Las leyes de la naturaleza humana. Robert Greene

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Las leyes de la naturaleza humana - Robert Greene


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Entre todas ellas, Jeanne parecía la más poseída. Sus contorsiones eran más violentas, y los demonios que hablaban por su boca más estridentes en sus juramentos satánicos. Aquélla era una de las posesiones más fuertes de que se tuviera noticia y el público presenciaba los exorcismos de Jeanne con preferencia sobre todos los demás. Los exorcistas se persuadieron de que Grandier, pese a no haber puesto nunca un pie en el convento ni haberse reunido con Jeanne, había embrujado y pervertido a las buenas hermanas de Loudun. Pronto fue arrestado y acusado de hechicería.

      Con base en las evidencias se le condenó a muerte y, previa tortura, fue quemado en la hoguera el 18 de agosto de 1634, ante una enorme multitud. Todo el asunto se olvidó en poco tiempo. Las monjas se vieron repentinamente libres de demonios, menos Jeanne; los espíritus no sólo se negaban a dejarla, sino que aumentaron su poder sobre ella. Enterados de esa infame posesión, los jesuitas decidieron hacerse cargo del problema y enviaron al padre Jean-Joseph Surin para que exorcizara a Jeanne de una vez por todas. Surin la juzgó un caso fascinante. Muy versada en demonología y obviamente abatida por su destino, no se resistía del todo a los demonios que la habitaban, a cuya influencia quizás había sucumbido.

      Una cosa era cierta: cobró especial aprecio por Surin, con quien sostenía prolongadas conversaciones espirituales. Ya oraba y meditaba con más energía. Se deshizo de todos los lujos posibles: dormía en el suelo y pedía que sus alimentos se rociaran con pociones de ajenjo, que inducían el vómito. Informaba de sus progresos a Surin, a quien le confesó que “se había aproximado tanto a Dios que recibió […] un beso de su boca”.

      Con la ayuda de Surin, un demonio tras otro huyeron de su cuerpo. Y más tarde tuvo lugar su primer milagro: en la palma de su mano izquierda podía leerse con toda claridad el nombre de José. Cuando se desvaneció días después, fue reemplazado por el de Jesús, y luego por el de María y otros más. Éstos eran estigmas, señal de la genuina gracia de Dios. Después de esto, Jeanne enfermó de gravedad y estuvo a punto de morir. Dijo que la había visitado un joven y hermoso ángel de largo cabello rubio y después el propio san José, quien la tocó en el costado, donde más le dolía, y la ungió con un aceite fragante. Tras recuperarse, el aceite dejó en su hábito una marca de cinco gotas. Los demonios se habían marchado ya, para gran alivio de Surin. Concluido el caso, Jeanne lo sorprendió con una insólita solicitud: quería recorrer Europa para mostrar esos milagros a todos. Sentía que era su deber hacerlo. Esto parecía sumamente contradictorio dado su carácter modesto y siempre tan poco mundano, pero Surin aceptó acompañarla.

      En París, enormes multitudes llenaron las calles fuera de su hotel, deseosas de verla siquiera por un instante. Conoció al cardenal Richelieu, quien se mostró conmovido y besó el fragante hábito, ya estimado una reliquia sagrada. Ella enseñó sus estigmas a los reyes de Francia y prosiguió su recorrido. Se reunió con los mayores aristócratas y luminarias de la época. En una ciudad, muchedumbres de siete mil personas entraron todos los días al convento donde se alojaba. La demanda de conocer su historia fue tan intensa que decidió publicar un folleto en el que describía con gran detalle su posesión, sus pensamientos más íntimos y el milagro que le había ocurrido.

      A su muerte, en 1665, la cabeza de Jeanne de los Ángeles, como ya se le llamaba entonces, fue separada de su cuerpo, momificada y depositada en una caja de cristales y armazón de plata. Se le exhibió junto al hábito con ungüento en la casa de las ursulinas en Loudun hasta su desaparición, durante la Revolución francesa.

      Interpretación

      En sus primeros años, Jeanne de Belciel mostró un insaciable apetito de atención. Fastidió a sus padres, quienes se deshicieron de ella y la enviaron a un convento en Poitiers. Procedió entonces a enloquecer a las monjas con sus sarcasmos e increíble aire de superioridad. Despachada a Loudun, todo indica que decidió probar ahí un método distinto para obtener el reconocimiento que necesitaba desesperadamente. Luego de recibir libros de espiritualidad, resolvió aventajar a todas las demás en conocimientos y conducta piadosa. Hizo alarde de ambos propósitos y se ganó el favor de la priora. Pero como superiora se aburría y la atención que recibía era insuficiente. Sus sueños con Grandier eran una mezcla de invención y sugestión. Pronto llegaron los exorcistas, ella recibió un libro de demonología que devoró y, luego de empaparse de todo lo relativo a la posesión diabólica, se entregó a los rasgos más dramáticos, que los exorcistas tomaron como símbolos indudables de posesión. Jeanne pasó a ser así la estrella de aquel espectáculo público. Poseída, llegaba más lejos que ninguna en su degradación y su comportamiento lascivo.

