Por algo habrá sido. Jorge Pastor Asuaje

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Por algo habrá sido - Jorge Pastor Asuaje


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a la escuela. Pero a mi no me importaba, yo quería jugar igual y eran varios también los que se quedaban. Los suficientes como para armar un equipo de siete. No teníamos un buen arquero, pero lo teníamos a Joaquín de defensor, con el Tortuga o con Carlitos; al Pato en el medio y a Jorge adelante, con Omar y conmigo. Aunque esa formación podía llegar a alterarse si Carlitos y Jorge tenían que jugar al rugby. Al Gordo mucho no le gustaba jugar al fútbol, quizás porque se sentía más cómodo en la pesca; con la caña en la mano su peso no era una desventaja ostensible, como en la cancha. Sin embargo, tan mal no lo hacía. El Pato y Omar, no tardé en descubrirlo, eran decididamente buenos. Con estilos muy distintos: Omar era un talentoso, frío, pero genial por momentos, y pronto llegamos a formar una pareja brillante en la delantera de la división. El Pato era un batallador que manejaba bien la pelota, tipo Pachamé; le gustaba pisarla y por eso le habían puesto “El Pato” en su barrio, donde alguien alguna vez dijo que se parecía al Pato Pastoriza.

      A los pocos meses de empezar las clases llegó el momento esperado: el campeonato interno de fútbol entre las once divisiones de primer año.

      Hasta entonces habíamos jugado solamente entre nosotros y había que ver si podíamos formar realmente un buen equipo. Pero el debut fue rutilante: aplastamos a nuestros rivales con una diferencia abrumadora y con Omar nos entendimos como si hubiéramos jugado toda la vida juntos. Dimos espectáculo. En uno de esos primeros partidos, no sé si fue eso u otro, el carácter de Joaquín iba a aparecer en toda su dimensión. Si bien él había dicho que era número cinco, como dos demostró ser una fiera. A pesar de ser petisito tenía una fortaleza tremenda y era implacable persiguiendo a los delanteros y rechazando. En ese partido no había tenido mucho trabajo, íbamos ganando once a dos pero el igual se enojaba porque decía que lo dejábamos solo en la defensa. En uno de sus escasos ataques, nuestros rivales nos hacen un gol. Joaquín se puso a llorar de calentura y se fue de la cancha, puteándonos por la falta de entrega al equipo. Al rato ya estaba de nuevo jugando, con una bronca bárbara y corriendo como si estuviésemos jugando la final del mundo, empeñado en hacer un gol.

      A pesar de la cohesión que habíamos alcanzado adentro de la cancha, afuera las relaciones todavía no eran muy fluidas. El más dado era Manuco, el primero de la fila, por estatura; era alegre y ocurrente y aunque su familia estaba en muy buena posición, se relacionaba con todos sin importarle las diferencias sociales. Los demás, cada uno tenía algún motivo para no estar completamente integrado: Joaquín encerrado en su soledad de provinciano recién llegado; el Tortuga(que todavía no era el Tortuga) con una parquedad a veces hasta agresiva; el Pato y Omar con su laconismo; el Gordo con sus complejos; Daniel con su obsesión por los tractores; Claudio con sus prejuicios de clase; Rubén(con acento en la e, no como el Ruben de mi barrio) con sus prejuicios políticos de izquierda; Carlitos preocupado en hacer facha y Jorge por el rugby. Las mujeres, por su lado, estaban subdivididas entre ellas, y yo, con mis contradicciones, flotaba entre todos.

      Ese primer año fue suficiente para definir personalidades y entrever afinidades. Aunque me daba vergüenza invitar a los compañeros de estudio a mi casa, porque el baño estaba en el fondo, a Joaquín lo invite igual; jugamos un rato al fútbol y comimos ciruelas. Estábamos en primavera. Joaquín era tímido y retraído pero muy amable. A mis abuelos les cayó muy bien, porque además estaba viviendo en la casa de un viejo conocido de ellos, en el barrio del Regimiento 7.

      Cuando estaban por terminar las clases, Daniel nos invitó a todos los varones a su casa en el campo, allá en Bavio. Nos quedó el culo roto de montar a la Virreina, una yegua vieja, bautizada con el nombre de una pura sangre que estaba ganando todas las carreras en Palermo y San Isidro. Recorrimos la chacra y salimos a cazar pajaritos con la gomera. El único que cazó algo fue Rubén. Tenía una fuerza descomunal en los brazos y le dio de lleno en el medio del pecho a una torcacita. Le incrustó la piedra hasta el corazón.

