Franz Kafka: Obras completas. Franz Kafka

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Franz Kafka: Obras completas - Franz Kafka


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para él el haber sido echado por una muchacha que seguramente se había pasado la mayor parte de su vida aprendiendo tretas de lucha romana? Para colmo, quizá fuera Mack quien le había enseñado. Que se lo contara todo, pues; ése seguramente sería comprensivo, esto Karl lo sabía, aunque jamás había tenido oportunidad de comprobarlo prácticamente. Mas Karl sabía también que si Mack le enseñase a él, sus progresos serían mucho mayores aún que los de Klara; entonces algún día volvería allí, muy probablemente sin ser invitado, examinaría primero el lugar, claro está, el lugar cuyo conocimiento exacto había sido una gran ventaja para Klara, tomaría luego a esa misma Klara y batiendo con ella ese diván, sobre el cual ella lo había arrojado hoy, sacudiría el polvo.

      Entonces sólo se trataba de encontrar el camino de regreso a la sala, donde por otra parte, seguramente por causa de su primera distracción, había dejado su sombrero en algún sitio inconveniente. Por cierto que llevaría con él la vela, pero ni aún así, con luz, sería fácil orientarse. Por ejemplo, ni siquiera sabía si su cuarto estaba situado en la misma planta que la sala. Mientras venían, Klara lo había arrastrado constantemente, tanto que ni había podido volverse. El señor Green y los sirvientes portadores de candelabros también le habían dado que pensar; en pocas palabras, ahora, efectivamente, ni siquiera sabía si habían pasado por una o por dos o por ninguna escalera. A juzgar por la vista que ofrecía, su aposento estaba situado bastante alto y Karl, por lo tanto, trataba de imaginar que habían recorrido escaleras, mas ya para llegar a la puerta principal de la casa había sido necesario subir escaleras y además, ¿por qué no había de ser más elevado este frente de la casa? ¡Pero si al menos, en alguna parte del pasillo, se hubiera podido vislumbrar la menor claridad que saliese de alguna puerta, o si se hubiera oído, por apagada que fuese, una voz lejana!

      Su reloj de bolsillo, un regalo de su tío, señalaba las once; cogió la vela y salió al pasillo. Dejó abierta la puerta para poder al menos volver a encontrar su cuarto en el caso de resultar vana su búsqueda y luego, en caso de extrema necesidad, la puerta del cuarto de Klara. Para mayor seguridad apoyó una silla contra la puerta, a fin de que no se cerrase por sí sola.

      En el pasillo surgió el inconveniente de que en dirección a Karl —naturalmente se dirigió hacia la izquierda alejándose de la puerta de Klara— soplaba una corriente de aire que, aunque muy débil, hubiera podido apagar la vela fácilmente, de manera que Karl tuvo que proteger la llama con la mano deteniéndose además a menudo para que se recobrara la llama sofocada. Avanzaba lentamente, por lo que el camino le pareció doblemente largo. Karl había pasado ya por largos trechos de paredes que carecían totalmente de puertas; no podía uno imaginarse qué había tras ellas. Luego, sucedíanse las puertas unas tras otras; trató de abrir varias, pero estaban cerradas y por lo visto deshabitados los cuartos. Aquello era un despilfarro sin par del espacio, y Karl pensó en los alojamientos del este neoyorquino que el tío prometió mostrarle, y donde en una pequeña habitación, según se decía, moraban varias familias y donde el rincón de un cuarto constituía el hogar de una familia, rincón en el cual los niños se agrupaban en torno de sus padres. Y aquí había, en cambio, tantos cuartos que permanecían desocupados y sólo servían para sonar a hueco cuando se golpeaban sus puertas.

      El señor Pollunder le pareció a Karl un hombre desviado, descaminado por falsos amigos, loco por su hija y echado a perder por ello. Sin duda el tío lo juzgaba como correspondía, y sólo su principio de no influir sobre el criterio que Karl se formaba de la gente era culpable de aquella visita, de aquellas andanzas por los pasillos. Esto Karl se lo diría al día siguiente a su tío, sin más, pues de acuerdo con sus principios el tío escucharía también el juicio del sobrino sobre él mismo, gustosa y tranquilamente. Por otra parte, ese principio era quizá lo único que a Karl le disgustaba en su tío, y ni aun ese desagrado era absoluto.

