Corazón: Diario de un niño. Edmondo De Amicis

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Corazón: Diario de un niño - Edmondo De Amicis


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de las acciones más vergonzosas con que se puede manchar la criatura humana... ¡Cobardes!

      Dicho esto, salió por entre los bancos, tomó la cara de Garrón, que estaba con la vista en el suelo, y alzándole la cabeza y mirándole fijamente, le dijo:

      —¡Tienes un alma noble!

      Garrón, aprovechando la ocasión, murmuró no sé qué palabra al oído del maestro, y éste, volviéndose hacia los cuatro culpables, dijo bruscamente:

      —Les perdono.

       Mi maestra de primero superior

       Jueves 27.

      Mi maestra ha cumplido su promesa: ha venido hoy a casa en el momento en que iba a salir con mi madre para llevar ropa a una pobre mujer, cuya necesidad habíamos leído anunciada en los periódicos. Hacía ya un año que no venía a casa, así es que tuvimos todos gran alegría. Es siempre la misma, pequeña, con su velo verde en el sombrero, vestida a la buena de Dios y mal peinada, pues nunca tiene tiempo de arreglarse; pero un poco más descolorida que el año último, con algunas canas y tosiendo mucho. Mi madre le preguntó:

      —¿Cómo va esa salud, querida profesora? Usted no se cuida bastante. —¡Ah! No importa —respondió con una sonrisa, alegre y melancólica a la vez. —Usted habla demasiado alto —añadió mi madre— y trabaja demasiado con los pequeños. Es verdad, siempre se está escuchando su voz. Lo recuerdo de cuando yo iba a la escuela; habla mucho para que los niños no se distraigan, y no está un momento sentada. Estaba bien seguro de que vendría, porque no se olvida jamás de sus discípulos; recuerda sus nombres por años. Los días de los exámenes mensuales corre a preguntar al director qué notas han sacado; los espera a la salida y pide que le enseñen sus composiciones para ver los progresos que han hecho. Así es que van a buscarla al colegio muchos que usan ya pantalón largo y reloj. Hoy volvía muy agitada del museo donde había llevado a sus alumnos, como todos los años, pues dedica siempre los jueves a estas excursiones, explicándoles todo. ¡Pobre maestra, qué delgada está! Pero se reanima en cuanto habla de su escuela. Ha querido que le enseñemos la cama donde me vio muy mal hace dos años, y que ahora es de mi hermano; la ha mirado un buen rato y no podía hablar de emoción.

      Se ha ido pronto para visitar a un niño de su clase, hijo de un sillero, enfermo con sarampión; tenía después que corregir varias pruebas, y debía aún dar en la noche una lección particular de aritmética a cierta chica del comercio.

      —Y bien, Enrique —me dijo al irse—, ¿quieres todavía a tu antigua maestra, ahora que resuelves ya problemas difíciles y haces composiciones largas?

      Me ha besado y me ha dicho desde el final de la escalera: —No me olvides, Enrique. ¡Oh, mi buena maestra, no me olvidaré de ti! Aun cuando sea mayor, siempre

      te recordaré e iré a buscarte entre tus chicuelos; y cada vez que pase por la puerta de una escuela y sienta la voz de una maestra, me parecerá escuchar su voz y pensaré en los dos años que pasé en su clase, donde tantas cosas aprendí, donde tantas veces te vi enferma y cansada, pero siempre animosa, indulgente, temblorosa cuando los inspectores nos preguntaban, feliz cuando salíamos airosos, y constantemente buena y cariñosa como una madre... ¡Nunca, nunca la olvidaré, maestra querida!

       En una buhardilla

       Viernes 28.

      Ayer tarde fui con mi madre y con mi hermana Silvia a llevar ropa a la pobre mujer recomendada por los periódicos; yo llevé el paquete y Silvia el diario, con el nombre y la dirección. Subimos hasta el último piso de una casa alta y llegamos a un corredor largo, donde había muchas puertas. Mi madre llamó a la última; nos abrió una mujer, joven aún, rubia y macilenta, que de inmediato me pareció haberla visto ya en otra parte con el mismo pañuelo azul en la cabeza.