      Volvimos en el último tren de la tarde, a esa hora Bartolomé Bavio parecía un pueblo del Lejano Oeste en la antesala de un duelo. El sol se desparramaba vigoroso por las calles anchas y desiertas, sobre los techos de las casas mustias y en el corazón de los patios. La vida aún no había despertado de la siesta. Como nuestra adolescencia.

      Aquellos versos de Darío

      “En medio del humo que lanza el tabaco…”, los ventanales son altísimos, “ve el viejo el lejano, brumoso país”, el sol del otoño se amansa en las copas de los árboles, “adonde una tarde, caliente y dorada”, la luz de la siesta es un suspiro de oro, “tendidas las velas partió el bergantín”, que inunda la penumbra del aula con una caricia de eternidad. Darío prosigue su estrofa y el tiempo detiene su curso, la hora de literatura de primer año novena división no terminará a las cuatro y cinco, la profesora Ocampo seguirá recitando el soneto por los siglos de los siglos, en las tardes del alma. Aún hoy no sé lo que es una senestesia ni un hipérbaton, como no lo supe entonces, como no podré saberlo nunca. Siempre recordé, en cambio, aquellos versos de Rubén Darío, sin saber siquiera el nombre del poema ni el libro al que pertenecían. Nunca más volví a leerlo hasta muchos años después, en la facultad, cuando fui a rendir el último examen para recibirme de periodista. Fue un reencuentro y una revancha; no sólo pude descomponerlo y analizar todas y cada una de las figuras poéticas, sino que hasta inventé algunas inexistentes en el texto pero suficientes como para apabullar a una profesora tan absorta como inconsistente. Allí terminé desestimando definitivamente el valor de esos análisis literarios: no se puede confiar en el rigor de una ciencia que alguien tan poco serio como yo es capaz de manejar a su antojo.

      Un hombre muy hombre

      El titular de la cátedra y presidente de la mesa en ese examen era el legendario Eithel Orbit Negri, el “Chicho”. Parecía eterno, había sido compañero de mi madre en la facultad de Humanidades, donde un profesor malicioso se aprovechaba de su ambiguo nombre para llamarlo:”A ver, señorita Negri, pase al frente”, decía leyendo la lista y haciéndose el desentendido, como si no supiera de quien se trataba. Y él estallaba indignado “No soy señorita, soy señor”, en un tono que reafirmaba aún más la ambigüedad. Cuando nosotros entramos al Nacional, los de los años superiores nos preguntaban” ¿Te tocó a Negri, te tocó a Negri?”, como mentando el nombre del diablo. Pero no nos tocó a Negri, nos tocó Ocampo, cuya reputación no era mucho mejor, en lo que a exigencia se refiere. Y es cierto que era un poco dura a la hora de la gramática, pero sus horas de literatura para mí eran un placer y hasta me permitía alguna salida graciosa., como cuando nos explicaba que correr era un verbo como saltar, tirar o caminar: - Asuaje, a ver, déme un ejemplo, ¿usted que corre?

      - La coneja profesora…

      Se tuvo que reír.

      Pero con Negri nadie hacía chistes. A sus espaldas, muchos imitaban sus modales amanerados, pero públicamente sólo se burlaban de él los de la troupe de sexto año, que ya se iban de la escuela y no temían ninguna represalia. Ampliamente conocido en los ambientes del centro de la ciudad, por su intensa actividad docente en la universidad y los colegios secundarios, durante décadas sus inclinaciones sexuales han sido la comidilla de varias generaciones de alumnos y profesores que se burlaron de su “falta de hombría”.

      Aunque abundaban los rumores de que andaba por calle siete de levante, ofreciéndoles plata a los machos que encontraba en las esquinas y otras versiones más morbosas, ninguno pudo nunca dar testimonio de su homosexualidad.

      De lo que sí hay testigos es de la actitud que tuvo en la época de la dictadura. En esos tiempos en los que muchos “machos bien machos” se cruzaban de vereda para no saludar a los amigos que podían comprometerlos; cuando los hombres de masculinidad insospechable negaban amistades y cerraban puertas por miedo; “el puto”, “el maricón” de Negri no sólo no negó nunca un saludo sino que más de una vez se acercó a la casa de los padres de algún desaparecido para ofrecerle su solidaridad. Aunque ideológicamente nunca fue un hombre de izquierda, sino más bien todo lo contrario.

      Por eso es justo decir, que pocos han sido tan hombres como él.

      Manchester

      Ese


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