      Súbitamente terminó una de las paredes del pasillo y vino a ocupar su lugar una balaustrada de mármol, fría como el hielo. Colocó Karl la vela a su lado y se asomó cautelosamente. Una ráfaga de oscura vacuidad sopló a su encuentro. Si aquello era el salón principal de la casa —a la luz de la bujía apareció un trozo de abovedado cielo raso—, ¿por qué entonces no habían entrado ellos por este salón o vestíbulo? ¿Para qué, sí, para qué podía servir aquel recinto grande y profundo? Uno se encontraba allí arriba como en la galería de una iglesia. Casi lamentaba Karl no poder quedarse hasta el día siguiente; le hubiera gustado hacerse conducir a todas partes por el señor Pollunder y que le ilustraran acerca de todas las cosas.

      Por lo demás, no era muy larga la balaustrada y pronto fue acogido Karl de nuevo por el pasillo cerrado. En un recodo repentino del pasillo dio Karl con todo su cuerpo contra el muro y sólo el cuidado ininterrumpido con que la sostenía salvó la vela, felizmente, de caer o de apagarse. Puesto que el pasillo no acababa nunca, que en ninguna parte se veía una ventana que permitiese una mirada al exterior, que nada se movía ni en lo alto ni en lo bajo, llegó a pensar Karl que se hallaba girando continuamente en un mismo pasillo circular y esperó encontrar, acaso, la puerta abierta de su cuarto; pero no volvió a encontrar ni ésta ni la balaustrada. Hasta entonces Karl se había abstenido de llamar en voz alta, pues no quería provocar un alboroto en casa ajena y a hora tan avanzada. Pero finalmente comprendió que no sería del todo injustificado hacerlo, en aquella casa exenta de alumbrado, y precisamente se disponía a gritar hacia ambos lados del pasillo un retumbante «¡hola!» cuando al mirar hacia atrás, divisó una lucecilla que se aproximaba. Sólo entonces pudo estimar la longitud de aquel pasillo rectilíneo; la mansión era una fortaleza, no una quinta. Tan grande fue la alegría de Karl con motivo de aquella luz salvadora que, olvidando toda precaución corrió hacia ella; al dar los primeros saltos ya se apagó su vela. Pero él no le dio importancia: venía a su encuentro un viejo sirviente con un farol y éste ya le indicaría el buen camino.

      —¿Quién es usted? —preguntó el sirviente acercando el farol a la cara de Karl e iluminando así al mismo tiempo la suya propia. Su rostro apareció un poco rígido por estar encuadrado en una barba cerrada, grande y blanca, que le llegaba en sedosos rizos hasta el pecho.

      «Leal sirviente ha de ser éste ya que se le permite gastar semejante barba», pensó Karl contemplándola fijamente en toda su extensión y sin sentirse molesto por el hecho de que él mismo fuese observado. Por lo demás respondió en seguida que él era huésped del señor Pollunder, que deseaba ir de su cuarto al comedor y que no podía encontrarlo.

      —¡Ah, sí! —dijo el sirviente—, todavía no hemos instalado la luz eléctrica.

      —Lo sé —dijo Karl.

      —¿No quiere usted encender su vela en mi farol? —preguntó el sirviente.

      —Por cierto —dijo Karl haciéndolo.

      —Hay tantas corrientes de aire aquí en los pasillos —dijo el sirviente—; la vela se apaga fácilmente, por eso llevo yo un farol.

      —Sí, un farol resulta mucho más práctico —dijo Karl.

      —Claro, ya está usted completamente salpicado por el sebo de la vela —dijo el sirviente recorriendo con la luz de la bujía el traje de Karl.

      —¡Pues no lo había notado! —exclamó Karl, y lo lamentó mucho, ya que se trataba de un traje negro del que su tío había dicho que le quedaba mejor que ninguno. Tampoco —acordóse entonces— le habría aprovechado al traje aquella riña con Klara.

      El sirviente fue bastante amable y se puso a limpiar el traje en cuanto esto era posible, es decir, a la ligera; Karl giraba delante de él, una y otra y otra vez, mostrándole, aquí o allá, alguna mancha más que el sirviente quitaba obedientemente.

      —¿Por qué, en realidad, hay aquí tantas corrientes de aire? —preguntó Karl una vez que siguieron andando.

      —Porque todavía queda aquí mucho por edificar —dijo el sirviente—; por cierto se ha comenzado ya con los trabajos de reconstrucción, pero esto marcha muy lentamente. Ahora para colmo están en huelga los obreros de la construcción, como usted tal vez sepa. Muchos disgustos causa una obra semejante. Ahora se han abierto por ahí algunas brechas grandes que nadie cierra y la corriente de aire atraviesa toda la casa. Si yo no tuviera los oídos tapados con


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