La Extraña Hermanita. Barbara Cartland

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La Extraña Hermanita - Barbara Cartland


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procurado mantener las habitaciones listas, por si alguna vez llegaran a necesitarse. Estoy segura de que le gustará ver la alcoba de la señora Marquesa.

      Abrió otra puerta y Arabella se encontró frente a la habitación más hermosa que hubiera imaginado. El sol entraba a raudales por las ventanas abiertas resaltando la gran cama de cuatro postes, con cortinajes de seda bordada. En lo alto había espejos rematados con ángeles, muebles dorados tallados en madera, una alfombra tan suave como las plumas de un cisne. Había flores frescas en el tocador y Arabella sintió como si la habitación esperara la entrada de su dueña en cualquier momento, para reanudar la vida en el mismo punto en que la había abandonado. Era como un santuario del pasado y la señorita Matherson no sólo era la sacerdotisa, sino además la única devota.

      Como si adivinara lo que Arabella pensaba, la señorita Matherson se apresuró a decir:

      —Regresemos a mi salita. Espero me disculpe, señorita, por reclamar su visita. Estaba ansiosa de conocerla. ¡Recibimos tan pocos invitados en el Castillo!

      —El doctor Simpson pensó que sería bueno para Lady Beulah tener una compañera— contestó Arabella.

      —Sí, conocí su sugerencia de traer a una niña aquí, pero nadie esperaba que hallara una tan pronto. Estas habitaciones reciben todo el sol— afirmó la señorita Matherson al llegar a la salita—. Yo no dormía aquí, por supuesto, en vida de la señora Marquesa. Mi habitación estaba en el segundo piso. Pero he pensado que sería mejor estar cerca de las que fueron sus habitaciones.

      —Y mantenerlas tan hermosas. Sería una r.na…— dijo Arabella.

      —¡Que esta parte se estropeara como el resto del Castillo!—concluyó la señorita Matherson—, una vez fue espléndido y elegante, ahora es una verdadera desgracia.

      —¿El Marqués nunca viene a casa?— preguntó Arabella.

      —Su Señoria estuvo en el extranjero con su regimiento, hasta hace dos años. Ahora tengo entendido que está muy ocupado en Londres. La Casa Meridale, en la Plaza Berkeley, está, desde luego, abierta a las amistades de Su Señoria y de vez en cuando oímos noticias de ella, cuando mandan por un sirviente o un caballo.

      —¡Es una pena que no venga hasta aquí!— exclamó Arabella.

      —En verdad, me alegra mucho que usted permanezca aquí, acompañando a Lady Beulah. Ahora, señorita, se me disculpa sugerirlo, será mejor que regrese con la señorita Harrison, ya está cerca la hora del té. No debe importunarla por culpa de Matty.

      —¿Matty? ¿Así es como la llaman a usted?— preguntó Arabella.

      —Tengo aquí muchos años. Matty es el nombre que Su Señoria me dio cuando era un niñito. La señora Marquesa adoptó el nombre y me gusta pensar que lo hizo como expresión de cariño.

      La señorita Matherson tenía los ojos húmedos.

      —¿Cómo es el Marqués?— preguntó Arabella con curiosidad.

      —Apuesto y testarudo— afirmó la señorita Matherson.

      —¿Y usted lo quiere mucho?

      —Lo adoraba cuando era un niño, desde luego— contestó la anciana sin vacilación—, pero no he visto a Su Señoria en más de ocho años. Cómo es ahora, nadie lo sabe. Tal vez algún día lo averiguaremos.

      —¿Puedo visitarla otra vez?— preguntó Arabella—, me gustaría que me contara cómo era el Castillo en otros tiempos. ¿Hacían grandes fiestas? Tal vez pueda decirme cómo era el Marqués de niño. Yo no tuve hermanos. Y siempre quise ser hombre.

      —¿Por qué iba a desear tal cosa?— preguntó la señorita con una sonrisa—, pronto será una linda jovencita y los caballeros empezarán a cortejarla.

