La vacuna. Alberto Vazquez-Figueroa

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La vacuna - Alberto Vazquez-Figueroa


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y lo que pude ver me dejó helado; había docenas de enfermos derrengados en los camastros, gente que gemía, vómitos por todas partes y tres monjas que se afanaban por atender a los pacientes mientras otras dos diseccionaban pangolines y murciélagos.

      –¡Qué manía!

      –¡Por Dios, Dimitri! –se lamentó Diana–. Déjale en paz.

      –¡Gracias, bonita! Por lo visto descartaron a los pangolines porque las muestras de virus que les tomaron carecían de la cadena de aminoácidos que aparece en el que afecta a los seres humanos. Para entonces ya había vuelto con dos camiones cargados de víveres, ropas y medicina, y a la vista de ello se mostraron más locuaces admitiendo que «su mejunje» estaba dando resultados, aunque aún era pronto para cantar victoria.

      –Resulta comprensible que no quisieran precipitarse.

      –Comprensible sí, pero a mí el laboratorio me exigía resultados porque corría el rumor de que gringos y chinos estaban ya tras la misma pista, por lo que les hice una última oferta: quince millones en mano y el veinte por ciento de los beneficios.

      –Poco me parece.

      –Poco en efecto, pero se conformaron demostrando una honradez digna de alabanza puesto que me entregaron dos maletas repletas de anotaciones y murciélagos disecados, pagaron a los nativos que habían hecho el papel de enfermos y desaparecieron.

      –¿Qué has querido decir con eso de que «habían hecho el papel de enfermos»?

      –Que se habían comportado como auténticos profesionales actuando como extras de cine.

      –¿Bromeas…?

      –¡Qué más quisiera yo! Se esfumaron ante mis narices.

      –¿O sea que se trataba de una estafa?

      –La mejor montada de que se tenga conocimiento, porque no tuvo lugar en los despachos de una ciudad sino en plena selva, rodeados de leopardos, serpientes, arañas y mosquitos.

      –La verdad es que hay gente muy avispada… –sentenció Lena.

      –Mucho. Sobre todo teniendo en cuenta que eran auténticos misioneros, y que al cabo de tres meses se instalaron en Ruanda para continuar con sus investigaciones.

      –¡No es posible!

      –Lo es, y allí siguen obteniendo excelentes resultados. Lo único que habían hecho era financiarse a costa de una empresa farmacéutica demasiado ambiciosa.

      –De la que probablemente te despidieron.

      –Y con razón. Pero cuando me enteré de lo de Ruanda me alegré porque los cabronazos eran muy simpáticos y muy sacrificados. Hay que tener un par de cojones para jugarse la vida diseccionando murciélagos cuando esa misma mañana has enterrado a tres enfermos de ébola.

      –¿Podríamos localizarlos?

      –¿Para qué? Ellos investigan sobre el ébola, nosotros sobre coronavirus.

      –Pero ambas son epidemias letales, y lo más importante es que esos misioneros no trabajan sobre vacunas, sino sobre fármacos que reduzca los índices de mortalidad. Ya tenemos una vacuna, pero el principal escollo se centra en cómo aplicarla sin provocar una guerra. Sin embargo, siempre se sabe a qué enfermo de gravedad debemos proporcionarle un fármaco.

      –¿O sea que tendríamos que colaborar con ellos?

      –O con el mismísimo demonio si fuese necesario. A riesgo de resultar repetitivo, insisto en que no es momento de perder tiempo con unas vacunas de cara a un futuro más o menos lejano y que desde un punto de vista social se han vuelto casi tan peligrosas como el propio virus. Es hora de enfrentarse a él con todas nuestras armas, intentar debilitarlo, conseguir que mute a una cepa menos letal, y rogar porque tenga una fecha de caducidad predeterminada, como aseguran algunos que tenía la gripe española.

      –Nunca he compartido esa teoría.

      –Tampoco yo, pero cuando ves como se llenan los cementerios o como un fascista como Bolsonaro permite que el mal penetre hasta el mismísimo corazón del Amazonas, o te aferras a alguna teoría o te cuelgas de un pino.

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