Franz Kafka: Obras completas. Franz Kafka

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Franz Kafka: Obras completas - Franz Kafka


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Debía hacer un esfuerzo para no olvidar que se trataba de una colonia penitenciaria, que requería medidas extraordinarias de seguridad, y donde la disciplina debía ser exagerada hasta el extremo. Pero, por otra parte, pensaba en el nuevo comandante que evidentemente proyectaba introducir, aunque poco a poco, un nuevo sistema de procedimientos; estrecha mentalidad que este oficial no podía prender. Estos pensamientos le hicieron preguntar:

      —¿El comandante asistirá a la ejecución?

      —No es seguro —dijo el oficial, dolorosamente impresionado por una pregunta tan directa, mientras su expresión amistosa se desvanecía—. Por eso mismo debemos darnos prisa. En consecuencia, aunque lo siento muchísimo, me veré obligado a simplificar mis explicaciones. Pero mañana, cuando hayan limpiado nuevamente el aparato (su única falla consiste en que se ensucia mucho), podré seguir explayándome con más detalles. Reduzcámonos entonces por ahora a lo más indispensable. Una vez que el hombre está acostado en la Cama, y ésta comienza a vibrar, la Rastra desciende sobre su cuerpo. Se regula automáticamente, de modo que apenas roza el cuerpo con la punta de las agujas; en cuanto se establece el contacto, la cinta de acero se convierte inmediatamente en una barra rígida. Y entonces empieza la función. Una persona que no esté al tanto, no advierte ninguna diferencia entre un castigo y otro. La Rastra parece trabajar uniformemente. Al vibrar, rasga con la punta de las agujas la superficie del cuerpo, estremecido a su vez por la Cama. Para permitir la observación del desarrollo de la sentencia, la Rastra ha sido construida de vidrio. La fijación de las agujas en el vidrio originó algunas dificultades técnicas, pero después de diversos experimentos solucionamos el problema. Le diré que no hemos escatimado esfuerzos. Y ahora cualquiera puede observar, a través del vidrio, cómo va tomando forma la inscripción sobre el cuerpo. ¿No quiere acercarse a ver las agujas?

      El explorador se levantó lentamente, se acercó y se inclinó sobre la Rastra.

      —Como usted ve —dijo el oficial—, hay dos clases de agujas, dispuestas de diferente modo. Cada aguja larga va acompañada por una más corta. La larga se reduce a escribir, y la corta arroja agua, para lavar la sangre y mantener legible la inscripción. La mezcla de agua y sangre corre luego por pequeños canalículos, y finalmente desemboca en este canal principal, para verterse en el hoyo, a través de un caño de desagüe.

      El oficial mostraba con el dedo el camino exacto que seguía la mezcla de agua y sangre. Mientras él, para hacer lo más gráfica posible la imagen, formaba un cuenco con ambas manos en la desembocadura del caño de salida, el explorador alzó la cabeza y trató de volver a su asiento, tanteando detrás de sí con la mano. Vio entonces con horror que también el condenado había obedecido la invitación del oficial para ver más de cerca la disposición de la Rastra. Con la cadena había arrastrado un poco al soldado adormecido, y ahora se inclinaba sobre el vidrio. Se veía cómo su mirada insegura trataba de percibir lo que los dos señores acababan de observar, y cómo, faltándole la explicación, no comprendía nada. Se agachaba aquí y allá. Sin cesar, su mirada recorría el vidrio. El explorador trató de alejarlo, porque lo que hacía era probablemente punible. Pero el oficial lo retuvo con una mano, con la otra cogió del parapeto un terrón, y lo arrojó al soldado. Este se sobresaltó, abrió los ojos, comprobó el atrevimiento del condenado, dejó caer el rifle, hundió los talones en el suelo, arrastró de un tirón al condenado, que inmediatamente cayó al suelo, y luego se quedó mirando cómo se debatía y hacia sonar las cadenas.

      —¡Póngalo de pie! —gritó el oficial, porque advirtió que el condenado distraía demasiado al explorador. En efecto, éste se haba inclinado sobre la Rastra, sin preocuparse mayormente por su funcionamiento, y sólo quería saber qué ocurría con el condenado.

      —¡Trátelo con cuidado! —volvió a gritar el oficial.

      Luego corrió en torno del aparato, cogió personalmente al condenado bajo las axilas, y aunque éste se resbalaba constantemente, con la ayuda del soldado lo puso de pie.

      —Ya estoy al tanto de todo —dijo el explorador, cuando el oficial volvió a su lado.

