Las voladoras. Mónica Ojeda

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Las voladoras - Mónica Ojeda


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coagulada

      Me gusta la sangre. Alguna vez me preguntaron: «¿Desde hace cuánto, Ranita?». Y yo respondí: «Desde siempre, Reptil». No recuerdo un solo día que no haya abierto mi cuerpo para ver la sangre brotar como agua fresca.

      Agua pura de jardín.

      Agua tibia de amapola.

      Recuerdo que de niña me caía a propósito. Me quitaba las costras y las dejaba sobre las sábanas, la bañera, el plato frío de Firulais.

      Tocaba mi sangre. Olía mi sangre.

      Recuerdo la piel de gallina. Hay tantos colores que si los juntas parecen un arcoíris malo y bruto, pero yo soy como los inuit: veo cientos de rojos cuando abro una herida y la araño para que se manchen mis uñas de verdad.

      Me gusta que las uñas se ensucien por debajo, que parezca que se van a salir. Que se noten mis huellas digitales. Que atardezca y se oxiden las nubes.

      A veces cuento los tonos y me pierdo con tanto número largo, tanto número feo. También he intentado nombrarlos en mi cabeza:

      rojo caracha

      rojo terreno

      rojo aguja

      rojo raspón.

      Pero luego olvido los nombres y tengo que inventarme otros:

      rojo canoa

      rojo hígado

      rojo pulga.

      Yo recuerdo todo. Por ejemplo, mi piel de gallina y la cabeza de gallina rodando en círculos junto a los pies de la abuela. Son dos cosas distintas pero iguales: mi piel levantada, la cabeza caída dibujando la forma de un vientre hinchado. Una redondez perfecta, como Dios.

      «El tiempo es una circunferencia», decía la abuela.

      Ella era gorda y besaba a los animales antes de decapitarlos o degollarlos.

      Los besaba en el cogote.

      Los besaba en las pezuñas.

      Sus cabezas caían rodando sobre un mismo eje igual que un trompo o en espiral, como la concha de un caracol.

      Geometría divina.

      A veces yo beso la sangre de los animales y los labios se me ponen pesados, urgentes. Me quedo así hasta que la sangre se seca y se pone rojo oscuro.

      Rojo pelo de árbol.

      Rojo cabeza de montaña.

      También beso mi sangre, pero menos, porque me da vergüenza. Es un gesto privado como cuando cierro la puerta, me miro al espejo y me pego.

      Son bonitos los chichones:

      los hematomas

      los cardenales

      los moretones.

      Son parecidos al interior de una cueva, a las piedras que recojo del río y pongo debajo de mi almohada para escuchar el torrente. Funciona, aunque mami diría: «¡No seas estúpida, tarada!».

      Según mami yo ya soy tarada, pero no estúpida.

      Según mami todavía puedo salvarme de la estupidez.

      Cuando tenía diez años ella me dejó con la abuela para que aprendiera cosas. Ahora estoy aquí con los caracoles, los mosquitos y las culebras. Con las ranas, los caballos y las cabras. Lavo los platos, barro el piso, cuido de los animales, restriego la espalda de la abuela con una piedra gris, recojo sus pelos blancos, le corto las uñas de las manos y de los pies, seco las plantas y las hierbas, ayudo a cocinar los remedios que enferman a las chicas, canto una canción inventada por la noche que dice: «Ai, ai, ai, las niñas lloran, las ranas saltan, los pollitos pían, pío, pío, las vacas mugen, muuu, los hombres jadean, aj, aj, aj, las lechuzas ululan, uuu, uuu, las niñas lloran, ai, ai, ai».

      La abuela dice que tengo voz de cencerro, voz de lechón triste. Dice que mami me abandonó y que no va a volver. «Se fue porque tienes el cerebro redondo», me explicó. «Y tus ideas se caminan por encima».

      A mí me gusta que los animales dibujen mi cerebro sobre la hierba fresca: un órgano brillante y bonito, como Dios oculto en las formas interiores. Hay personas que no lo entienden. Por ejemplo, mami nunca ha degollado a una vaca, nunca le ha abierto el vientre a un cerdo. No sabe que las cabezas ruedan en círculos y sueltan sangre rojo músculo.

