Julio Camba: Obras 1916-1923. Julio Camba

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Julio Camba: Obras 1916-1923 - Julio Camba


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de pasado. Ahora comienzan a llevarse también los venerables monumentos de Europa. Aguardar a que los rascacielos envejezcan y se arruinen por sí mismos es una cosa muy larga. Más vale comprar los edificios ya arruinados, ya cubiertos de pátina, y colocarlos inmediatamente bajo la bandera de la Unión.

      Dentro de algunos años no quedará en Europa ni una sola ruina. Todo estará en

      América. Entonces habrá que ir allí en peregrinación artística, como ahora se va a Italia. Los Estados Unidos serán el pueblo más evocador, más lleno de recuerdos del mundo. ¡Ah, esos yanquis! «Nosotros no comprendemos la palabra imposible», suelen decir. Todo lo hacen, todo lo obtienen, todo lo vencen con la voluntad y con el dinero. Lo improvisan todo en media hora. ¡Hasta un pasado de siglos!

      España es feliz.

      Ayer, en uno de los restaurants más elegantes de Londres, una señora, disgustada por el servicio, se puso a protestar:

      —Esto es un antro, una cueva. No se puede venir aquí.

      El camarero se lo dijo al gerente, el gerente se acercó a la señora y la rogó que abandonara el local. La señora, indignada, no quiso obedecer. Acto continuo compareció el portero, uno de estos porteros ingleses, formidables e implacables como el Destino. El portero cogió a la señora por la cintura, y la arrastró hasta la puerta. La señora gritaba, arañaba, pataleaba. El salón estaba lleno de gentlemen, que contemplaban la escena con una vaga curiosidad.

      Yo me encontraba en el establecimiento con un amigo español.

      —Pero ¿nadie toma aquí la defensa de esa señora? —me decía mi amigo—. ¿Es ésta la caballerosidad inglesa?

      —La caballerosidad inglesa —le contesté— consiste en estar bien vestido y bien peinado y en someterse al principio de autoridad. Aquí, el principio de autoridad está representado por el portero, y si usted se coloca en contra del portero, todo el mundo le dirá que no es usted un gentleman.

      —Es decir que aquí, para defender a una señora, no basta el hecho de que sea señora, sino que, además, es necesario que tenga razón.

      —Precisamente.

      —Es repugnante.

      Un articulista inglés se expresaba el otro día en el mismo sentido que mi amigo, aunque con menos violencia. Según este articulista, los ingleses han sido, relativamente, galantes en otra época. Ahora, no. «Ya nadie le cede su asiento a una señora en el tranvía», decía el articulista.

      Pero la mitad de la culpa la tienen las señoras mismas. Es natural que la galantería masculina se haya relajado en Inglaterra más que en ningún otro país, porque Londres es el foco del feminismo universal. Aquí es donde las mujeres han conquistado más derechos, y en donde los hombres están menos obligados a ser galantes con ellas.

      «Nosotras no somos débiles —dicen todos los días las sufragistas inglesas—. Nosotras tenemos la misma inteligencia que el hombre, la misma capacidad política que el hombre, la misma fuerza que el hombre». ¿Cómo se va a ser galante con mujeres de esta clase?

      —¿Usted es fuerte? ¿Usted es inteligente? —dice el inglés que espera su ómnibus al lado de una inglesa—. Pues si no hay más que un sitio libre en el tranvía vamos a ver quién lo consigue.

      Y, como es natural, lo consigue el inglés y no la inglesa.

      El país mejor del Mundo para las mujeres es España, porque ahí las mujeres no tienen derechos ningunos. En España todavía se le deja siempre a las señoras el lado de la pared para defenderla contra los peligros de la calle. Se las cede el asiento en el tranvía o en el cine, y no se las permite pagar en ninguna parte. Si —lo que yo no les deseo— las españolas llegan a emanciparse alguna vez, van a ver lo desagradable, lo caro y lo incómodo que es eso de tener derechos políticos.