      Tras la horrible ejecución de Grandier, que afectó mucho a las demás monjas, sin duda arrepentidas del papel que habían desempeñado en la muerte de un inocente, sólo Jeanne consideró insoportable la súbita falta de atención, elevó la apuesta y se negó a soltar sus demonios. Ya era experta en distinguir las debilidades y ocultos deseos de quienes la rodeaban: primero la priora, después los exorcistas, ahora el padre Surin. Él deseaba tanto ser quien la redimiera que se tragó el más simple de los milagros. En cuanto a los estigmas, más tarde se especuló que ella grababa los nombres con ácido o los trazaba con almidón coloreado. Curiosamente, sólo aparecían en su mano izquierda, donde era fácil que los escribiese. Se sabe que en condiciones de histeria extrema, la piel se vuelve muy sensible y basta una uña para conseguir ese efecto. Conocedora de la forma de preparar remedios con hierbas, le fue muy sencillo aplicar gotas fragantes. Una vez que la gente había creído en los estigmas, no cabía duda de la unción.

      Ni siquiera Surin estaba convencido de que fuera necesario recorrer Europa. Jeanne no podía disfrazar para entonces su apetito de atención. Años después ella escribió su autobiografía, en la que admitió el lado teatral de su personalidad. Todo el tiempo representaba un papel, si bien sostuvo que el milagro último había sido real. Muchas de sus compañeras que la habían tratado de manera cotidiana no se dejaron engañar por su fachada y la describieron como una actriz consumada adicta a la fama y la atención.

      Una de las extrañas paradojas del narcisismo profundo es que suele pasar inadvertido para los demás hasta que se vuelve demasiado extremoso para ser ignorado. La razón de esto es simple: los narcisistas profundos son maestros del disfraz. Se dan cuenta muy pronto de que si revelaran a los demás su verdadero ser —su necesidad de constante atención y de sentirse superiores—, repelerían a la gente. Usan en su beneficio su falta de un yo cohesionado. Ejercen muchos papeles; encubren su necesidad de atención con diversos recursos dramáticos; llegan más lejos que nadie en su apariencia moral y altruista. No se limitan a dar o a apoyar la causa correcta: hacen ostentación de ello. ¿Quién querría dudar de la sinceridad de ese despliegue ético? O bien, siguen la dirección contraria y se deleitan en su condición de víctimas, de alguien que sufre a manos de los demás o es desdeñado por el mundo. Es fácil caer en la trampa de esa teatralidad, sólo para sufrir después, cuando los narcisistas te agobian con sus necesidades o te utilizan para sus propósitos. Explotan tu empatía.

      La única solución es no dejarte engañar por el truco. Reconoce a las personas de este tipo por el hecho de que los reflectores siempre parecen estar sobre ellas y de que son superiores en supuesta bondad, sufrimiento o sordidez. Ve el continuo dramatismo y teatralidad de sus gestos. Todo lo que hacen o dicen es para consumo público. No permitas que te conviertan en un daño colateral de su drama.

      3. La pareja narcisista. En 1862, varios días antes de que León Tolstói, de entonces treinta y dos años, se casara con Sonya Behrs, de sólo dieciocho, él decidió repentinamente que no debía haber secretos entre ellos. Como parte de esta decisión le entregó sus diarios y, para su sorpresa, lo que ella leyó le arrancó lágrimas y furia por igual. En esas páginas él había escrito acerca de sus numerosas aventuras románticas, entre ellas su amor, aún vigente, por una campesina de los alrededores con la que había concebido un hijo. También se podía leer sobre los burdeles que frecuentaba, que había contraído gonorrea y que sentía pasión por los juegos de apuestas. Ella sintió celos e indignación al mismo tiempo. ¿Por qué la había hecho leer eso? Lo acusó de tener segundas intenciones, de que no la amaba de verdad. Desconcertado por esta reacción, él le lanzó iguales acusaciones. Había querido compartir sus antiguos hábitos para que ella entendiera que los abandonaba gustosamente a cambio de una nueva


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