Obras de Jack London. Jack London

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Obras de Jack London - Jack London


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      -Te traigo buenas nuevas -dijo saludando el misionero.

      -¿,Quién ha sido el que te ha enviado? -preguntó el Buli sorda y pausadamente.

      -Dios.

      -Ese nombre es nuevo en Viti Levu -replicó el Buli-. ¿De qué islas, pueblos o chozas es jefe ese que tú dices?

      -Es el jefe de todas las islas, pueblos, chozas y mares -contestó solemnemente Starhurst-. Es el supremo dueño y señor de cielo y tierra, y yo he venido aquí a traerte su palabra.

      -¿Me envía por tu conducto dientes de ballena? -replicó insolentemente el Buli.

      -No; pero mucho más valioso que los dientes de ballena es...

      -Entre jefes esa es la costumbre -interrumpió el Buli-. Tu jefe o es un negro despreciable o tú eres un gran idiota, por haberte atrevido a venir a estas montañas con las manos vacías. Mira, fíjate: otro mucho más generoso ha venido a verme antes que tú.

      Y diciendo esto, le mostró el diente de ballena que acababa de aceptar de manos de Erirola. Narau empezó a desfallecer y a sentirse angustiado.

      -Es el diente de ballena de Ra Vatu -le dijo al oído a Starhurst-. Lo conozco muy bien, y ahora sí que no tenemos salvación.

      -Un obsequio muy estimable -contestó el misionero pasándose la mano por sus largas barbas y ajustándose las gafas-. Ra Vatu se las ha arreglado de modo que seamos bien recibidos.

      Pero Narau no las tenía todas consigo y disimuladamente empezó a alejarse de Starhurst, olvidando sus promesas de fidelidad hechas al empezar la temeraria aventura.

      -Ra Vatu será lotu dentro de muy poco tiempo -empezó a decir el misionero-, y yo he venido a que tú también te hagas lotu.

      -No necesito nada de ti -contestó orgullosamente el Buli- y es mi decisión que mueras hoy mismo.

      El Buli hizo una seña a uno de sus montañeses, quien avanzó haciendo filigranas en el aire con su maza de guerra. Narau, viendo el pleito perdido, corrió a ocultarse entre unas chozas donde estaban las mujeres y los chicos; pero John Starhurst se abalanzó hacia su ejecutor por debajo de la maza y consiguió rodearle el cuello con sus brazos. En esta ventajosa posición comenzó a argumentarle. Defendía su vida, ya lo sabía, pero la defendía sin nerviosidades ni miedo.

      -Cometerás un pecado muy grande si me matas -decía a su verdugo-. Yo no te he hecho ningún daño ni a ti ni al Buli.

      Tan bien agarrado estaba al cuello del montañés, que los demás no se atrevían a dejar caer sus mazas por miedo a equivocarse de cabeza.

      -Soy John Starhurst -continuó con calma-. He estado trabajando tres años, sin aceptar remuneración alguna, en las islas Fidji. He venido aquí para el bien de ustedes, ¿por qué me quieren matar? Mi muerte no beneficiará a ningún hombre.

      El Buli echó una mirada a su diente de ballena. Estaba bien pagada la muerte del misionero. Éste se encontraba rodeado de una masa de salvajes desnudos que hacían grandes esfuerzos por acercarse a la presa. El cantó fúnebre predecesor del banquete de carne humana empezó a dejarse oír, adquiriendo tales tonalidades que ahogaban por completo la voz del misionero. Tan hábilmente plegaba éste su cuerpo al del montañés, que no había medio de asestarle el golpe de gracia.

      Erirola sonreía y el Buli se exasperaba.

      -¡Fuera ustedes! -gritó-. Heroica historia para que la vayan contando por la costa una docena de hombres como ustedes, y un misionero sin armas tan débil como una mujer puede más que todos juntos.

      -¡Oh, gran Buli, y podré más que tú también! -gritó Starhurst, dominando a duras penas el griterío de los salvajes-. Mis armas son la Verdad y la Justicia, y no hay hombre que las resista.

      -Ven hacia mí entonces -contestó el Buli-. La mía no es más que una pobre y miserable maza de guerra, y, según tú dices, no es capaz de vencerte.

      El grupo separose de él, y John Starhurst quedó solo frente al Buli, que se apoyaba en su enorme y nudosa maza guerrera.

      -Ven hacia mí, hombre misionero, y vénceme -gritaba el rey de las montañas, desafiándolo.

      -Aun así, te venceré -contestó John, limpiando los cristales de sus gafas y guardándolas cuidadosamente mientras avanzaba.

      El Buli levantó la maza.

      -En primer lugar, te diré que mi muerte no te proporcionará provecho alguno.

      -Dejo la respuesta a mi maza -contestó el Buli.

      Y a cada tema que el misionero tocaba, respondía en la misma forma, sin dejar de observarle con atención para prevenirse del habilidoso abrazo. Entonces, y únicamente entonces, comprendió John Starhurst que su muerte era inevitable; pero llevado de su arraigada fe, se arrodilló y empezó a invocar al cielo, como si esperase algún milagro:

      -Perdónalos, que no saben lo que hacen -decía como si estuviese en contacto con la Divinidad-. ¡Dios mío, ten compasión de Fidji! ¡Oh Jehovah, óyenos! ¡Por Él, por tu hijo, compadécete de Fidji! ¡Tú eres grande y Todopoderoso para salvarlos! ¡Sálvalos, oh Dios mío! ¡Salva a los pobres caníbales de Fidji!

      El Buli, impaciente, dijo:

      -Ahora te voy a contestar.

      Levantó la maza sobre la cabeza del misionero, asiéndola con las dos manos. Narau, que estaba escondido, oyó el golpe del mazo contra la cabeza y se estremeció intensamente.

      Después, la salvaje y fúnebre sinfonía volvía a resonar en las montañas, y comprendió Narau que su amado maestro había muerto y que su cuerpo era arrastrado a la hoguera para ser condimentado. Escuchó y percibió las palabras de la fúnebre canción:

      ¡Arrástrame suavemente, arrástrame suavemente!

      ¡Soy el campeón de mi patria!

      ¡Da las gracias, da las gracias!

      A continuación, una sola voz cantaba:

      ¿Dónde está el hombre valiente?

      Cien voces contestaban a coro:

      ¡Será arrastrado a la hoguera y asado!

      Y cantaba de nuevo la voz que había interrogado:

      ¿Dónde está el hombre cobarde?

      Y las cien voces vociferaban:

      ¡Se ha ido a contarlo, se ha ido a contarlo!

      Narau gemía angustiado. Las palabras de la canción salvaje eran ciertas. Él era el cobarde; ya no le restaba más que huir, correr... ir a contar lo sucedido.

      (

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