Una emigrante bajo la Torre Eiffel. Sectiva Lozano Aguilera

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Una emigrante bajo la Torre Eiffel - Sectiva Lozano Aguilera


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cara. Así que me pongo en guardia.

      —¡Pero, niña! ¿A ti qué te pasa? Hay que ser más amable con los clientes. ¿Por qué eres tan arisca con los chicos?

      —¡Pobrecitos! —le digo yo también en plan de burla en vista de que ella se pone de su parte.

      —¡Niña, hay que ser más flexible si quieres conservar el empleo!—¡El empleo, guapa, te lo metes por donde te quepa! Esto ni es un trabajo ni es nada, más bien parece un prostíbulo al aire libre. Y ya me estás pagando mi día que me largo ahora mismo a buscar un trabajo decente. —Así terminó mi primer empleo malagueño, con viento fresco y aire de playa.

      Cuando llego a casa, Pepe Luis me felicita por mi actitud y me da una segunda cita para el día siguiente, pero esta vez él irá conmigo, no fuera a resultar otro chanchullo como el de la bolera. Él me dijo:

      —Mira, Secti, yo reparto mis cartas en Carretería y termino a las dos de la tarde. Tú vas a esperarme en Carretería esquina con calle Ollerías, en frente de un bar que hay allí que se llama Monteblanco, donde yo te recogeré. Y esta vez ya verás como el destino no te juega otra mala pasada. —Allí me fui una hora antes a esperar a Pepe Luis.

      Lo que yo ignoraba era que el «destino» (como decía mi hermana) me estaba mirando desde hacía ya media hora desde el bar de enfrente. La entrevista era en la acera de la Marina. En la cafetería Solymar buscaban una camarera, justo lo que yo necesitaba, así que me quedé a trabajar allí. Mi puesto estaba no de cara al cliente, sino, y sobre todo, de «oído» a los camareros que servían las terrazas de la calle. Todos me mandaban sus voces al aire. Eran cuatro haciendo pedidos que yo debía retener en memoria, todo era muy rápido. Por ejemplo, Paquito (que también hacía de enlace sindical) pedía:

      —¡Tres Coca Colas, cuatro cervezas, un batido de chocolate con pajita! —Y yo respondía:

      —¡Marchando!

      Ahora, José María:

      —¡Dos cafés con leche, dos tartas de moca, un helado de fresa y un batido de vainilla!

      Andrés:

      —¡Cuatro Fantas de naranja, una Pepsi-Cola y un granizado de limón!

      Y luego estaba Frasquito, mi preferido que llegaba contoneando sus caderas sin esconder para nada su homosexualidad y que gritaba:

      —¡Secti, mi vida, tres ginger—ales, un granizado de menta y cuatro vasos con mucho hielo, que el día está que arde. ¡Ay Jesusín, qué calores! Secti, ¿oído?

      —¡Si, Frasquito, oído! —En los tres metros que yo tenía de mostrador, los camareros iban poniendo sus bandejas y yo llenándolas a una velocidad de vértigo, era increíble cómo podía retener los cuatro pedidos sin equivocarme.

      Más allá en la barra trabajaban Sole, Conchi y Antonio el cafetero, un chico buenazo y mejor compañero. Un día llega eufórico y dice:

      —¡Que me caso, que me caso! He reservado una habitación en el quinto piso del Hotel Roma.

      —¡Pero, Antonio!, ¿por qué tan alto?

      —¡Ah! ¿Que tú no escuchas al hombre de tiempo? Ha dicho que la semana que viene va a llover a cantaros y yo no quiero que la lluvia me estropee mi noche de bodas, que llevo esperando cuatro años. —Así es Antonio, el cafetero, dulce, inocentón y más que bueno con todas las compañeras. Un día lo veo acodado en la barra con la cabeza entre las manos y mirando fijamente a un niño de unos tres años que cenaba con sus padres en el salón de la cafetería. Intrigada, le pregunto:

      —Antonio, ¿qué miras tan fijamente?

      —Los palos que da a uno la vida, chiquilla, llevo yo dos años estudiando inglés y no doy una y mira a ese niño tan chico, lo habla perfectamente.

