Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano. Andrea Laurence

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Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano - Andrea Laurence


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–dijo ella, riendo, y se quitó los zapatos–. Así mucho mejor –añadió, posando los pies en la alfombra.

      –¿Qué haces? No puedes ir por ahí descalza.

      Annie rio, empezando a caminar.

      –Conozco al dueño. A él no le importa.

      –Pero no es seguro. Puedes clavarte algo. Además, el suelo podría estar sucio.

      –Eres un refunfuñón, Nathan –le espetó ella, poniéndose en jarras. Arrugando la nariz, le sacó la lengua.

      Nate se quedó perplejo. Nadie podría creer que la mujer de hielo del póquer estuviera borracha y comportándose como una tonta, aunque fuera muy hermosa. Era algo sin precedentes.

      Sin poder contenerse, rompió a reír. La mezcla de frustración, confusión y decepción que había estado acumulando en los últimos tres años tomó forma en su pecho en forma de carcajadas. Rio y rio, hasta saltársele las lágrimas.

      Al mirar a Annie, se dio cuenta de que su reacción la irritaba, pero la expresión de ella no hacía más que alimentar su risa. Limpiándose los ojos con la mano, se dijo que aquello era lo más terapéutico que había hecho en mucho tiempo.

      Si ella quería hacer una escena en el casino, de acuerdo, pero él no pensaba convertirse en el hazmerreír de todo el mundo al día siguiente. En un rápido movimiento, se agachó y tomó a Annie en sus brazos para echársela al hombro como un saco de patatas.

      –¿Qué…? –gritó ella, sorprendida.

      Nate atravesó de esa guisa el casino, agarrándole con fuerza las piernas para contener sus patadas. Con los puños, Annie le daba golpes en la espalda, pero no tenía suficiente fuerza para hacerle daño.

      –¡Bájame, Nathan Reed! Bájame de inmediato.

      Nate rio, ignorándola, y siguió atravesando el casino, como si llevara una alfombra al hombro y no a su mujer.

      –¡Nathan!

      –Solo consigues llamar más la atención con tus gritos, Annie.

      Entonces, ella se calló de golpe, aunque continuó intentando darle patadas. Nate miró hacia una de las cámaras que había en el techo. Sin duda, Gabe los estaría viendo y estaría partiéndose de risa. Tenía que guardar aquella cinta para la posteridad. O para hacerle chantaje a Annie.

      Cuando llegaron a la zona de acceso restringido, ella aprovechó para volver a gritar.

      –¡Bájame!

      –No –negó él, agarrándole las piernas con más fuerza, y llamó al ascensor. Le gustaba la sensación de tenerla entre sus brazos, aunque no fuera en las mejores circunstancias. El cálido aroma de su perfume pronto le impregnó las venas y no pudo resistir la tentación de acariciarle los muslos con suavidad.

      Una vez dentro del ascensor, Nate la soltó despacio. Ella se agarró a su cuello para no caerse, mientras sus cuerpos se pegaran uno al otro con una deliciosa fricción.

      Cuando, al fin, Annie se puso de pie en el suelo, lo miró a los ojos, furiosa.

      –Cerdo –le espetó ella, y levantó la mano con su bolso para golpearlo. Cuando él la agarró de la muñeca para impedírselo, su irritación no hizo más que crecer–. ¿Cómo te atreves a tratarme así? Yo… yo… no soy una de tus empleadas. ¡A mí no puedes traerme y llevarme a voluntad! Yo…

      Nate la interrumpió con un beso. No quería dejar que sus palabras furiosas echaran a perder el momento. Annie se resistió solo unos segundos, antes de sucumbir agarrarse a su cuello. Fue un beso intenso, casi desesperado. El primer beso real que ambos experimentaban en tres años.

      Él la sujetó en sus brazos, apoyándola en la pared del ascensor. Su excitación no hacía más que crecer, mientras ambos se recorrían frenéticamente con las manos, devorándose las bocas.

