Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini

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Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini


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se sintió presa de un terrible malestar.

      —¿Me disculpas? —murmuró a la vez que se levantaba; se notaba las orejas ardiendo. Salió disparada del café y, aunque Ursula la llamó, no volvió la vista atrás. Mientras volvía sola a casa, no podía parar de preguntarse si Adam la habría visto salir.

      A la mañana siguiente, la estaba esperando en una esquina, a una manzana de distancia del teatro en el que, se dijo con amargura, tenía un trabajo gracias a él. O bien su jefe —un amigo de Adam— no estaba al tanto de su relación, o bien, comprendió horrorizada, él y el resto de los amigos que le había presentado Adam habían dado por hecho que ella sabía que era «la otra».

      Al verle, frunció los labios y siguió caminando con paso enérgico, pero Adam la atajó con un movimiento rápido.

      —Greta…

      —No me hables.

      La cogió del codo.

      —Te dije que podías preguntarme lo que quisieras. No me preguntaste si estaba casado.

      Greta se zafó de un tirón.

      —Es el tipo de detalles que la gente con un mínimo de integridad suele dar sin necesidad de que se lo pidan.

      —Mi mujer y yo tenemos una relación abierta. —Su mirada era sincera y suplicante—. Le he hablado a Gertrud de ti. Quiere conocerte.

      —Eso no va a pasar nunca. No podría mirarla a la cara de la vergüenza.

      —Greta, por favor. Lo que tenemos tú y yo es único, poderoso, ineludible. Los dos lo sabemos. ¿Te crees que estas cosas pasan todos los días?

      —Hemos estado juntos dos meses —respondió con voz temblorosa—. Me olvidarás en otros dos.

      —Sabes que no. Greta, te quiero.

      Las palabras que tanto había ansiado oír le sonaron a falso.

      —Entonces, llámame cuando estés soltero.

      Con el corazón roto, le apartó y siguió dando zancadas en dirección al teatro, parpadeando para contener las lágrimas de ira y decepción. Adam no la siguió.

      Capítulo tres

      Octubre de 1930

      Sara

      Al acabar la última clase del día, Sara Weitz salió corriendo a comer con su hermana y su hermano Natan para celebrar el ascenso de este a director adjunto del Berliner Tageblatt. Echó un vistazo a su reloj y decidió ir andando desde la Universidad de Berlín al Palast-Café en vez de coger el metro. ¿Para qué descender a la asfixiante oscuridad subterránea en un día de otoño tan hermoso, pudiendo disfrutar de la refrescante brisa que soplaba en las calles y del sol que brillaba a raudales en el inmaculado cielo azul? Antes de que se diera cuenta, ya estarían en invierno.

      Desde el campus se dirigió hacia el oeste por Unter den Linden con la pesada mochila, llena de libros y papeles, al hombro. Ya en los primeros días del curso, la asignatura de Literatura Americana se había convertido en su favorita, y frau Harnack, que la impartía, en su profesora favorita. Al igual que Sara, frau Harnack era una recién llegada a la universidad, una alumna de posgrado de Literatura Americana que hacía poco se había pasado a la Universidad de Berlín. Al principio, Sara y sus compañeros no habían sabido exactamente qué pensar de aquella profesora vivaz y afectuosa, que trataba a sus alumnos como iguales y a veces se ponía a cantar para aclarar una cuestión literaria concreta, pero frau Harnack no tardó en ganárselos con su bondad y su sincero interés por el bienestar de todos ellos. Sus historias sobre la vida en Estados Unidos arrojaban una luz tan clara sobre los textos que analizaban en clase que últimamente Sara había empezado a pensar que quizá debería hacer el doctorado en Estados Unidos después de licenciarse.