      —¿Es usted la del periódico? —preguntó mi madre. —Sí, señora; soy yo. —Pues bien, aquí le traemos esta poca ropa blanca. La pobre mujer no acababa de darnos las gracias ni de bendecirnos. Yo mientras tanto, vi en un ángulo de la oscura y desnuda habitación, a un muchacho arrodillado delante de una silla, con la espalda vuelta hacia nosotros y que parecía estar escribiendo, y escribía efectivamente, teniendo el papel en la silla y el tintero en el suelo. ¿Cómo se las componía para escribir casi a oscuras? Mientras decía esto para mis adentros, reconocí los cabellos coloridos y la chaqueta de pastor de Crosi, el hijo de la verdulera, el del brazo inválido. Se lo dije muy bajo a mi madre mientras la mujer recogía la ropa.

      —¡Silencio! —replicó mi madre—. Puede ser que se avergüence al verte dar una limosna a su madre; no le llames.

      Pero en aquel momento Crosi se volvió; yo no sabía qué hacer, y entonces mi madre me dio un empujón para que corriese a abrazarlo. Le abracé, y él se levantó y me tomó la mano.

      —Aquí estamos —decía entretanto su madre a la mía—; mi marido está en América desde hace seis años, y yo, por añadidura, enferma y sin poder ir a la plaza con verdura para ganarme algunos pesos. No me ha quedado ni tan sólo la mesa para que mi pobre Luis pueda estudiar. Cuando tenía abajo el mostrador en el portal, al menos podía escribir sobre él, pero ahora me lo han quitado. Ni siquiera algo de luz para estudiar y que no pierda la vista; y gracias que lo puedo mandar a la escuela, porque el Ayuntamiento le da libros y cuadernos. ¡Pobre Luis, que tiene tanta voluntad de estudiar!

      Mi madre le dio cuanto llevaba en el bolsillo, besó al muchacho y casi lloraba cuando salimos, y tenía mucha razón para decirme:

      —Mira ese chico: ¡cuántas estrecheces para trabajar, y tú que tienes tantas comodidades todavía te parece duro el estudio! ¡Oh, Enrique mío, tiene más mérito su trabajo de un día que todos tus estudios de un año! ¿A cuál de los dos le deberían dar los primeros premios?

      La escuela

       Viernes 28.

      “Sí, querido Enrique; el estudio es duro para ti, como dice tu madre; no te veo ir a la escuela con aquel ánimo resuelto y aquella cara sonriente que yo quisiera. Tú eres algo terco; oye, piensa un poco y considera ¡qué despreciables y estériles serían tus días si no fueses a la escuela! Juntas las manos, de rodillas, pedirías al cabo de una semana volver a ella, consumido por el hastío y la vergüenza, cansado de tu existencia y de tus juegos. Todos, todos estudian ahora, Enrique mío. Piensa en los obreros que van a la escuela por la noche, después de haber trabajado todo el día; en las mujeres, en las muchachas del pueblo, que van a la escuela los domingos, después de haber trabajado toda la semana; en los soldados, que echan mano de libros y cuadernos cuando vienen rendidos de sus ejercicios; piensa en los niños mudos y ciegos que, sin embargo, estudian, y hasta en los presos, que también aprenden a leer y escribir. Pero, ¿qué más? Piensa en los innumerables niños que se puede decir que a toda horas van a la escuela en todos los países; mírales con la imaginación cómo van por las callejuelas solitarias de la aldea, por las calles de la ciudad, por las orillas de los mares y de los lagos, ya bajo un sol ardiente, ya entre las nieblas, embarcados en los países cortados por canales, a caballo por las grandes llanuras, en zuecos sobre la nieve, por valles y colinas atravesando bosques y torrentes; por los senderos solitarios de las montañas, solos, por pareja, en grupos, en largas filas, todos con los libros bajo el brazo, vestidos de mil modos, hablando miles de lenguas; desde las últimas escuelas de Rusia, casi perdida entre los hielos, hasta las últimas escuela de Arabia, a la sombra de las palmeras; millones y millones de seres que van a aprender, en mil formas diversas, las mismas cosas; imagina este vastísimo hormiguero de niños de mil pueblos, este inmenso movimiento, del cual formas parte, y piensa si este movimiento cesase, la humanidad caería en la barbarie; este movimiento es el progreso, la esperanza, la gloria del mundo. Valor, pues, pequeño soldado del inmenso ejército. Tus libros son tus armas, tu clase es tu escuadra, el campo de batalla la tierra entera y la victoria la civilización humana. ¡No seas un soldado cobarde, Enrique mío!”

      Tu padre.

      El pequeño patriota paduano (cuento mensual)

      


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