      Nate había esperado tres años para tocar el cuerpo de Annie y, al fin, lo estaba haciendo.

      Cuando él le acarició los pechos por encima del tejido de seda del vestido, ella gimió, arqueándose hacia él.

      –Oh, Nate.

      El ascensor paró y las puertas se abrieron. Nate sabía que debía soltarla. Pero no pudo. Le acarició la mandíbula con suavidad, disfrutando de su suavidad. Ella tenía los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Su cuerpo estaba relajado, entregado.

      Entonces, Annie lo miró. En sus ojos azules brillaba una invitación. A pesar de sus anteriores protestas, el champán parecía haberle hecho cambiar de idea.

      También Nate había cambiado de idea. Al margen de lo que hubiera pasado en su matrimonio, los momentos que habían pasado en la cama siempre habían sido excelentes. Y él ansiaba repetirlo.

      Pero, si salía del ascensor con ella, acabarían ambos desnudos en su cama. Y eso era justo lo que le había dicho a Gabe que nunca haría.

      ¿En qué diablos estaba pensando?, se reprendió a sí mismo.

      –Buenas noches, Annie –se despidió él, la soltó y le dio un suave y firme empujón para que entrara en la suite. Acto seguido, apretó el botón del cierre del ascensor y regresó al casino.

      De esa manera, los dos se quedaron excitados y solos.

      Capítulo Cuatro

      Annie se despertó a la mañana siguiente con el sonido de la ducha. Cuando se incorporó en la cama, comprobó que las sábanas en el lado de Nate estaban intactas. Debía de haber dormido en el sofá.

      La había besado con tanta pasión que había creído que seguía sintiéndose atraído por ella. Sin embargo, cuando al llegar a su suite, la había mirado con rostro impasible y la había dejado sola, había comprendido que no era así. Nate la odiaba. Iba a hacer todo lo que estuviera en su mano para hacerla sentir desgraciada, incluso excitarla para luego dejarla tirada. Su único objetivo era torturarla. Era un plan macabro y, aunque ella sabía que se lo merecía en parte por haberlo abandonado sin decir palabra, no pensaba quedarse de brazos cruzados.

      Si Nate creía que podía usar la química que había entre ellos para manipularla, estaba muy equivocado. Si él la había deseado en el pasado, podía hacer que volviera a desearla. Seducir y manipular a los hombres era parte de su estrategia en el póquer. Por eso solía llevar blusas con escote y faldas ceñidas a los campeonatos. El póquer requería concentración y ella había aprendido que ser atractiva era una de sus mayores ventajas en un juego dominado por el género masculino.

      Annie oyó cómo se cerraba el grifo y se abrían las puertas de la ducha. Deprisa, se atusó el pelo, deseando llevar un pijama más sexy. Se tapó con las sábanas, para que no se le vieran los pantalones cortos de algodón y dejando solo al descubierto una diminuta camisola de tirantes.

      Al momento, Nate salió del baño envuelto en una toalla azul por la cintura. Tenía los rizos rubios del pelo mojados y la cara recién afeitada. Ella intentó concentrarse en resultar atractiva, pero era difícil cuando se estaba delante de un cuerpo así. Ese hombre era todo músculos.

      Nate se detuvo, posó los ojos un momento en el escote de la camisola de Annie y levantó la vista.

      –Me alegro de que te hayas despertado. Tienes que prepararte. Gabe vendrá dentro de una hora para ponerte al día de nuestra estrategia.

      –¿Estrategia? –preguntó ella con el ceño fruncido, abandonando sus intentos de atraerlo.

      –Para que hagas de topo.

      El campeonato comenzaba al día siguiente de forma oficial, pero todo el mundo empezaría a llegar ese día para asistir al coctel de bienvenida.

      –De acuerdo –aceptó ella con un suspiro–. Siempre que me prometas mantener a Gabe a raya. Soportar su desprecio no es parte del trato.


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