La Regenta. Leopoldo Alas

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La Regenta - Leopoldo Alas


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por dejarla muy holgada, ni se excedía en los picos de los cuellos, ni en las alas de los sombreros.

      Procuraba tener estilo indumentario para no parecerse a cualquier figurín. No creía en los sastres de Vetusta y ni unas trabillas compraba en su tierra. Nadie era sastre en su patria. En verano prefería los sombreros blancos, los chalecos claros y las corbatas alegres. La esencia del vestir bien estaba en la pulcritud y la corrección, y el peligro en la exageración adocenada. Era blanco, sonrosado, pero sin rastro de afeminamiento, porque tenía hermosa piel, buena sangre, mucha salud; las mujeres le alababan sobre todo la boca, dientes inclusive, la mano y el pie. Hasta en aquellos lugares donde el hombre suele perder todo encanto, porque es el deber, lograba conquistas verdaderas y de ello se pagaba no poco el Marquesito, que trataba con desdén a las queridas ganadas en buena lid, y con grandes miramientos y hasta cariño a las que le costaban su dinero. Su literatura se había reducido a la Historia de la prostitución por Dufour, a La Dama de las Camelias y sus derivados, con más algunos panegíricos novelescos de la mujer caída. Creía en el buen corazón de las que llamaba Bermúdez meretrices y en la corrupción absoluta de las clases superiores. Estaba seguro de que si no venía otra irrupción de Bárbaros, el mundo se pudriría de un día a otro. Lo lamentaba, pero lo encontraba muy divertido.

      Además, pensaba que el buen casado necesita haber corrido muchas aventuras. Él estaba destinado a cierta heredera tan escuálida como virtuosa, y había puesto por condición, para comprometer su mano, que le dejaran muchos años de libertad en la que se prepararía a ser un buen marido.

      La duda que le atormentaba y consultaba con Mesía era esta:

      —¿Debo casarme pronto para que mi mujer no llegue a mis brazos hecha una vieja? ¿Debo preferir tomarla vieja y ser libre más tiempo para disfrutar de otras lozanías?

      No pensaba él, por supuesto, abstenerse del amor adúltero en casándose: pero ¿y la comodidad? ¿y el andar a salto de mata, ocultándose como un criminal?

      Prefería seguir preparándose para ser un buen esposo.

      Después de Mesía, pocos seductores había tan afortunados como el Marquesito. La vanidad solía ayudarle en sus conquistas; no pocas mujeres se rendían al futuro marqués de Vegallana; pero otras veces, y esto era lo que él prefería, vencían sus ojos azules, suaves y amorosos, su manera de entender los placeres.

      —Para gozar—decía—las de treinta a cuarenta. Son las que saben más y mejor, y quieren a uno por sus prendas personales.

      Como una dama rica y elegante deja vestidos casi nuevos a sus doncellas, Mesía más de una vez dejaba en brazos de Paco amores apenas usados. Y Paco, por ser quien era el otro, los tomaba de buen grado. Tanto le admiraba.

      Paco era de mediana estatura y cogido del brazo de su amigo parecía bajo, porque Mesía era más alto que el buen mozo de Pernueces.

      —¿A dónde vamos?—preguntó Vegallana, queriendo provocar así la confidencia que esperaba.

      Don Álvaro se encogió de hombros.

      —Puede ser que esté ella en mi casa.

      —¿Quién?—Anita. ¡Bah! Don Álvaro sonrió, mirando con cariño paternal a Paco.

      Le cogió por los hombros y le atrajo hacia sí, mientras decía: —Muchacho, ¡tú eres l'enfant terrible ! ¡Qué ingenuidad! Pero ¿quién te ha dicho a ti?...

      —Estos. Y puso Paco dos dedos sobre los ojos.

      —¿Qué has visto? No puede ser. Yo estoy seguro de no haber sido indiscreto.

      —¿Y ella?—Ella... no estoy seguro de que sepa que me gusta.

      —¡Bah! Estoy seguro yo.... Y más; estoy seguro de que le gustas tú.

      Una mano de Mesía tembló ligeramente sobre el hombro de Vegallana.

      El Marquesito lo sintió, y vio en el rostro de su amigo grandes esfuerzos por ocultar alegría. Los ojos fríos del dandy se animaron. Chupó el cigarro y arrojó el humo para ocultar con él la expresión de sus emociones.

