La vida jugada. Jimmy Giménez-Arnau

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La vida jugada - Jimmy Giménez-Arnau


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monarca, aunque me esté mal el decirlo.

      No olvido tampoco, entre esos amigos fraternales de la niñez y la adolescencia, a Mauricio López-Roberts, con quien compartiré tiempo después autorías literarias y vicisitudes judiciales —Las malas compañías. Hipótesis íntimas del asesinato de los marqueses de Urquijo— y cuya áspera delicadeza me descubre, en el mismo día, que los Reyes Magos son los padres y que los niños no vienen de París aerotransportados por cigüeñas. A veces, los amigos de la infancia te hacen flipar si no te dan disgustos.

      Otros recuerdos y amigos de los años posteriores… Rafa Medina, duque de Feria, que un día me arroja unas tijeras a la cabeza en un juego propio de un internado sin ley. Las tijeras rebotan, las recojo del suelo y las vuelvo a lanzar, con tan buen tino que se las clavo en la espalda. Solícito, asisto al lesionado, rocío su herida con alcohol de 90 —el de más alta graduación en la época— y le prendo fuego. Mi querido Villalta dará crédito, que así de locos éramos los buenos amigos. Cierto día Eduardo Aznar, heredero del naviero y el alumno más inteligente de los Rosales, con la venia de Escohotado, me invita a su fabulosa finca de Cabañeros y, de paso, me cose a perdigonadas. Pero como las amistades perduran, tiempo después, Borja Arteaga, hijo del duque del Infantado y marqués de Estepa, acogerá en Viñuelas, despidiendo su soltería, a Chus Obregón, hijo del vicepresidente del Atleti, a Cholo León Urquijo, que se casará con la hermana del anfitrión, y a mí. Nos presta las armaduras que hay en el castillo y, tras dar rienda suelta a la imaginación, nos convertimos en caballeros medievales que, en golfo torneo, festejan el acontecimiento entre llamas de antorcha que calientan el espectáculo.

      Cierro por el momento la galería de viejas glorias colegiales con el recuerdo de un compañero sin nombre, cubano por más señas, demasiado presumido y cursi para los estándares de la época, al menos los de sus machos compañeros de internado, que vaciábamos los frascos de colonia que exhibía en la estantería y sustituíamos su aromático contenido por otro líquido menos fragante: nuestra orina.

      Y hablando de machos en celo, he de reconocer que algunas formas de dar curso legal a las inclinaciones primitivas del cuerpo en aquel colegio de los Rosales rozaban la sofisticación más excelsa. Y es que hay seres humanos que ya desde la adolescencia se hacen merecedores de esa condición de superioridad que se les atribuye con respecto a especies de menor habilidad para el ingenio. El protagonista en cuestión aguardaba a que dieran las siete de la mañana, momento en que la calefacción del internado llevaba ya una hora encendida —la idea era que para las ocho, cuando nos levantábamos, el ambiente estuviera caldeado—, para pelársela con fruición y afán perfeccionista en la tibieza del radiador del dormitorio. Mañana tras mañana, día tras día. A la temperatura ideal.

      En Ladycross yo era un crack del deporte —atletismo, boxeo, equitación, fútbol, rugby— y sacaba excelentes notas. Al internarme en los Rosales sigo destacando en lo deportivo y mis calificaciones se vuelven algo mediocres, una tónica que mantendré hasta la universidad. Pero finalmente apruebo desde el griego al latín, en los exámenes de inglés rompo la pana y, eso sí, en la conclusión de mi trayectoria académica logro sacar sobresaliente en Ciencias y Literatura. Total, no fue tanta la mediocridad… Mis amigos y yo nos rebelamos y pasamos olímpicamente de una asignatura aleatoria, FEN (Formación del Espíritu Nacional), en la que obtenemos un 5 pelado por incomparecencia. Nuestros profesores no tuvieron huevos para suspender a los hijos de unos héroes que habían vencido a los rojos. Como tampoco el director del colegio nos expulsó tras una excursión didáctica al Museo de Ciencias Naturales donde mi grupo y yo acudimos con alicates y la firme idea de cercenar, una a una, las vértebras del dinosaurio expuesto en la entrada. Cuando terminamos de cortarlo en cachos, aquel ejemplar del Triásico parecía un cocker gigante. El museo denunció la atrocidad, pero nosotros, auténticos salvajes e hijos de héroes insignes, salimos impunes.