      Sangre rojo arcilla.

      Sangre rojo vino.

      En cambio Firulais una vez le arrancó la cabeza a un gato. Yo creo que por eso se hacía pis en las alfombras, en la bañera, en el sofá. A mami no le gustaba limpiar nada de eso. «Guau, guau», decía y mojaba de un amarillo azufre la casa vieja. Entonces yo fregaba el piso con las manos hasta que la piel se me caía en láminas muy chicas. Luego me sentaba a contar los pedazos de mi piel muerta: tres, cuatro, siete, diez, quince, veinte… y me perdía con tanto número largo, tanto número horrible.

      A veces me corto y eso está mal. Eso está enfermo. La primera vez que lo hice se me hincharon las mejillas y mojé mis calzones. Cortarse es difícil, caerse duele mucho, pero cuando mi carne se abre veo agua de corazón y tiemblo. Yo sé que ese líquido que brota de mí es sucio y transparente. Sé que me hace frotarme donde no debo y que crece cuando me hago cortes en las piernas y en los pies.

      Hace tiempo vi con mami una peli de vampiros y me sentí vampiro, solo que a mí sí me gusta el sol.

      Me gustan las plantas, el chocolate, los caballos, las escaleras de grandes escalones, Firulais, las bañeras limpias, los ojos blancos de los corderos, el olor a caca de vaca. Me gusta el río y el rojo oxidado de la coagulación de la tierra. Me gusta Reptil, aunque ya no pueda hablarle. Me gusta mami, pero desde que vio mis cortes me mandó al páramo. Yo sé que ella le dijo mentiras a la abuela: que me robo tampones usados de la basura. Que canto canciones raras en las noches de luna llena. Que me corto el vello púbico. Que he aprendido a ser bruja: que es culpa de la abuela que yo huela a sangre y a genitales.

      Cuando iba al colegio también me lo gritaban las otras niñas: hueles a calzón, decían. Pero ellas no saben a qué huele eso de verdad.

      A cabras en celo.

      A parto.

      Es cierto que la sangre puede comerse. Cuando se coagula, deja de ser líquida y se transforma en alimento. Yo conozco la belleza de los coágulos como niños pequeños colgando del pelaje de las cabras. Los toco y sonrío porque son mis bebés. Mami no soporta que hable de la forma de la sangre. Le da miedo el páramo y le da miedo la abuela. A mí no me da miedo la piel de gallina, la cabeza de gallina. No temo al cuello de la vaca, ni a los intestinos del cerdo, ni a las cabras que lloran y gritan por las noches mojando la tierra con su solitaria leche. Nada que venga del interior de los animales me asusta porque ese interior de huesos y de arterias se parece al mío.

      «Adentro tenemos la espesura de la muerte como un árbol», decía la abuela cuando estaba fuerte y gorda y afilaba su machete frente a los lechones. Se bamboleaba entre ellos con su mandil de carnicera siempre sucio. Olía a cebolla. Olía a cartílagos. Por el día les hablaba a los animales y los besaba con ternura tosca en la cabeza antes de degollarlos o decapitarlos. Por la noche me besaba en el cogote y era un beso tan rápido que apenas lo sentía.

      «Abuela, me besas igualito que a los animales», le dije una vez y ella me sonrió.

      Muerte granate.

      Muerte escarlata.

      Muerte bermellón.

      Muerte carmesí.

      No sé por qué la gente piensa que la muerte es negra. Llevamos ríos rojos y una arboleda que estalla si se la rompe, pero todo está oculto bajo la piel de gallina, cacareando. Hay que abrir el cuerpo para ver la belleza de la sangre: matar, devolver a la tierra el tamaño de la raíz sanguínea. Si le cortas el cuello a una vaca, ella chilla y los ojos se le ponen blancos mientras cae y patea el viento. Ves el rojo como un torrente, como


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