      El auditorio helado

      Dentro de tres mil seiscientos setenta y cinco años un hombre se dirigirá a los otros con estas palabras terribles:

      —Señores, se acabó el carbón.

      Y el auditorio entonces se quedará helado.

      Los sabios, en efecto, anuncian que el carbón va a acabarse dentro de tres mil seiscientos setenta y cinco años. En estos últimos meses todos los periódicos de Londres publican artículos acerca del asunto. La cosa no era para menos.

      Pero ahora resulta que los sabios han cometido un pequeño error de fecha. El carbón no se acabará dentro de tres mil seiscientos setenta y cinco años, sino dentro de unos cuantos días. Lo dicen los carboneros, que, en esto del carbón, saben mucho más que todos los matemáticos del mundo. Los carboneros ingleses van a declararse en huelga y van a anticipar en cerca de treinta y siete siglos la declaración aterradora:

      —¡Se acabó el carbón!

      —Estamos trabajando como unos negros —dicen los carboneros—, y esto no puede seguir así.

      Ante la amenaza todo Londres se ha estremecido, mitad de frío y mitad de terror. Londres es una máquina, una grande, enorme, una formidable máquina devoradora de carbón. El día que no haya carbón para alimentarla, la máquina dejará de funcionar. Toda la actividad, toda la energía inglesa son producto del carbón. Si los ingleses se mueven como las personas es porque el carbón los pone en marcha. El poco calor que tiene la vida inglesa es exclusivamente calor de carbón. Todo el calor de Inglaterra sale del carbón, así el calor industrial como el calor sentimental.

      Con la chimenea apagada, no hay ternura ninguna en el hogar inglés. En Londres se calcula que hay siete millones y medio de chimeneas —una por habitante—, y cuando una de estas chimeneas no echa humo, si se mira por ellas se verá en una habitación un inglés muerto o, por lo menos, dormido. Mientras el inglés está en actividad su chimenea echa humo, y si el humo es muy negro y muy espeso, es que los business del inglés son de una gran importancia.

      En ningún país sería tan importante como en Londres una huelga de carboneros. Si los carboneros logran sostenerse en huelga hasta que se agoten todas las reservas de carbón existentes en Londres, Londres se paralizará de pronto, en un solo minuto, como una gigantesca máquina de reloj.

      Hasta que el conflicto se solucione, y que unos trenes muy grandes depositen en las estaciones de Londres toneladas y toneladas de carbón. Este nuevo carbón encendido, cada inglés volverá a ponerse en movimiento, y la enorme máquina volverá a funcionar como antes, muy negra por el día, muy roja por la noche, como las ciudades imaginarias de que hablaba el poeta.

      Me asomo a la ventana.

      Con las primeras nieblas, Londres vuelve a tomar su carácter londinense. A las cuatro de la tarde ya están encendidos los faroles. Los faroles en Londres no alumbran; pero sirven de puntos de orientación para los transeúntes. Son como faros en medio de este enorme Océano tan frío. Debajo de cada farol, un guardia dirige la circulación. Sin un orden perfecto, sin una disciplina inflexible, los accidentes serían innumerables. Los transeúntes van de prisa y en silencio. Si acaso, alguno de ellos se detiene para entrar en un bar, toman un whisky caliente y sigue su camino. Las muchachas se recogen sin coquetería, debatiendo en el barro unas pantorrillas muy flacas. Terminados los negocios, todo el mundo se apresura a entrar a casa. Se prefiere el interior a la imperial de los tranvías, y los ferrocarriles subterráneos al interior. En casa se toma un baño templado, se embuten los pies en unas zapatillas y se desdobla un periódico muy conservador al lado de una chimenea muy confortable.

      El que venga a Londres en el verano no podrá hacerse una idea de la gran ciudad. Yo me acuerdo de un cronista que


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