      En atletismo, especialmente en 100 y 200 metros, llegaré a ser una bala, y también me hago un sitio en los saltos de altura y longitud. Es en esta etapa cuando llego a los juveniles del Real Madrid, con Carlos Goyanes, amigo mío de infancia y adolescencia y, por cierto, el que luego sería el primer marido de la divertida Marisol, Pepa Flores para los que reconocemos sus dotes sublimes de actriz. A Carlos y a mí nos hacen la prueba a la vez y nos fichan a los dos, porque el Madrid no deja escapar a unos fenómenos que juegan al fútbol con clase y máxima intensidad.

      A diferencia de lo que ocurría en el colegio de Inglaterra, donde había un cura para todos, en los Rosales la especie se da bien y los ministros de Dios, frailes dominicos de blanco y negro, brotan como hongos, proliferan aquí y allá, y ya se sabe los riesgos que eso puede conllevar. Aunque debo decir que aquello no supuso para mí ningún problema: siempre esquivé a los que querían meterme mano y no fui nunca presa fácil —tampoco de algunos compañeros, blandos de cadera, empeñados en que, para saber cómo besar a las chicas, lo mejor era besarte primero con los chicos—. Creo habérselo dejado claro desde el principio al fraile lila que me confesaba:

      —¿Tú te haces tocamientos, hijo?

      —¿Tocamientos? No, padre, yo me hago pajas.

      —¿Hasta el final? —tiembla la voz del dominico a la espera de respuesta.

      —Hasta que se me saltan las lágrimas, padre.

      Los Rosales será mi colegio hasta que acceda a la universidad, aunque al cumplir los trece mi régimen académico va a resultar un tanto particular, porque dividiré el curso en dos partes y, tras el semestre madrileño, cursaré otro cada año en el British School de Montevideo, ciudad donde mi padre había sido de nuevo destinado en 1956. Resumiendo: desde los trece a los quince pasé tres años sin vacaciones. Dato que aporto para los que dicen que no he trabajado nunca. Así que, a partir de ese momento, cada mes de enero regreso a Madrid con el color tostado del verano austral. El sistema en el British School del barrio de Carrasco es semejante a Ladycross, el deporte y la actividad al aire libre son prioritarios, así que no me molesta en absoluto esta sobreabundancia académica. Tanto en la capital uruguaya como en Madrid, siempre tuve buenos amigos; estoy convencido de que a uno y otro lado del océano mi vida es una suerte.

      Si el domicilio familiar, concluida mi estancia en Inglaterra, me aguardaba en la calle Lagasca, donde mis padres se habían establecido al abandonar Uruguay, con su regreso a Montevideo seré devuelto otra vez a Hortaleza —yo era el niño ping-pong que saltaba de nido en nido—, mi auténtico hogar, donde mi abuela me trae cada sábado cuando me recoge del colegio. Afortunadamente, acabo en mi sitio favorito. Allí sitúo lo mejor de mi memoria de aquellos días. Setecientos metros para que la imaginación corra a través de pasillos interminables, techos altísimos y habitaciones inmensas donde he vivido y seguiré viviendo todo tipo de aventuras. Hoy no soy capaz de recordar la casa paterna, solo sé que Hortaleza —además del cuarto que comparto durante la semana en un torreón del internado con el duque de Feria y Juan Carlos Villalta— es, más que cualquier otro, mi lugar. Siempre lo ha sido y lo será por completo una vez que mis padres vuelvan a Montevideo y ya solo pase con ellos la mitad del año.

      Y es que en mis días infantiles y mientras intuyo la llegada de la adolescencia, aquel caserón no solo es escenario de mis juegos, es también donde descubro el cariño, este sí de verdad, el que me da mi abuela materna, que entre sus nietos me ha escogido como su predilecto. La abuela Lala, por dulce, era un ser excepcional. Como también lo era, por estricta, mi abuela paterna, doña Carmen Arnau. Aún conservo los refranes manuscritos en perfecto castellano que me regaló, tal cual deben escribirse. El día en que falleció me llevaron a su casa. Nada más entrar, algún pariente me cogió del brazo y me condujo ante su cuerpo sin vida para que me despidiera de ella. Fue mi primer y último cadáver. Nunca más he querido ver otro muerto y tengo la intención de mantenerme fiel a este propósito. Pequeña, rígida, delgada, aterradora…, su rostro acartonado ha sido desde entonces la imagen de la muerte para mí. Mis abuelas, tanto la suave como la recia, fueron dignas hijas de Aragón. Y siempre las tengo en mente.

      La bondad de Lala reunía en torno a ella a la familia y a algún otro conocido que acudía a los almuerzos dominicales que se prolongaban en sobremesas aptas para niños y mayores. Recuerdo una anécdota que reveló en una de esas comidas su fiel acompañante


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