      —Pero, Antonio, ¿no ves que ese bebé es inglés?

      Otra faceta de Antonio es que siempre nos contaba chistes macabros que, la verdad, no tenían ninguna gracia. Yo le decía:

      —Antonio, con tus chistes no nos reímos.

      —¿Ah, no? ¿Pero a que os habéis llevado un gran susto? —Así era Antonio de transparente.

      Mi empleo me gusta, el ambiente también y no veo el momento de volver a Barcelona.

      UN RUBIO CON CARA DE ÁNGEL

      Le he escrito a la señora Anita, mi antigua patrona de la Ciudad Condal, contándole que la familia me tira mucho y que Málaga también me gusta, con lo que ella me ha contestado:

      «¡Consuelito, Pirulín! Tómate tu tiempo y si algo no va bien, vuélvete a Barcelona con los tuyos, ya sabes que aquí todos te queremos. La maña, tu pinche de cocina se ha metido la faena en el bolsillo y ya trabaja igual que tú, así que cuando vuelvas te harás cargo del salón con Joaquina porque Matilde se casa dentro de un mes. Y te diré más, hasta Matea, con quien no te llevabas bien, te echa de menos. Y sobre todo yo, los guisantes con jamón como tú no los hace nadie, por favor, no nos olvides y vuelve».

      Lloré cuando leí su carta tan cariñosa. En Cataluña había vivido siete años de mi vida, los cinco últimos con ella. Pero Málaga me gustaba de más en más, y mi destino (como Mari lo llama) siempre está aquí en Málaga y me saltará a la vista en cualquier esquina. La verdad es que eso me trae sin cuidado, lo único que me interesa aquí es el trabajo, que me gusta, por lo demás, no tengo prisa. Pero parece que mi hermana se ha confabulado con el diablo para buscarme novios con la idea de que no me vaya de Málaga y, en efecto, su conjuro da resultado. «Mi destino» se materializa en forma de chico rubio con bonitos ojos azules que desde hacía ya varias noches venía a la cafetería. Antonio me dice:

      —Secti, ese gringo está aquí por ti.

      —¡Sí, hombre! La cosa es que su cara me suena.

      —¡Qué sí, que te lo digo yo! Que ayer me preguntó que a qué hora salías, pero tú te fuiste por la puerta de atrás y el pobre estuvo aquí hasta las doce de la noche.

      —¡Ya me parecía a mí que me miraba todo el tiempo, pero nunca me hablaba! Claro, que a mí con el vocerío de los camareros nadie podía hablarme.

      —El rubio se bebía un café y hablaba con Antonio el cafetero, así pudo enterarse de quién era yo, de cómo me llamaba y del horario de mi turno de trabajo. Una noche, a mi salida, me esperaba fuera.

      —Hola, Secti, buenas noches.

      —Hola… ¿Nos conocemos?

      —Yo a ti sí. Llevo ya muchos días viéndote aquí en la cafetería y en la zapatería de calle Carretería.

      —¡Oye, tú sabes muchas cosas de mí! ¿No serás un sádico que me está siguiendo?

      —No, para nada. ¡Además, conozco a Pepe Luis, tu cuñado!

      —¿Cómo sabes tú todo eso?

      —Porque también es mi cartero. ¡Yo trabajo en el bar Monteblanco en la calle Ollerías y te veo pasar todos los días cuando vas a tu trabajo. Me gustas mucho, ¿sabes? Y quisiera ser tu amigo.

      —¡Mi amigo!

      —Bueno, tu amigo por el momento, y después lo que tú quieras.

      —Lo que yo quiero es que te vuelvas ya… Porque estoy llegando a mi casa y no quiero que mi familia me vea acompañada.

      Muy correcto, él no insistió y me dijo:

      —Bueno, hasta mañana. —Casi sin interés le respondí:

      —¡Eso, hasta mañana!

      La verdad, no pensaba que volvería, pero sí volvió, al día siguiente, pasado, al otro y al otro, y de amigos pasamos a ser casi novios. Cada noche venía a buscarme a la salida del trabajo. Yo lo veía bastante formal y muy entusiasmado conmigo. Sin embargo, un hecho vendrá a perturbar


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