      —Menos de lo más importante —dijo éste, tomándolo por un brazo y señalando hacia lo alto—. Allá arriba, en el Diseñador, está el engranaje que pone en movimiento la Rastra; dicho engranaje es regulado de acuerdo a la inscripción que corresponde a la sentencia. Todavía utilizo los diseños del antiguo comandante. Aquí están —y sacó algunas hojas del portafolio del cuero—, pero por desgracia no puedo dárselos para que los examine; son mi más preciosa posesión. Siéntese, yo se los mostraré desde aquí, y usted podrá ver todo perfectamente.

      Mostró la primera hoja. El explorador hubiera querido hacer alguna observación pertinente, pero sólo vio líneas que se cruzaban repetida y laberínticamente, y que cubrían en tal forma el papel que apenas podían verse los espacios en blanco que las separaban.

      —Lea —dijo el oficial.

      —No puedo —dijo el explorador.

      —Sin embargo, está claro —dijo el oficial.

      —Es muy ingenioso —dijo el explorador evasivamente—, pero no puedo descifrarlo.

      —Sí —dijo el oficial, riendo y guardando nuevamente el plano—, no es justamente caligrafía para escolares. Hay que estudiarlo largamente. También usted terminaría por entenderlo, estoy seguro. Naturalmente, no puede ser una inscripción simple; su fin no es provocar directamente la muerte, sino después de un lapso de doce horas, término medio; se calcula que el momento crítico tiene lugar a la sexta hora. Por lo tanto, muchos, muchísimos adornos rodean la verdadera inscripción; ésta sólo ocupa una estrecha faja en torno del cuerpo; el resto se reserva a los embellecimientos. ¿Está ahora en condiciones de apreciar la labor de la Rastra, y de todo el aparato? ¡Fíjese! —y subió de un salto la escalera, e hizo girar una rueda—. ¡Atención, hágase a un lado!

      El conjunto comenzó a funcionar. Si la rueda no hubiera chirriado, habría sido maravilloso. Como si el ruido de la rueda lo hubiera sorprendido, el oficial la amenazó con el puño, luego abrió los brazos, como disculpándose ante el explorador, y descendió rápidamente, para observar desde abajo el funcionamiento del aparato. Todavía había algo que no andaba, y que sólo él percibía; volvió a subir, buscó algo con ambas manos en el interior del Diseñador, se dejó deslizar por una de las barras, en vez de utilizar la escalera, para bajar más rápidamente, y exclamó con toda su voz en el oído del explorador, para hacerse oír en medio del estrépito:

      —¿Comprende el funcionamiento? La Rastra comienza a escribir; cuando termina el primer borrador de la inscripción en el dorso del individuo, la capa de algodón gira y hace girar el cuerpo lentamente sobre un costado pera dar más lugar a la Rastra. Al mismo tiempo, las partes ya escritas se apoyan sobre el algodón, que gracias a su preparación especial contiene la emisión de sangre y prepara la superficie para seguir profundizando la inscripción. Luego, a medida que el cuerpo sigue girando, estos dientes del borde de la Rastra arrancan el algodón de las heridas, lo arrojan al hoyo, y la Rastra puede proseguir su labor. Así sigue inscribiendo, cada vez más hondo, las doce horas. Durante las primeras seis horas, el condenado se mantiene casi tan vivo como al principio, sólo sufre dolores. Después de dos horas, se le quita la mordaza de fieltro, porque ya no tiene fuerzas para gritar. Aquí, en este recipiente calentado eléctricamente, junto a la cabecera de la Cama, se vierte pulpa caliente de arroz, para que el hombre se alimente, si así lo desea, lamiéndola con la lengua. Ninguno desdeña esta oportunidad. No sé de ninguno, y mi experiencia es vasta. Sólo después de seis horas desaparece todo deseo de comer. Generalmente me arrodillo aquí, en ese momento, y observo el fenómeno. El hombre no traga casi nunca el último bocado, sólo lo hace girar en la boca, y lo escupe en el hoyo. Entonces tengo que agacharme, porque si no me escupiría en la cara. ¡Qué tranquilo se queda el hombre después de la sexta hora! Hasta el más estólido comienza a comprender. La comprensión se inicia en torno de los ojos. Desde allí se expande. En ese momento uno desearía colocarse con él bajo la Rastra. Ya no ocurre más nada; el hombre comienza solamente a descifrar la inscripción, estira los labios hacia afuera, como si escuchara. Usted ya ha visto que no es fácil descifrar la inscripción con los ojos; pero nuestro hombre la descifra con sus


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