Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini

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Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini


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ninguna solución válida, solo rabia, vagas promesas de devolver a Alemania su grandeza y gritos.

      Varios días antes de que el pueblo alemán acudiese a las urnas, Estados Unidos iba a elegir a su próximo presidente. Greta también siguió estas elecciones con gran interés. Sabía que entre la escalada de la Gran Depresión y una tasa de desempleo superior al veinte por ciento, al presidente Herbert Hoover le iba a costar convencer a nadie de que merecía cuatro años más al frente del país. Greta prefería a su contendiente demócrata, el gobernador de Nueva York Franklin D. Roosevelt. El New Deal que proponía, con su política progresista de ayudar a los empobrecidos y reactivar la economía, perfectamente podía salvar a aquel país, mientras que lo único que ofrecía Hoover era un prolongado estancamiento.

      Hacía ya muchas horas que había empezado el miércoles 2 de noviembre en Berlín cuando Greta se enteró de que Roosevelt había ganado por abrumadora mayoría.

      —¡Siete millones de votos! —exclamó asombrada mientras la radio del Bierpalast daba la noticia con la música de fondo de Vuelven los días felices.

      —Estupendo para los estadounidenses —refunfuñó un amigo—, pero ¿qué supone para nosotros, aquí, en Alemania?

      —Quizá sea una señal de que el mundo empieza a seguir un rumbo nuevo y progresista —dijo Greta.

      Josef la miró, incrédulo.

      —Este optimismo injustificado, ¿es un hábito que adquiriste en Estados Unidos?

      A Greta casi le da la risa.

      —Eres la primera persona que me considera una optimista.

      —Todo es relativo. Díselo al profesor Einstein.

      Otro amigo levantó las manos pidiendo paz.

      —Si el señor Roosevelt consigue darle la vuelta a la economía estadounidense, puede que sus bancos vuelvan a conceder préstamos al exterior. Eso nos ayudaría.

      —Tal vez a la larga sí —dijo Josef—, pero tendrán que pasar muchos años.

      —Vale, puede que los días felices aún no hayan llegado —concedió Greta—, pero a lo mejor nos estamos acercando.

      Parecía que sus esperanzas habían sido proféticas. Varios días después, los nacionalsocialistas sufrieron un inesperado revés en las urnas alemanas: la pérdida de dos millones de votos y treinta y cuatro escaños en el Reichstag. A los socialdemócratas les fue mejor, solo perdieron doce escaños, pero aun así quedaban en segundo puesto por detrás de los nazis. Los comunistas quedaron en tercer lugar, pero presumían de haber sacado once escaños más en el Reichstag, mientras que en el resto de los partidos se producían variaciones inapreciables a mejor o a peor.

      Dentro de lo que cabía, Greta no podía haber esperado mejores resultados, y aquel día se volcó en su trabajo con una sonrisa en la cara, más contenta y esperanzada de lo que había estado desde los soleados y pacíficos días de Zúrich. Hasta el profesor Mannheim se dio cuenta.

      —Parece como si estuviera usted bailando mientras coloca los libros —comentó, alzando la mirada del escritorio cubierto de papeles para observarla por encima de la montura de las gafas—. ¿A qué se debe su buen humor?

      —A las elecciones, por supuesto —dijo Greta, sosteniendo una pila de libros con la cadera—. ¿Usted no estás contento?

      El profesor se encogió de hombros.

      —Podría haber sido mucho peor.

      —Sí, ¡y cuánto me alegro de que no lo fuera! Hasta ahora, los nazis han ido ganando escaños en cada convocatoria. Por fin se les ha acabado la racha. Por fin, Alemania ha rechazado el fascismo.

      —No descorchemos aún el champán —advirtió el profesor Mannheim—. Puede que los nacionalsocialistas hayan perdido escaños, pero aun así han arrastrado a un tercio del electorado. Más de once millones setecientos mil alemanes piensan que Adolf Hitler sirve para gobernar.

