Julio Camba: Obras 1916-1923. Julio Camba

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Julio Camba: Obras 1916-1923 - Julio Camba


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valía la pena de ir al cielo; pero ahora aquello será una especie de boarding-house inglés. El clima seguirá siendo agradable; pero el régimen alimenticio dejará mucho que desear.

      La marca inglesa.— Siempre isleños.— Un inglés es un inglés.— Un español en París.— La Humanidad futura.— Ingleses y no ingleses.

      Todos los productos de la industria inglesa se caracterizan por su aspecto finished. El inglés no deja nunca las cosas a medio hacer; cuando empieza una la acaba, y la acaba completamente, de tal modo, que una cosa acabada en Londres parece mucho más acabada que si la hubiesen acabado, por ejemplo, en París. Así, los objetos más insignificantes tienen aquí un aspecto rotundo y definitivo. Un paraguas francés, pongamos por caso, no es nunca completamente un paraguas; es un término medio entre el paraguas y la sombrilla, y, generalmente, sirve para el adorno de las señoras o para la continencia de las caballeros. Aquel francés que, viendo el cielo nubarrado, dejó el paraguas en su casa temiendo que se le mojase, procedió con muy buen sentido. En cambio, un paraguas inglés está exclusivamente organizado para defender al hombre contra la lluvia, y es inútil que se pretenda darle otra aplicación. Los ingleses no sacan el paraguas nada más que cuando llueve o cuando presumen que puede llover.

      Todas las cosas inglesas están perfectamente rematadas; pero ninguna lo está tanto como el inglés mismo. Un inglés es un inglés, y no podrá ser otra cosa. Aunque viva medio siglo en el extranjero seguirá siendo inglés. Si tiene hijos fuera de Inglaterra, estos hijos serán tan ingleses como él. Si estos hijos tienen a su vez otros hijos, también saldrán ingleses. El inglés es un producto admirablemente irreductible. Ahora estamos en verano. Los ingleses salen de Inglaterra y se van por ahí. Se van a España, a Italia, a Egipto; invaden las playas elegantes; recorren medio mundo. Examínenlos ustedes. Van vestidos de ingleses y se les conoce a la legua. Allí donde llegan se organizan en una colonia aparte y hacen una vida completamente inglesa. Por el día, juegan al polo, al criquet, al lawn-tennis; por la noche, al bridge y whist. A las cinco de la tarde toman su té. En Sevilla o en Granada, en San Sebastián, en Ostende o en Trouville, en El Cairo o en Constantinopla, están como pudieran estar en Oxford Street.

      En todas las villes d’eau francesas hay una colonia extranjera; en ella se mezclan rusos, españoles, sudamericanos y jóvenes turcos; los ingleses no pertenecen nunca a la colonia extranjera de ninguna parte. ¡Extranjero! He ahí un término vago y genérico con el que nunca se podrá definir a un inglés. Un inglés, en cualquier país donde se encuentre, es mucho más que un extranjero: es un inglés. Así, en todos los balnearios de buen tono hay una colonia extranjera que comprende a gentes de todo el mundo, y una colonia inglesa que no tiene nada que ver con la colonia extranjera.

      Los españoles, los franceses, los mismos alemanes llegan a cualquier lado y se adaptan. No hablemos de Tartarín, que se pone un fez y unos pantalones bombachos para desembarcar en Argel, donde ya nadie usa esas prendas. Yo he conocido aquí a alemanes que, después de algunos años de residencia, se han identificado completamente con las costumbres del país. Los he conocido también en Francia, igualmente identificados con el medio, a pesar de la hostilidad general que encuentran en él. El alemán se entrega, a la larga o a la corta, y eso que Alemania es grande, fuerte, rica y que tiene mucho orgullo. El inglés no se entrega nunca.

      No. Nunca. Un inglés es un inglés. Está hecho para ser inglés y no puede ser otra cosa. Se es más o menos francés, más o menos español, más o menos alemán, más o menos ruso… En España nos decimos frecuentemente: «Yo soy muy español». «Yo soy tan español como el que más». «Usted es muy poco español». Como ustedes ven, en esto del españolismo hay grados. Nuestros padres no han sabido nunca hacer las cosas completamente, y al hacernos españoles no nos han concluido. ¿De cuándo acá a un inglés se le ocurrirá decir que es muy inglés? Es inglés, como una bola es redonda. Lo es de un modo categórico. Es inglés definitivamente.

