Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas. Benito Pérez Galdós

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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - Benito Pérez Galdós


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cortado; pero sabía dominarse pronto. Ninguno de estos datos probaba nada; pero no cabía duda: su marido se la estaba pegando.

      De vez en cuando estas cavilaciones cesaban, porque Juan sabía arreglarse de modo que su mujer no llegase a cargarse de razón para estar descontenta. Como la herida a que se pone bálsamo fresco, la pena de Jacinta se calmaba. Pero los días y las noches, sin saber cómo, traíanla lentamente otra vez a la misma situación penosa. Y era muy particular; estaba tan tranquila, sin pensar en semejante cosa, y por cualquier incidente, por una palabra sin interés o referencia trivial, le asaltaba la idea como un dardo arrojado de lejos por desconocida mano y que venía a clavársele en el cerebro. Era Jacinta observadora, prudente y sagaz. Los más insignificantes gestos de su esposo, las inflexiones de su voz, todo lo observaba con disimulo, sonriendo cuando más atenta estaba, escondiendo con mil zalamerías su vigilancia, como los naturalistas esconden y disimulan el lente con que examinan el trabajo de las abejas. Sabía hacer preguntas capciosas, verdaderas trampas cubiertas de follaje. ¡Pero bueno era el otro para dejarse coger!

      Y para todo tenía el ingenioso culpable palabras bonitas: «La luna de miel perpetua es un contrasentido, es... hasta ridícula. El entusiasmo es un estado infantil impropio de personas normales. El marido piensa en sus negocios, la mujer en las cosas de su casa, y uno y otro se tratan más como amigos que como amantes. Hasta las palomas, hija mía, hasta las palomas cuando pasan de cierta edad, se hacen cariños así... de una manera sesuda». Jacinta se reía con esto; pero no admitía tales componendas. Lo más gracioso era que él se las echaba de hombre ocupado. ¡Valiente truhán! ¡Si no tenía absolutamente nada que hacer más que pasear y divertirse...! Su padre había trabajado toda la vida como un negro para asegurar la holgazanería dichosa del príncipe de la casa... En fin, fuese lo que fuese, Jacinta se proponía no abandonar jamás su actitud de humildad y discreción. Creía firmemente que Juan no daría nunca escándalos, y no habiendo escándalo, las cosas irían pasando así. No hay existencia sin gusanillo, un parásito interior que la roe y a sus expensas vive, y ella tenía dos: los apartamientos de su marido y el desconsuelo de no ser madre. Llevaría ambas penas con paciencia, con tal que no saltara algo más fuerte.

      Por respeto a sí misma, nunca había hablado de esto a nadie, ni al mismo Delfín. Pero una noche estaba este tan comunicativo, tan bromista, tan pillín, que a Jacinta se le llenó la boca de sinceridad, y palabra tras palabra, dio salida a todo lo que pensaba. «Tú me estás engañando, y no es de ahora, es de hace tiempo. Si creerás que soy tonta... El tonto eres tú».

      La primera contestación de Santa Cruz fue romper a reír. Su mujer le tapaba la boca para que no alborotase. Después el muy tunante empezó a razonar sus explicaciones, revistiéndolas de formas seductoras. ¡Pero qué huecas le parecieron a Jacinta, que en las dialécticas del corazón era más maestra que él por saber amar de veras! Y a ella le tocó reír después y desmenuzar tan livianos argumentos... El sueño, un sueño dulce y mutuo les cogió, y se durmieron felices... Y ved lo que son las cosas, Juan se enmendó, o al menos pareció enmendarse.

      Tenía Santa Cruz en altísimo grado las triquiñuelas del artista de la vida, que sabe disponer las cosas del mejor modo posible para sistematizar y refinar sus dichas. Sacaba partido de todo, distribuyendo los goces y ajustándolos a esas misteriosas mareas del humano apetito que, cuando se acentúan, significan una organización viciosa. En el fondo de la naturaleza humana hay también, como en la superficie social, una sucesión de modas, periodos en que es de rigor cambiar de apetitos. Juan tenía temporadas. En épocas periódicas y casi fijas se hastiaba de sus correrías, y entonces su mujer, tan mona y cariñosa, le ilusionaba como si fuera la mujer de otro. Así lo muy antiguo y conocido se convierte en nuevo. Un texto desdeñado de puro sabido vuelve a interesar cuando la memoria principia a perderle y la curiosidad se estimula. Ayudaba a esto el tiernísimo amor que Jacinta le tenía, pues allí sí que no había farsa, ni vil interés ni estudio. Era, pues, para el Delfín una dicha verdadera y casi nueva volver a su puerto después de mil borrascas. Parecía que se restauraba con un cariño tan puro, tan leal y tan suyo, pues nadie en el mundo podía disputárselo.

