Estrella Fugitiva. Barbara Cartland

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Estrella Fugitiva - Barbara Cartland


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a que la casa estuviera en silencio. Le dejé una nota a papá sobre mi almohada y bajé por la escalera posterior. César acudió cuando le silbé; lo ensillé... ¡y vine a buscarte!

      —Pero, milady— empezó a decir Millet, pero ella lo interrumpió para decir:

      —No intento regresar, así que no fui tan tonta como para venir sin nada. Traje algunos de mis mejores vestidos en el lomo de César y una bolsa con todo lo que pensé que podía necesitar y que colgué a la silla.

      Millet la miró lleno de estupor.

      —Pero, milady, no se puede usted quedar aquí.

      —Tengo que hacerlo, Mitty. ¿No te das cuenta? Este es el único lugar donde jamás soñarían en buscarme.

      Se rió brevemente, con una risa amarga.

      —¡Jamás se le ocurriría a papá, ni por un momento, que yo hiciera algo tan reprensible como venir a Baron´s Hall!

      —¡Pero, milady!— volvió a decir Millet.

      —Ya sé que vas a discutir conmigo, Mitty— dijo Lady Grace—, pero antes que lo hagas, por favor, trae mis vestidos y las otras cosas que dejé en el lomo de César. Son todo lo que poseo en el mundo y no quiero que el caballo vaya a arrojarlas al suelo y a patearlas.

      Millet abrió la boca para protestar, pero Lady Grace lo detuvo diciéndole en un tono suplicante que resultaba irresistible:

      —Por favor, Mitty. Por favor, querido Mitty, haz lo que te digo.

      Con un suspiro, Mitty salió de la despensa, cerrando la puerta tras él.

      Cuando el mayordomo se marchó, Lady Grace se llevó las manos al rostro, en actitud defensiva.

      «Tengo que quedarme… aquí», se dijo «¿Adónde podría ir… sin que me encontraran? Además, tengo… muy poco dinero».

      Antes de salir del Castillo, había pensado desesperadamente, cómo obtener algún dinero.

      Nunca había existido una razón para que ella tuviera en su poder más de uno o dos soberanos y unas cuantas monedas de plata para contribuir a la colecta de la iglesia.

      Sin embargo, había traído con ella las joyas de su madre que no estaban guardadas en la caja fuerte de la despensa.

      No le fue posible sacar el resto, porque el nuevo mayordomo no era como el viejo y querido Mitty y sin duda se habría negado a dejarla tomar algo de lo que estaba a su cuidado, sin pedir permiso primero al dueño de la casa.

      Había tratado de ser práctica y de pensar en todo antes de escapar de casa.

      La fortalecía en su decisión de huir, impulsándola a darse prisa, la convicción de que jamás, por ningún motivo, podría casarse con el Duque.

      Al volver los ojos hacia atrás, vio lo ingenua y tonta que había sido al permitir que, para empezar, la convencieran para que lo aceptara.

      Todo fue obra de su madrastra, quien había sido lo bastante ' astuta para salirse con la suya.

      Grace, en comparación con ella, era una criatura crédula e ignorante.

      Le había emocionado que la pretendiera el Duque de Radstock y que le informaran que iba a convertirse en su esposa.

      Era un privilegio que, como bien sabía, habría constituido la más cara ambición de la mayor parte de las jóvenes que conocía.

      El Duque no era sólo uno de los nobles más importantes del condado y el más rico, sino que era un deportista y sus caballos habían ganado casi todas las carreras clásicas.

      —Los brillantes de los Radstock son fantásticos… mejores que los de la propia Reina— había dicho su madrastra.

      Y, en un tono que dejaba adivinar su envidia, prosiguió:

      —Serás Dama de la Cámara, por herencia. ¡Asistirás a todos los bailes oficiales, y se dice que la Reina tiene una especial predilección por el Duque! Pero, bueno, de todos es bien sabido que a Su Majestad le encantan los hombres apuestos.

      Todo parecía muy atractivo.

      A Grace le encantaban los caballos, pero no le impresionaban los relatos sobre las enormes mansiones del Duque, llenas de tesoros reunidos a través de los siglos, pues siempre había vivido en un Castillo muy amplio.

      La desilusionó un poco que su pretendiente se hubiera acercado a su padre antes de asegurarse si ella estaba dispuesta a convertirse en su esposa.

      Pero entonces se dijo a sí misma, con bastante sentido común, que al Duque jamás se le habría ocurrido que alguien pudiera ser capaz de rechazarlo, ya que él constituía el mejor partido matrimonial de todas las islas Británicas.

      Su madrastra había mencionado brevemente que el Duque había sido casado antes. Pero, después de todo, su esposa estaba muerta, ¿y qué objeto tendría hurgar en el pasado o concederle importancia al hecho de que era lo bastante viejo para ser su padre?

      Como Grace se dejó llevar por su imaginación, había soñado en cómo sería su vida cuando fuera Duquesa, sin pensar realmente en el Duque como hombre y como marido.

      Lo había visto como a un ser casi irreal, como a uno de los héroes mitológicos del pasado, quienes habían adquirido más importancia en su vida que las personas que la rodeaban.

      Como fue la más pequeña de su familia, y entre ella y sus hermanos había mucha diferencia de edad, Grace había crecido sola, teniendo como únicos compañeros los libros que leía con avidez.

      Sus niñeras e institutrices la reñían con frecuencia, advirtiéndole que se le iban a acabarse los ojos.

      —¡Leer! ¡Leer! ¡Leer!— le había dicho su niñera muchísimas veces—. ¡Vas a ser ciega como un topo cuando llegues a mi edad, y si no, recuerda mis palabras!

      Grace nunca le hizo caso. Los libros estimulaban su imaginación y la transportaban a un mundo ideal, donde todo era hermoso y Reinaba la felicidad.

      Y ahí, desde luego, no había mujeres desagradables, de voces chillonas, como la de su madrastra, que la lastimaran.

      No se trataba del hecho de que la nueva Condesa de Sheringham estuviera ocupando el lugar de su madre en la casa, ni de que estuviera celosa porque ella acaparaba la atención de su padre. Era que, de manera instintiva, Grace se daba cuenta de que Daisy Sheringham no era una mujer decente.

      No acertaba a explicarse esa sensación, pero lo cierto era que detestaba cualquier contacto con su madrastra.

      Comprendió que debía haber desconfiado desde el primer momento cuando ella le anunció que iba a casarla con el Duque de Radstock.

      «Estaba ciega… completamente ciega… como un gatito que no hubiera… abierto los ojos», pensaba ahora.

      El descubrir la verdad detrás de todo aquello, esa misma tarde, la había hecho casi enfermarse de horror y de aprensión.

      El Duque había llegado para quedarse unos días en el Castillo y hacer los últimos preparativos de la boda.

      Grace lo había visto muy poco hasta entonces. De hecho, como se acostumbraba cuando se trataba de mujeres muy jóvenes, nunca se le había permitido estar a solas con él, excepto unos pocos minutos, la vez que su padre la había hecho acudir al Salón Rojo, donde lo encontró con el Duque.

      Grace ni siquiera sabía que el hombre con quien le habían dicho que iba a casarse estuviera en el Castillo.

      Por lo tanto, no sólo se había sorprendido al verlo, sino que se sintió muy turbada cuando atravesó la habitación, consciente de que él la observaba.

      Ella había hecho una cortesa reverencia, sin atreverse a levantar los ojos hacia él.

      —Tu madrastra debe haberte dicho ya, Grace— le había dicho su padre—, que


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