      Un inglés solo, en un país extranjero, está en muy malas condiciones para la lucha, porque no sabrá nunca adaptarse al medio. En este sentido le ganará siempre el español, o el francés, o el italiano, o el ruso. Un inglés no sirve más que para hacer de inglés, y en cuanto tenga que hacer de otra cosa sucumbirá. Esta inferioridad individual de los ingleses es, sin embargo, la base de su gran superioridad nacional. ¿Qué importa que un inglés sucumba por adaptación? Así no se podrá decir que Inglaterra ha perdido carácter en ninguno de sus hijos.

      Yo he visto en París cómo una porción de españoles se iban, poco a poco, conformando al medio, cómo comenzaban a ganar su vida, cómo llegaban a dominar las erres y cómo se les desarrollaba en el mentón una perilla de corte galo. Ya en plena posesión de la perilla y de la erre, que él sonaba a su gusto, con una perfecta seguridad, uno de ellos me dijo un día que había conquistado París.

      —No —le contesté yo—. Es París el que le ha conquistado a usted.

      Discutimos un rato.

      —En fin. El caso es que yo me guardo el dinero de los franceses.

      —Pero, a cambio de ese dinero, los franceses le compran a usted.

      —Yo tengo una novia francesa.

      —Esa novia le dará a usted hijos franceses. Su hogar de usted será un hogar francés.

      Por último, le apostrofé su erre y su perilla, y le dije:

      —Usted está completamente influido por Francia. Es usted como una parte de España que nos hubieran ganado los franceses.

      Yo ya sé que estas cosas no se pueden evitar. Cada día las diferencias esenciales entre los pueblos irán siendo menores, por razón de estas causas:

      Primera. La rapidez de comunicaciones.

      Segunda. El intercambio comercial.

      Tercera. La identidad de la cocina.

      Cuarta. El intercambio de placeres (españolas en Montmartre, francesas en la Bombilla, etcétera).

      Y llegará un momento en el que la Humanidad se dividirá en dos únicas clases: a un lado, la Humanidad propiamente dicha, y al otro, los ingleses, que seguirán en su isla comiendo rosbif y hablando inglés.

      El león perjudicado.

      Mister James Ambrose Tallon, domador de leones, ha estado a punto de entrar en la cárcel o de pagar una fuerte multa por malos tratos a un león. Parece que mister Tallon le dio al león un puñetazo en un ojo; la Sociedad Protectora de animales se ha indignado. ¡El pobre león! ¡Se necesita tener mala sangre para hacerle sufrir! ¡Con lo delicados que son esos animalitos…! ¿Qué persona de buenos sentimientos osaría hacerle daño a un león? ¿Es que el lector, encerrado con un león en una jaula, sería capaz de exasperarle? Seguramente que no. Le daría mucha pena…

      Yo comparto con la Sociedad Protectora de animales ese sentimiento de piedad para los leones de circo. Me da mucha lástima ver a uno de estos reyes de la fuerza que en sus últimos días tienen que ganarse la vida haciendo volatines. Un león de circo es para mí algo semejante a esos viejos demagogos españoles que, en el Congreso o el mitin, sacan todavía, de cuando en cuando, una cara feroz, circundada de barbas, y rugen de un modo espantoso. El domador, o el jefe del Gobierno, hace restallar el látigo. Hay un estremecimiento en la galería. Sin embargo, los acostumbrados a este espectáculo no nos dejamos emocionar fácilmente. Sabemos muy bien que el peligro no es tan grande y que el trabajo del domador no tiene tanto mérito. En los tiempos de su romántica juventud, los leones que ahora vemos en el circo, y los demagogos que contemplamos en el Congreso, rugían tal vez con espontaneidad. Actualmente rugen por principio, y lo más probable es que alguien les ayude entre bastidores soplando en un tubo de quinqué.

      Una corrida de toros es un espectáculo mil veces superior al que nos ofrece un domador en la jaula


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