      En honor de la verdad, se ha de decir que Santa Cruz amaba a su mujer. Ni aun en los días que más viva estaba la marea de la infidelidad, dejó de haber para Jacinta un hueco de preferencia en aquel corazón que tenía tantos rincones y callejuelas. Ni la variedad de aficiones y caprichos excluía un sentimiento inamovible hacia su compañera por la ley y la religión. Conociendo perfectamente su valer moral, admiraba en ella las virtudes que él no tenía y que según su criterio, tampoco le hacían mucha falta. Por esta última razón no incurría en la humildad de confesarse indigno de tal joya, pues su amor propio iba siempre por delante de todo, y teníase por merecedor de cuantos bienes disfrutaba o pudiera disfrutar en este bajo mundo. Vicioso y discreto, sibarita y hombre de talento, aspirando a la erudición de todos los goces y con bastante buen gusto para espiritualizar las cosas materiales, no podía contentarse con gustar la belleza comprada o conquistada, la gracia, el donaire, la extravagancia; quería gustar también la virtud, no precisamente vencida, que deja de serlo, sino la pura, que en su pureza misma tenía para él su picante.

      Por lo dicho se habrá comprendido que el Delfín era un hombre enteramente desocupado. Cuando se casó, hízole proposiciones don Baldomero para que tomase algunos miles y negociara con ellos, ya jugando a la Bolsa, ya en otra especulación cualquiera. Aceptó el joven, mas no le satisfizo el ensayo, y renunció en absoluto a meterse en negocios que traen muchas incertidumbres y desvelos. D. Baldomero no había podido sustraerse a esa preocupación tan española de que los padres trabajen para que los hijos descansen y gocen. Recreábase aquel buen señor en la ociosidad de su hijo como un artesano se recrea en su obra, y más la admira cuanto más doloridas y fatigadas se le quedan las manos con que la ha hecho.

      Conviene decir también que el joven aquel no era derrochador. Gastaba, sí, pero con pulso y medida, y sus placeres dejaban de serlo cuando empezaban a exigirle algo de disipación. En tales casos era cuando la virtud le mostraba su rostro apacible y seductor. Tenía cierto respeto ingénito al bolsillo, y si podía comprar una cosa con dos pesetas, no era él seguramente quien daba tres. En todas las ocasiones, el desprenderse de una cantidad fuerte le costaba siempre algún trabajo, al contrario de los dadivosos que cuando dan parece que se les quita un peso de encima. Y como conocía tan bien el valor de la moneda, sabía emplearla en la adquisición de sus goces de una manera prudente y casi mercantil. Ninguno sabía como él sacar el jugo a un billete de cinco duros o de veinte. De la cantidad con que cualquier manirroto se proporciona un placer, Juanito Santa Cruz sacaba siempre dos.

      A fuer de hábil financiero, sabía pasar por generoso cuando el caso lo exigía. Jamás hizo locuras, y si alguna vez sus apetitos le llevaron a ciertas pendientes, supo agarrarse a tiempo para evitar un resbalón. Una de las más puras satisfacciones de los señores de Santa Cruz era saber a ciencia cierta que su hijo no tenía trampas, como la mayoría de los hijos de familia en estos depravados tiempos.

      Algo le habría gustado a D. Baldomero que el Delfín diera a conocer sus eximios talentos en la política. ¡Oh!, si él se lanzara, seguramente descollaría. Pero Barbarita le desanimaba. «¡La política, la política! ¿Pues no estamos viendo lo que es? Una comedia. Todo se vuelve habladurías y no hacer nada de provecho...». Lo que hacía cavilar algo a D. Baldomero II era que su hijo no tuviese la firmeza de ideas que él tenía, pues él pensaba el 73 lo mismo que había pensado el 45; es decir, que debe haber mucha libertad y mucho palo, que la libertad hace muy buenas migas con la religión, y que conviene perseguir y escarmentar a todos los que van a la política a hacer chanchullos.

      Porque Juan era la inconsecuencia misma. En los tiempos de Prim, manifestose entusiasta por la candidatura del duque de Montpensier. «Es el hombre que conviene, desengañaos, un hombre que lleva al dedillo las cuentas de su casa, un modelo de padre de familia». Vino D. Amadeo, y el Delfín se hizo tan republicano que daba miedo oírle. «La Monarquía es imposible; hay que convencerse de ello. Dicen que el país no está preparado para la República; pues que lo preparen. Es como si se pretendiera que un hombre supiera nadar sin decidirse a entrar en el agua. No hay más remedio que pasar algún


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