      Movió la cabeza para sacudirse la ensoñación. Con los tiempos tan inciertos que corrían, era tentador perderse en ingenuas fantasías. El trabajo de su padre, gerente del banco Jacquier & Securius, era seguro, la carrera profesional de Natan iba viento en popa y su hermana Amalie estaba felizmente casada con un rico barón, de manera que la familia no tenía que luchar para salir adelante, a diferencia de tantísimas personas desafortunadas. Pero aun así no podían cerrar los ojos ante la agitación política que merodeaba por los aledaños de su acogedor hogar en el Grunewald. Intentaban no prestar atención al auge del antisemitismo en Alemania, ocultando sus temores y viviendo vidas ejemplares para no provocar el rencor y el miedo de sus vecinos cristianos. Hasta ahora, había bastado con esto para protegerse en una ciudad moderna y cosmopolita como Berlín. Los ancianos del consejo judío les aseguraban que esta vez también bastaría.

      Sara atajó por el Tiergarten para evitar el edificio del Reichstag y la multitud que se habría reunido para asistir a su apertura esa misma tarde. Los resultados de las elecciones del 14 de septiembre habían dejado anonadados a todos, salvo, tal vez, al líder del Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei, un austriaco llamado Adolf Hitler. Aunque los nacionalsocialistas llevaban años existiendo como un partido marginal, esta vez habían obtenido seis millones y medio de votos y su representación parlamentaria había aumentado de doce escaños a ciento siete.

      —¿Por qué iba a votar nadie al partido de Adolf Hitler? —se había preguntado en voz alta la madre de Sara, espantada, una vez que se dieron a conocer los resultados—. ¡Si cumplió nueve meses de condena en la cárcel por traición!

      —La gente lo está pasando mal —respondió Sara pensando en sus compañeros de estudios, en sus rostros cansados, su ropa raída, sus desalentadoras perspectivas, su ira, su desesperanza—. No encuentran trabajo y tienen miedo de lo que pueda deparar el futuro.

      —Y de repente, ¡zas! Aparece este hombre gritón y malhumorado —dijo Natan— prometiendo que los devolverá a una mítica edad de oro de prosperidad, jurando castigar a los enemigos de Alemania por los agravios infligidos. Algunas personas son sensibles a esto… Mejor dicho, muchísimas personas.

      A medida que se iba acercando al Palast-Café, Sara pensó que quizá habría sido más apropiado celebrar el ascenso de Natan con un pícnic en el Tiergarten, cerca del edificio del Reichstag. Seguro que su hermano habría preferido mordisquear un sándwich mientras calibraba el tamaño y los ánimos del gentío que aguardaba la llegada de los nuevos diputados.

      Vio a Amalie enfrente del Palast-Café y cruzó la calle corriendo. Aunque solo habían pasado unos días desde la última vez que había visto a su hermana, durante el sabbat en casa de sus padres, Amalie la saludó con un cálido abrazo como si llevaran semanas sin verse.

      Amalie era de una belleza que cortaba la respiración; esbelta y alta, con ojos oscuros y expresivos y cabello ébano que brillaba como la seda tanto si le caía en cascada por la espalda como si se lo recogía en un moño descuidadamente elegante, como en esta ocasión. Algunas almas generosas decían que Sara se le parecía, pero ella tenía sus dudas, y no solo porque era varios centímetros más baja, tenía el pelo de un moreno más claro y sus ojos eran color avellana. Amelie era la belleza de la familia, y todos lo sabían.

      Las manos de Amalie eran suaves, sus dedos largos y elegantes, y hasta cuando descansaban sobre su regazo parecían estar listos para moverse al son de una música que solo ella oía. Era una pianista de gran talento, pero unos años antes había renunciado al circuito concertístico profesional para entregarse al matrimonio y a la maternidad. Apenas tocaba ya en público, limitándose a unos cuantos conciertos benéficos al año y a tocar de manera informal en las numerosas fiestas que daban en su lujosa casa de Tiergartenstrasse o en la finca ancestral de su marido en Minden-Lübbecke. Su marido, el barón Wilhelm von Riechmann, era un oficial de la Reichswehr, las fuerzas armadas alemanas, tan apuesto como hermosa era ella. Sus hijas, una de tres años y otra de diez meses, tenían el cabello oscuro y la hermosura de la madre y la alegre vitalidad del padre.

      Sara jamás había visto una pareja tan unida ni tan bien avenida, y eso a pesar de la diferencia de religión. A veces se decía que ojalá Dieter la mirase a ella de la misma manera que miraba


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