Amigas. Sarah Orne Jewett

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Amigas - Sarah Orne Jewett


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      Llovieron frutos escarlatas sobre la hierba verde.

      —Corta algunas ramitas bonitas con sus hojas; ¡oh, eres un encanto, Martha! —Y Martha, sonrojada de placer, y con un aspecto de garza real solemne y delgada, bajó de nuevo entre crujidos a la tierra y recogió el botín en su delantal limpio.

      Aquella noche, en la cena, durante la ausencia temporal de la criada, la señorita Harriet anunció, como si fuera una disculpa, que pensaba que Martha por fin comenzaba a comprender algo de su trabajo.

      —Su tía era un tesoro, nunca tuve que decirle algo dos veces; pero Martha ha sido tan torpe como un pato —dijo la señora de la casa—. A veces he temido no poder enseñarle nada nunca. Estaba bastante avergonzada de que vinieras justo ahora y me encontraras tan poco preparada para recibir a un visitante.

      —Martha aprenderá lo suficientemente rápido porque se preocupa mucho —dijo la visitante con entusiasmo—. Me parece un encanto de chiquilla. Espero que nunca se vaya. Creo que cada día hace las cosas mejor, prima Harriet —añadió Helena suplicante, desde el fondo de su amable y joven corazón.

      La puerta del cuarto de la porcelana estaba abierta un poco y Martha escuchó todas y cada una de aquellas palabras. Desde aquel momento, no solo supo lo que era el amor, sino que conoció las ambiciones del amor. Haber llegado de una granja pedregosa en la colina y una pequeña casa de madera desnuda era como si un hombre de las cavernas se hubiera instalado de forma permanente en un museo de arte; tal le había parecido la complejidad y la elegancia de la forma de vida de la señorita Pyne, y el cerebro simple de Martha era lento en sus procesos y reconocimientos. Pero con esta simpática aliada y defensora, la exquisita señorita Helena que creía en ella, todas las dificultades parecían desvanecerse.

      Más tarde aquella noche, ya sin echar de menos su casa o sentirse desesperada, Martha volvió de su cortés recado a casa del pastor, y se presentó con cierto aspecto triunfal ante las dos damas que estaban sentadas en la puerta principal, como si esperasen visita. Helena aún llevaba sus muselinas blancas y lazos rojos y la señorita Harriet un vestido de seda negra fina. Feliz y despreocupada por la grandeza del momento, los modales de Martha eran perfectos y parecía, por una vez, casi bonita y tan joven como era en realidad.

      —El pastor salió él mismo a la puerta y envía su agradecimiento. Dijo que las cerezas siempre habían sido su fruta favorita y que les estaba muy agradecido a ambas, la señorita Pyne y la señorita Vernon. Me hizo esperar unos minutos, mientras preparaba el libro para enviárselo, señorita Helena.

      —¡Pero qué dices, Martha! ¡Yo no le he enviado nada! —exclamó la señorita Pyne, muy asombrada—. ¿De qué está hablando, Helena?

      —Solo han sido unas cuantas de tus cerezas —explicó Helena—. Pensé que al señor Crofton le apetecerían después de su ronda de visitas de la tarde. Martha y yo las preparamos antes de cenar y se las envié con nuestros saludos.

      —¡Vaya! Me alegro de que lo hicieras —dijo la señorita Harriet, sorprendida, pero bastante aliviada—. Me temía…

      —No, no era ninguna de mis travesuras —contestó Helena con osadía—. No pensé que Martha estuviera lista para ir tan pronto. Debería haberte enseñado lo bonitas que estaban entre las hojas verdes. Las pusimos en uno de tus mejores platos blancos con el borde calado. Martha te lo enseñará mañana; a mamá siempre le gusta ponerlas así.

      Los dedos de Helena estaban ocupados deshaciendo el nudo del paquete.

      —¡Mira esto, prima Harriet! —anunció con orgullo, mientras Martha desaparecía tras la esquina de la casa, resplandeciente por la satisfacción de la aventura y el éxito—. Mira lo que me ha enviado el pastor, un libro: Sermones sobre… ¿qué? Sermones… está tan oscuro que casi no veo.

