Julio Camba: Obras 1916-1923. Julio Camba

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Julio Camba: Obras 1916-1923 - Julio Camba


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ni Ontiveros, ni ninguno de nuestros actores cómicos actuales hace reír al público como le ha hecho reír ayer en Londres Ricardo Trowein. El mismo Trowein tuvo que convencerse de que es un gran actor, y me decía:

      —¡Si yo lo hubiera sabido! Hace año y medio yo era secretario de Díaz de Mendoza. Allí pude debutar varias veces con un papel que los Quintero, por ejemplo, hubieran escrito expresamente para mí; pero yo siempre creí que servía para todo menos para cómico. Me he enterado un poco tarde. ¡Tan tarde, que hoy, a fin de salir decorosamente a escena, he tenido que pintarme la calva con un corcho quemado!

      Trowein ha sido el éxito de la fiesta. Ha tenido mucho más éxito que el embajador. Los demás actores han trabajado también de un modo excelente. Yo no los cito, porque esto no es una revista de teatro; pero les aplaudo a todos en conjunto. Indudablemente, en estas fiestas lo más interesante es el público. Cuando el secretario de la sección española, señor Baeza, dijo si alguien quería cantar una canción andaluza, conmigo había dos alemanas y un suizo, al que yo le dije que debía cantar.

      —¡Hombre! ¡Yo! —dijo el suizo sorprendido.

      —¡Pero si usted es el español más típico que hay aquí!

      A veces está uno en un restaurant, y llega un inglés y se le sienta a uno en la mesa sin saludar, sin pedir permiso y sin mirarle a uno. Es el inglés despectivo. Su ideal, mientras permanece a nuestra mesa, es demostrar que no está enterado de nuestra existencia. Para realizarlo, el inglés se obstina en no mirarle a uno, y esto le cuesta un trabajo terrible. Frecuentemente desdobla un periódico y se pone a leer; con el periódico interpuesto entre él y nosotros, el inglés puede abstenerse de mirar a los lados y evitarse una tortícolis; pero este ardid resulta cómico. ¿Qué lee el inglés?

      ¿Una noticia acerca de Caruso? ¿Un telegrama sobre los patagones? ¡Mire usted que enterarse de las vicisitudes de los patagones, que están tan lejos, sólo por no transigir con uno y reconocer, mediante una palabra o con un simple gesto, la realidad indudable de nuestra existencia!

      Nosotros ya sabemos que no le hemos sido presentados al inglés; pero ¿es que alguien le ha presentado a las personas de que habla el periódico?

      Yo gozo mucho con estos ingleses. Les dejo hacerse la ilusión de que no existo, y cuando el inglés despectivo está casi penetrado de esta ilusión, entonces voy y le piso un callo. No lo hago por venganza, sino para demostrar mi existencia de un modo experimental.

      —I am sorry —digo.

      A veces el inglés hace un ademán vago como diciendo:

      —Usted se figura que me ha pisado; pero yo no puedo creer en el pisotón de usted, porque, como yo no le conozco a usted oficialmente, usted no existe para mí.

      Esto puede decir el ademán del inglés, o bien esto otro:

      —Si usted existiera para mí, si yo pudiera tomarle a usted en cuenta como un ser viviente, ¡de qué modo tan admirable yo le boxearía a usted!

      Otras veces el pisotón no le deja al inglés lugar a dudas. Tiene que rendirse a la evidencia de nuestros pies, y cuando se cree que uno tiene pies, pues se cree que uno existe y que uno es susceptible de escribir artículos de periódicos.

      Lo más divertido es ver a dos ingleses despectivos juntos. Cada uno se esfuerza en demostrar una indiferencia absoluta del otro. Si el uno tuerce el pescuezo hacia la derecha, el otro lo tuerce hacia la izquierda.

      Así permanecen dos, tres, cinco minutos. Luego cambian. Se les ve pendientes constantemente al uno del otro para dirigirse un desdén recíproco. Ambos miran a las otras mesas; ambos leen sus periódicos, se interesan por todo lo que pasa en uno y otro hemisferio; pero ninguno se digna tomar en consideración a su vecino inmediato, al que comparte la mesa con él. Cada uno de ellos parece decirle a la Humanidad:

      —Yo no sé que haya nadie sentado a mi mesa. ¿Ven ustedes este señor que está sentado a mi mesa? Pues yo no tengo la menor noticia de él. Fíjense ustedes bien.

