Hielo y ardor - Una novia por otra. Kate Walker

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Hielo y ardor - Una novia por otra - Kate Walker


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      Lo miró fijamente. Y él mantuvo la vista clavada en la suya.

      Hasta que sonó su teléfono móvil.

      Sebastian se metió la mano en el bolsillo del vaquero, haciendo que Neely se fijase de nuevo en su atlético cuerpo.

      Frunció el ceño. ¿Por qué le había preguntado si iba a pintar la casa de rosa? Sebastian había abierto los botes de pintura, así que ya debía de haber visto que ninguno era rosa.

      –Tengo que responder al teléfono –se disculpó.

      –Adelante –contestó, pero él ya se había vuelto hacia la puerta.

      Le sorprendió su tono de voz, mucho más dulce de lo habitual. Hasta parecía estar sonriendo.

      –Eh, ¿qué ocurre?

      Debía de ser su novia.

      Sin saber por qué, aquello la sorprendió. Aunque era lo suficientemente guapo. Y tal vez tuviese un lado que no mostraba en el trabajo. Quizás era encantador cuando salía de allí. Aunque, según Max, Sebastian trabajaba tantas horas al día como él.

      No oyó qué más decía, porque salió a la terraza. Neely tampoco quiso escucharlo a escondidas. No tenía ningún interés en oírle murmurar tonterías a su novia. No podía ni imaginárselo.

      Aunque no pudo evitar hacerlo. Debía de ser una mujer alta, rubia y delgada. Inexpresiva. De las que tenían todo el día una sonrisa tonta en los labios.

      ¿Serían capaces, entre los dos, de generar el suficiente calor como para romper el hielo?

      Entonces, Sebastian habló en voz alta.

      –No llores, por favor –dijo exasperado–. Odio oírte llorar.

      ¿Había hecho llorar a su novia?

      Lo vio hacer una mueca, suspirar, colgar el teléfono y dejarlo en la hamaca que había en la terraza.

      –Eso no ha estado bien –comentó Neely en voz alta.

      –¿El qué? –preguntó él, volviéndose a mirarla.

      –Hacerla llorar y luego colgarle.

      –Volverá a llamar –dijo Sebastian, entrando en el salón sin recoger el teléfono.

      Neely frunció el ceño. ¿Así que salía con una mujer sumisa a la que podía tratar todo lo mal que quisiera?

      –¿Cómo lo sabe? Yo no lo haría.

      –Bueno, pero usted no es mi hermana.

      ¿Tenía una hermana? Neely no se imaginaba a Sebastian Savas con una familia. Siempre había pensado que debían de habérselo encontrado debajo de un témpano de hielo, en alguna parte.

      –Pues yo no volvería a llamarlo si fuese su hermana.

      –Ya, pero supongo que tampoco esperaría que le pagase la boda.

      Aquello la sorprendió. No sólo tenía una hermana, sino que, además, la ayudaba económicamente.

      El teléfono volvió a sonar.

      –¿Ve? –le dijo Sebastian.

      –Tal vez no sea ella.

      –¿Quiere apostar algo?

      –No. Bueno, ¿no va a responder?

      Él suspiró.

      –Supongo que debo hacerlo. De todos modos, seguirá llamando hasta que conteste.

      Salió fuera de nuevo y contestó al teléfono. Neely se quedó dentro y fingió que no le interesaba la conversación.

      Pero era difícil no interesarse por un hombre al que le sentaban tan bien los pantalones vaqueros.

      Y no era sólo eso. Había algo en el nuevo Sebastian que le intrigaba. Tal vez fuese el hecho de saber que tenía una familia. Tal vez fuese el verlo interactuar con su hermana. La conversación no estaba siendo breve. Y él no se estaba comportando de manera exigente y desdeñosa, como en el trabajo.

      Le había dicho a su hermana que odiaba oírla llorar.

      Al Sebastian del trabajo no le habría importado que todo un equipo se deshiciese en lágrimas.

      Era interesante, sí. Aunque, en realidad, ella no estaba interesada. Sólo tenía… curiosidad.

      No obstante, seguía molesta con él. Había comprado la casa. Y había pensado que ella la querría pintar de rosa. ¡Y creía que se acostaba con Max!

      Lo escrutó con la mirada. Vio que terminaba la llamada y volvía a tirar el teléfono. Luego se quedó un momento inmóvil, mirándola, aunque a Neely le dio la sensación de que no la estaba viendo.

      Lo que no sabía era lo que estaba viendo.

      En ese momento, sonó el teléfono de ella.

      –Eh, ¿qué estás haciendo? –le preguntó Max.

      Neely sonrió.

      –Estoy intentando convencer a Sebastian Savas de que me venda la casa flotante de Frank.

      –¿Qué? –preguntó Max sorprendido.

      –Es una larga historia –contestó ella. Sebastian entró en el salón–. Luego te la contaré.

      –Durante la cena.

      En otras circunstancias, ella le habría dicho que no podía quedar a cenar. Ya habían estado navegando juntos el día anterior, e iban a volver a hacerlo al día siguiente. Le alegraba que Max estuviese empezando a vivir, pero toda su vida no podía girar alrededor de ella.

      –He oído que hay un restaurante japonés estupendo –la tentó él.

      Sebastian la miró con el ceño fruncido.

      –Está bien, Max.

      Sebastian apretó la mandíbula.

      –Nos veremos a las siete –dijo Neely antes de colgar–. Max y yo vamos a salir a cenar –le contó a Sebastian, por si no se había enterado.

      –Me alegro.

      –Sí. Nos estamos divirtiendo mucho. Estamos conociéndonos.

      –Seguro que sí.

      –Creo que vamos a ir a un restaurante japonés nuevo. Yo tengo que trabajar un poco, pero no he podido resistirme. Me ha hecho una oferta que no he podido rechazar –añadió. Tal vez se estaba pasando un poco.

      –Sí –dijo él en tono frío. No era una pregunta.

      –Humm –Neely le sonrió de oreja a oreja–. Creo que llevaré a Harm a dar un paseo, luego me prepararé para salir –tomó la correa de Harm y fue hacia la puerta–. Hasta luego.

      –¿Robson?

      –¿Sí?

      –¿Quiere comprar la casa?

      –Sí, por supuesto –contestó ella, se le había acelerado el pulso–. Ya sabe que sí.

      Sebastian hizo una mueca.

      –Pues hágame una oferta que no pueda rechazar.

      HACERLE una oferta?

      ¿Como cuál?

      ¿Quería que le ofreciese lo que suponía que le estaba ofreciendo a Max?

      Le entraron ganas de estrangularlo. O de darle un puñetazo. O de hacer lo que fuese necesario para quitar aquella expresión de suficiencia de su guapo rostro.

      Pero lo que hizo fue salir a cenar con Max y ponerle la cabeza como un bombo acerca del nuevo dueño de la casa flotante.

      –¿Te interesa? –le preguntó Max–.


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