      —No tengo deseos de ser cortejada— contestó Arabella con voz dura—, porque soy mujer, odio a los hombres, ¡sí, los odio! ¡Son bestias, todos y cada uno de ellos!

      Habló con vehemencia, sin pensar, y sólo advirtió el efecto de sus palabras cuando vio la expresión asombrada en el rostro de la señorita Matherson.

      —Lo siento— añadió con suavidad—, no debí hablar así.

      —Yo comprendo— dijo la señorita Matherson con gentileza—. Ahora,

      por favor, tome sus libros y corra, señorita. Y vuelva aquí cuantas veces quiera. Siempre será bienvenida en esta habitación.

      —Gracias— repuso Arabella sonriendo. Entonces, al llegar a la puerta, la señorita Matherson agregó:

      —Tenga cuidado. Le suplico que sea cuidadosa. Noto que usted no es tan pequeña como imaginaba. Aquí sólo estará segura mientras aparente ser muy pequeña y tonta.

      —¿Qué quiere decir con eso?— preguntó Arabella.

      —jNada que pueda explicarle!

      La señorita Matherson cruzó la habitación y casi empujó a Arabella para que saliera. Impulsada por una sensación de peligro, que no lograba comprender, Arabella se echó a correr para llegar a la sección infantil justo a tiempo. Un lacayo llevaba el servicio del té en una enorme bandeja de plata, y otro ponía la mesa, con un fino mantel de lino.

      Era obvio que la señorita Harrison llevaba una buena vida. Sólo la nobleza y la gente muy rica podía darse el lujo de tomar té todos los días, ya que era un producto muy caro.

      Arabella entró en la habitación y oyó a la señorita Harrison lanzar un tremendo ronquido antes de despertar.

      —¡El té!— exclamó—, justo lo que necesito… tengo la garganta seca y áspera como lija!

      Beulah estaba despierta, sentada en la cama, con tres gatitos que forcejea* ban en sus brazos. Su cara grande y redonda era inexpresiva, pero sus ojos se veían brillantes, algo inteligentes.

      —Con cuidado— dijo Arabella—, los gatitos son pequeños. Y tú eres muy fuerte.

      —Gatitos… de Beulah… todos de Beulah…

      —Sí, por supuesto que son tuyos— replicó Arabella—, y no debes lastimarlos, porque son pequeñitos.

      Se dedicó a vestir a la niña, la peinó y la llevó al salón de clases.

      La señorita Harrison ya estaba instalada en la mesa. Llevaba puesto un llamativo vestido de raso rojo y servía el costoso té en porciones considerables dentro la tetera de agua hirviente.

      —¿Quieres té?— preguntó a Arabella—. Beulah toma leche.

      —Chocolate… chocolate— gritó Beulah.

      —Haz sonar la campanilla— ordenó la señorita Harrison a Arabella—. ¡Esos inútiles! ¿Por qué no preguntan a la niña lo que desea antes de salir de aquí?

      Arabella vio los pastelillos, galletas y bizcochos que había servidos, pero no tenía hambre. Había almorzado más de lo que acostumbraba.

      —Yo ceno a las seis —informó la señorita Harrison con satisfacción, mientras esparcía una gruesa capa de mantequilla sobre un bizcocho, para continuar cubriéndolo con una dorada miel de un pequeño plato de cristal cortado—. Beulah se va a dormir a las cinco y media.

      Arabella se alegró cuando llegó la hora de acostar a Beulah que gritaba pidiendo sus gatitos. La institutriz sugirió que también ella podía retirarse a su cuarto.

      —Buenas noches, señorita Harrison— dijo con cortesía, haciendo una rápida reverencia.

      —Buenas noches, Arabella— contestó la institutriz.

      A la joven le resultaba difícil no mirar en la mano regordeta de la mujer, el anillo de su madre. A la luz del sol brillaba revelando los dos corazones entrelazados, uno formado por un rubí y otro por un brillante. Recordó con toda claridad y cercanía, la Navidad


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