      ¿Verdad que no se nota que yo le haya visto? Ustedes no saben la indiferencia que me inspira este señor. Si ahora se muere de repente, pues me quedaré tan fresco, y seguiré fumando mi pitillo. Este señor no tiene realidad ninguna de mí. Lo más insignificante que hay para mí en el mundo es este señor que tengo enfrente. No. No crean ustedes que me molesta. Ni me molesta ni me agrada. No existe. Por lo menos yo no me doy cuenta de que existe. ¿Es que no se nota bien claro que yo no me doy cuenta de que existe?

      Los Tribunales han condenado la cola del Palladium. Yo no sé si tienen ustedes idea de lo que son estas colas que se forman en Londres a la puerta de los teatros. Un señor dice hoy muy serio en Daily News que «the querre» —la cola— representa la civilización inglesa. Representa desde luego el orden y la disciplina. El principio de la cola de un teatro —me refiero al principio moral— es éste: «First come, first sewed», en oposición al de «every man for himself». En la cola de un teatro inglés no vale ser fuerte, inteligente ni vivo. Lo único que vale es llegar temprano. Un tullido que tome puesto en la cola primero que un hércules, entra en el teatro antes que él. La cola inglesa no tiene comparación posible en España más que con los puestos por escalafón, donde no se recompensa al más bruto, como opinan algunos, sino al más antiguo. Para el buen orden de la cola inglesa se sacrifican todos los méritos individuales. Realmente, aquí no se reconoce más que un mérito individual, que es el de tener dinero. Se supone que el que tiene dinero compra una localidad cara, y todos los que no tienen dinero para tomar una localidad cara, pues todos son iguales en la cola.

      Por estas razones, dice el comunicante de Daily News que la cola es la civilización inglesa. Si no es la civilización inglesa precisamente, es la cola de la civilización inglesa. Las gentes verdaderamente civilizadas tienen sus asientos reservados en los teatros y entran cuando quieren.

      Por lo que respecta a la cola del Palladium, las autoridades no han hecho más que condenarla en beneficio del tránsito y atendiendo a quejas del comercio; pero sí que esta condena atañe en lo más mínimo a la filosofía de la cola en sí. Han condenado la cola del Palladium por circunstancias especiales; pero la cola de los teatros en general, la cola como representación de los principios morales ingleses, esa permanece sagrada. Porque la cola tiene un sentido filosófico y un aspecto pintoresco. Artistas callejeros, que no pueden trabajar para el público en los teatros, se ponen a trabajar para la cola. El público de la cola está más horas formando cola que viendo la función; así es que no le basta el espectáculo teatral, sino que necesita también un espectáculo como cola. Para subvenir a esta necesidad vienen los artistas ambulantes: un tío que toca el acordeón, una vieja que canta romanzas, un acróbata, un escocés con una gaita, un negro de hollín, medio desteñido por la lluvia, que baila el cake-walk; una adivinadora, un tenor italiano… Durante dos o tres horas se arma en la calle una algarabía terrible. Los comercios no pueden vender. Los artistas, de cuando en cuando hacen una colecta más o menos fructuosa. La cola goza lo indecible, hasta el punto de que yo creo que muchos no hacen cola para entrar en el teatro, sino simplemente por el placer de hacer cola, que es un placer muy dentro del gusto inglés.

      Y aunque yo no esté conforme con la filosofía de la cola, yo adoro su aspecto pintoresco. Por eso siento la desaparición de la cola del Palladium, que era, tal vez, la más típica de todas.

      Mi ideal es vivir en el Extranjero libremente, sin cable alguno que me una a la administración de un periódico español; vivir en el Extranjero como el pez en el agua y no como un buzo. Yo quisiera independizarme completamente de España, y para conseguirlo no tengo más que un recurso: hacerme hombre sandwich. La profesión de hombre sandwich no es muy lucrativa, pero es filosófica; es


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