      —Debe de ser su Sermones sobre la seriedad de la vida; son los únicos que ha publicado, creo —dijo la señorita Harriet, con gran placer—. Están muy bien considerados; son discursos notablemente hábiles. Te hace un gran halago, querida. Temí que percibiera tu ligereza infantil.

      —Me comporté de maravilla mientras él estuvo aquí —insistió Helena—. Los pastores no son más que hombres —dijo, pero se sonrojó complacida.

      Sin duda, era importante recibir un libro de su autor, y un tributo así la convertía en algo más valioso para aquella familia reverente. El pastor no solo era un hombre, sino un hombre soltero, y Helena estaba en la edad que mejor conquista el amor; en todo caso, era agradable volver a caerle en gracia a la prima Harriet.

      —¡Invita al amable caballero a cenar! Necesita animarse un poco —suplicó la sirena vestida de muselina india, mientras dejaba el brillante libro negro de sermones sobre el escalón de piedra de la entrada con aire de aprobación, pero como si casi hubiera terminado con su misión.

      —Quizás lo haga, si Martha mejora tanto como lo ha hecho en estos últimos días —prometió Harriet esperanzada—. Es algo que temo siempre que estoy sola, pero creo que al señor Crofton le gusta venir. Tiene una conversación muy elegante.

      II

      Aquellos eran días de largas visitas, antes de que los amigos cariñosos pensaran que merecía la pena hacer un viaje de cien millas solo para comer o pasar la noche en casa del otro. Helena se quedó durante las semanas agradables de principios de verano y partió al fin, de mala gana, para unirse a su familia en White Hills, donde habían ido, al igual que otras familias de alto nivel social, para pasar el mes de agosto fuera de la ciudad. La alegre invitada dejó tras ella muchos amigos tristes y prometió a cada uno que volvería al año siguiente. Dejó al pastor como amante rechazado, así como al preceptor de la academia, pero con los orgullos intactos, y quizás con visiones más amplias del mundo y una simpatía menos estrecha por su propio trabajo en la vida y por las trabas de los vecinos. Incluso la misma señorita Harriet Pyne había perdido parte de su innecesario provincianismo y de los prejuicios que habían comenzado a endurecer su corazón, amable y de mente abierta, bueno por naturaleza. Nadie había sido nunca tan alegre, tan fascinante o tan atenta como Helena; tan llena de recursos sociales, tan sencilla y poco exigente en su amistad. La luz de su joven vida no proyectaba sombra sobre sus compañeros jóvenes o viejos, sus ropas bonitas nunca hacían parecer a las otras chicas aburridas o pasadas de moda. Cuando atravesó la calle en el carruaje de la señorita Harriet para tomar el tren lento a Boston y las alegrías de la nueva Profile House, donde su madre esperaba impaciente con un grupo de amigos sureños, parecía como si nunca fuese a volver a haber fiestas o pícnics en Ashford, y como si la gente no tuviera nada que hacer más que envejecer y prepararse para el invierno.

      Martha entró en el dormitorio de la señorita Helena aquella última mañana y era fácil ver que había estado llorando; tenía el mismo aspecto que aquella primera semana triste de nostalgia y desesperación. Por amor había estado aprendiendo a hacer muchas cosas y hacerlas exactamente bien; sus ojos se habían aguzado para ver la más mínima ocasión de hacer un servicio personal. Nadie podía ser más humilde y devota; parecía años mayor que Helena y ya lucía el aire conmovedor de los cuidados.

      —Me mimas, querida Martha —dijo Helena desde la cama—. No sé qué van a decir en casa, estoy tan consentida.

      Martha siguió abriendo las contraventanas para dejar que entrase la luz de la mañana estival, pero no dijo nada.

      —Te las estás arreglando de maravilla, ¿verdad? —continuó la joven dama—. Te has esforzado tanto que me haces avergonzarme de mí misma. Al principio ponías todas las flores apiñadas y ahora las arreglas de una forma hermosa. Anoche la prima Harriet estaba encantadísima al ver la mesa tan bien colocada, y le dije que lo habías hecho tú todo, hasta el último detalle. ¿Seguirás manteniendo las flores frescas y la casa bonita hasta que yo vuelva? Es mucho más agradable para la señorita Pyne; y darás de comer a mis gorriones, ¿verdad? Se están domesticando.

      —¡Claro que sí, señorita Helena! —Y Martha pareció casi enfadada por un instante, pero después rompió


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