      Anduvieron algunos pasos en silencio.

      —¿Qué has visto tú... en ella?

      —¡Hola, hola! Parece que pica.

      —¡Ya lo creo! ¿Y dónde creerás que pica?

      Vegallana se volvió para mirar a Mesía.

      Este señaló el corazón con ademán joco-serio.

      —¡Puf!—hizo con los labios Paco.

      —¿Lo dudas?—Lo niego.—No seas tonto. ¿Tú no crees en la posibilidad de enamorarse?

      —Yo me enamoro muy fácilmente....

      —No es eso.—¿Y te pones colorado?—Sí; me da vergüenza, ¿qué quieres? Esto debe de ser la vejez.—Pero, vamos a ver, ¿qué sientes?

      Mesía explicó a Paco lo que sentía. Le engañó como engañaba a ciertas mujeres que tenían educación y sentimientos semejantes a los del Marquesito. La fantasía de Paco, sus costumbres, la especial perversión de su sentido moral le hacían afeminado en el alma en el sentido de parecerse a tantas y tantas señoras y señoritas, sin malos humores, ociosas, de buen diente, criadas en el ocio y el regalo, en medio del vicio fácil y corriente.

      Era muy capaz de un sentimentalismo vago que, como esas mujeres, tomaba por exquisita sensibilidad, casi casi por virtud. Pero esta virtud para damas se rige por leyes de una moral privilegiada, mucho menos severa que la desabrida moral del vulgo. Paco, sin pensar mucho en ello, y sin pensar claramente, esperaba todavía un amor puro, un amor grande, como el de los libros y las comedias; comprendía que era ridículo buscarlo y se declaraba escéptico en esta materia; pero allá adentro, en regiones de su espíritu en que él entraba rara vez, veía vagamente algo mejor que el ordinario galanteo, algo más serio que los apetitos carnales satisfechos y la vanidad contenta. Necesitaba para que todo eso saliera a la superficie, para darse cuenta de ello, que fantasía más poderosa que la suya provocase la actividad de su cerebro; la elocuencia de Mesía, insinuante, corrosiva, era el incentivo más a propósito. En un cuarto de hora, empleado en recorrer calles y plazuelas, don Álvaro hizo sentir al otro aquellos algos indefinidos del amor dosimétrico, que era la más alta idealidad a que llegaba el espíritu del Marquesito.

      «Sí, todo aquello era puro. Se trataba de una mujer casada, es verdad; pero el amor ideal, el amor de las almas elegantes y escogidas no se para en barras. En París, y hasta en Madrid, se ama a las señoras casadas sin inconveniente. En esto no hay diferencia entre el amor puro y el ordinario».

      Importaba mucho al jefe del partido liberal dinástico de Vetusta que Paquito le creyera enamorado de aquella manera sutil y alambicada. Si se convencía de la pureza y fuerza de esta pasión, le ayudaría no poco. La amistad entre los Vegallana y la Regenta era íntima. Paco jamás había dicho una palabra de amor a su amiga Anita, y esta le estimaba mucho; lo poco expansiva que era ella con Paco lo había sido mejor que con otros; en la casa del Marqués, además, se la podía ver a menudo; en otras casas pocas veces. Si Mesía quería conseguir algo, no era posible prescindir de Paquito. Supongamos que Ana consentía en hablar con don Álvaro a solas, ¿dónde podía ser? ¿En casa del Regente? Imposible, pensaba el seductor; esto ya sería una traición formal, de las que asustan más a las mujeres; semejantes enredos no podía admitirlos la Regenta: por lo menos al principio. La casa de Paco era un terreno neutral; el lugar más a propósito para comenzar en regla un asedio y esperar los acontecimientos. Don Álvaro lo sabía por larga experiencia. En casa de Vegallana había ganado sus más heroicas victorias de amor. Su orgullo le aconsejaba que no hiciera en favor de Ana Ozores una excepción que a todo Vetusta le parecería indispensable.

      Por lo mismo, quería él vencer allí para que vieran.

      Había de ser en el salón amarillo, en el célebre salón amarillo. ¿Qué sabía Vetusta de estas cosas? Tan mujer era la Regenta como las demás;


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