      —Pero a lo mejor esto es un punto de inflexión. Cuanta más gente acabe entendiendo lo que representan los nazis, más gente acabará por rechazarlos.

      —Me temo que la gente entiende perfectamente lo que quiere Hitler, y lo que se propone, y que es justo por eso por lo que le votan. No porque le malinterpreten sino porque le entienden perfectamente, y les parece bien.

      —Espero que se equivoque usted, profesor.

      —Yo también. Pero tiene razón en eso de que hemos de celebrar las victorias, por pequeñas que sean. Por mucho que los nazis tengan el mayor número de escaños del Reichstag, no tienen mayoría. A no ser que formen coalición con otro partido, no podrán gobernar sin trabas. Es probable que el presidente Hindenburg y el canciller Von Papen sigan gobernando por decreto.

      Greta se encogió de hombros, reacia a perder la esperanza en un día como aquel.

      —Mejor sus decretos que los de Hitler.

      El profesor Mannheim asintió con expresión sombría.

      —En eso, señorita Lorke, estamos completamente de acuerdo.

      Capítulo nueve

      Diciembre 1932-febrero 1933

      Mildred

      En agosto, Mildred recibió una oferta de trabajo: dar clases nocturnas en el Berlin abendgymnasium, una nueva escuela fundada por los socialdemócratas para que los adultos de clase obrera pudieran completar la educación secundaria y optar a la universidad. Aunque el sueldo era más bajo y la escuela carecía del prestigio de la universidad de Berlín, Mildred admiraba su misión, y el solo hecho de haber encontrado trabajo contra todo pronóstico era un gran alivio.

      La mayoría de sus alumnos era de su misma edad, y, aunque tenían experiencia en oficinas o en fábricas, no estaban familiarizados con las aulas. Estaban en paro o aferrados a trabajos que se temían que no tardarían en perder, y se habían apuntado a la escuela nocturna con la esperanza de que los estudios los ayudasen a ascender socialmente. El precio de la matrícula era simbólico, los libros de textos, gratis, y a los estudiantes necesitados se les ofrecían comidas subvencionadas en un restaurante cercano antes de empezar las clases. Desde la primera fila, Mildred observó a sus alumnos y vio hombres y mujeres resueltos y esperanzados, pulcramente ataviados con trajes y vestidos oscuros, los zapatos lustrosos, el cabello peinado con esmero y expresiones que revelaban unas sinceras ganas de aprender.

      Mildred, que era la única mujer y el único miembro estadounidense del profesorado, también había sido nombrada supervisora del Club de Inglés, que patrocinaba conferencias sobre temas académicos y culturales y de vez en cuando montaba obras de Shakespeare. Entre sus estudiantes había muchos que se habían apuntado, y cuando empezó a conocerlos mejor gracias a las actividades del club, se enteró de que había varios que compartían sus mismas convicciones antifascistas. Invitó a un puñado selecto a su grupo de estudios semanal, y le alegró ver hasta qué punto sus experiencias y sus puntos de vista enriquecían los debates.

      A medida que iban pasando las semanas empezó a encariñarse con sus alumnos y le preocupaba la desalentadora realidad económica que les esperaba cuando se graduasen. Por muy bien que les enseñase, por muy diligentes que fueran o por mucho que se preparasen, los trabajos que se merecían tal vez no existirían cuando tuviesen el título en la mano.

      La situación de Arvid era una prueba bien clara de que hasta los mejores y más brillantes podían ver frustradas sus esperanzas profesionales, aunque, en su caso, no solo la mala situación económica sino también la política le habían impedido conseguir una cátedra universitaria. El corazón de Mildred rebosaba amor y orgullo al ver que no se dejaba intimidar y que trabajaba sin rechistar en la firma de abogados a la vez que seguía persiguiendo su sueño. Después de organizar un viaje de investigación a la Unión Soviética para ARPLAN, había escrito un informe detallado sobre las fábricas, las granjas y las obras públicas que habían visitado, los representantes a los


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