerviosismo. Pero ella estiró los brazos, levantó el torso y se apartó de la mesa. Mientras él empezaba a desabrocharle los pequeños botones de la blusa, preguntó:

      –¿Qué dirá mi padre cuando le cuente lo que me ha hecho?

      –¿Por qué no se lo cuenta y lo averigua? Pero le aseguro que es lo que espera de mí.

      Ella se volvió para mirarlo.

      –¿Habla en serio?

      –Es un empresario de alto nivel con muchos enemigos. Protegerlo es mi trabajo. Aquí nadie sabía que tenía una hija, así que ¿por qué tenemos que creerla?

      Había acabado de desabrochar los botones y la hizo volverse hacia él.

      Una ancha banda elástica cubría su torso. Podía ser una faja o algo parecido, pero estaba claro que no estaba hecha para el pecho de una mujer. Estaba tan prieta que Trace no se explicaba cómo podía haber metido sus pechos allí, cuanto más otra cosa. Claro que había dejado de buscar un arma casi desde el principio.

      Lo único que pretendía con aquel numerito era que se replanteara sus planes.

      –¿Puede respirar con eso puesto?

      –Respiro perfectamente.

      Trace la miró a los ojos.

      –Bájeselo.

      Tenía los brazos sueltos junto a los costados y parecía relajada. Trace comprendió lo que se proponía. Lo vio en sus ojos. Sonrió de nuevo y susurró:

      –Inténtelo.

      Pareció sobresaltada:

      –¿Qué?

      –Se dispone a atacar, preciosa. Lo noto –miró su boca–. Si por conservar su pudor es capaz de arrojar por la borda sus planes, hágalo.

      Ella apretó los dientes. Pareció pensárselo.

      –Pero que sepa que no puede vencerme –añadió Trace, arrimándose un poco más–. Por hábil que sea, no será suficiente. Ni de lejos.

      El tiempo pasó lentamente mientras se miraban. Los ojos de Priscilla se empequeñecieron, su respiración se hizo más profunda.

      –Ahora o nunca –dijo Trace en tono provocador, y comprendió que, fuera por lo que fuese, quería que reaccionara.

      Cada matiz, cada movimiento de sus densas pestañas le fascinaban. Nunca había conocido a una mujer como ella. Tenía que ser retorcida como Murray si estaba metida en aquel mundo, pero aun así lo cautivaba.

      Lentamente, sin apartar la mirada de la suya, ella levantó las manos, enganchó los dedos en el borde de la banda elástica y comenzó a bajarla. Trace siguió mirando su cara. Vio que sus labios se entreabrían y que respiraba hondo. Tenía que estar más cómoda ahora, pero ¿por qué había ocultado sus curvas?

      Trace sacó su navaja del bolsillo de atrás y la abrió. Priscilla apartó la mirada de sus ojos y observó la hoja con curiosidad. Ladeó la cabeza y volvió a mirarlo.

      –Una navaja automática con mango ergonómico y hoja de ocho centímetros.

      –Sabe de navajas.

      –Sé de armas –seguía sin parecer asustada. En realidad, tenía un aire desafiante–. ¿Qué piensa hacer con eso?

      –No se mueva –Trace intentó no mirar sus pechos, enrojecidos y arrugados por la presión de la maldita banda elástica. Sus pezones eran de color rosa oscuro, suaves y apetitosos.

      Agarró la parte de arriba de la faja, la separó de su cuerpo y metió dentro la punta de la navaja. La banda elástica se rasgó suavemente en cuanto bajó la navaja. Trace la arrojó al suelo y volvió a guardarse la navaja en el bolsillo mientras la miraba. Clavó la mirada en sus pechos.

      –¡Qué manera de torturar a esas dos bellezas!

      Ella no dijo nada.

      –¿Le importa decirme por qué?

      Levantó la barbilla.

      –Las tetas llaman la atención.

      –De eso se trata, normalmente, ¿no?

      En lugar de contestar, ella levantó las manos:

      –¿Le importa?

      Trace sintió una tensión en el abdomen. Intentando aparentar calma, señaló con la barbilla.

      –Adelante.

      «Vamos, por favor», pensó. «Tócate».

      Ella soltó un suave gemido, echó la cabeza hacia atrás, acercó las manos a sus pechos y comenzó a masajeárselos lentamente. Cerró los ojos y exhaló otro suspiro.

      Cada vez más excitado, Trace notó que sus manos eran pequeñas y sus pechos… no. Era delicioso mirarla masajear la piel irritada mientras dejaba escapar aquellos gemidos de puro placer. Sus manos femeninas, sin ningún adorno, de uñas cortas y limpias, frotaban sus pechos pálidos y voluptuosos como si intentaran aliviar su dolor.

      Trace la agarró de las manos y ella abrió los ojos de golpe.

      –Ya basta –dijo él entre dientes.

      Ella sacó la punta de la lengua para humedecerse los labios.

      –¿Se está poniendo nervioso?

      –Más vale que no lo averigüe, se lo aseguro –sus manos eran el doble de grandes que las de ella, de modo que sus pulgares y las yemas de sus dedos se habían hundido en la carne suave y mullida de sus pechos–. ¿Va a marcharse de una vez? –preguntó.

      Las pequeñas aletas de su nariz se hincharon cuando respiró bruscamente.

      –Ni lo sueñe.

      Trace se apartó de ella, furioso, pero dijo con frialdad:

      –Abróchese la blusa y vuelva a remetérsela.

      Ella obedeció deprisa, lo cual demostraba que su desnudez le inquietaba más de lo que quería aparentar.

      –Ahora me quedará estrecha.

      Trace se puso a un lado y volvió a guardar sus pertenencias en el bolso. Se alegró de haberse quedado con el permiso de conducir. Cuando se descubriera el pastel, como sin duda ocurriría, quería saber cómo identificarla. Teniendo en cuenta sus conocimientos de informática y sus contactos en la administración y el Ejército, seguir su pista sería pan comido.

      –¿Ha acabado?

      Ella se alisó el pelo y asintió.

      –¿Ahora puedo ver a mi padre?

      Trace estaba tan enfadado que no contestó. Le devolvió el bolso, la agarró del brazo y tiró de ella hacia la puerta.

      Su instinto le decía que las cosas acababan de complicársele a lo grande. Y todo por culpa de Priscilla Patterson.

      2

      Priss entró en el ascensor privado como si tuviera todo el derecho a estar allí, como si su corazón no latiera con fuerza contra sus costillas, como si no tuviera los nervios a flor de piel. Le había costado un enorme esfuerzo conservar la calma. Había imaginado y descartado muchas posibilidades, pero no se le había ocurrido pensar que al llegar fuera a manosearla un hombre como aquel, un hombre tan poco parecido a los demás miembros de la organización. Él guardó silencio mientras subían en el ascensor, pero Priss lo sorprendió dos veces mirando su blusa. Sintió como si su mirada la traspasara. Y sabía lo que estaba mirando. Sin la venda, sus pechos llamaban mucho la atención. Los dichosos botones se abrían y la tela se tensaba.

      –¿Se divierte? –preguntó con sarcasmo.

      Él


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