E-Pack HQN Jill Shalvis 1. Jill Shalvis

Читать онлайн книгу.

E-Pack HQN Jill Shalvis 1 - Jill Shalvis


Скачать книгу
lo que me pasa? Que los hombres existen. Los hombres son lo que tiene de malo la vida.

      Morgan se echó a reír como si estuviera de acuerdo y siguió apilando piezas de teca para un proyecto de Gib. Aparte de eso, el enorme taller estaba en silencio, porque los otros dos trabajadores tenían el día libre. Reinaba la calma.

      Kylie pasaba muchas horas allí. Para ella, aquel lugar era como un hogar que la reconfortaba. Sin embargo, aquel día no sentía aquella paz, pese a estar delante de su banco de trabajo con varios proyectos pendientes y con Vinnie acurrucado a sus pies, mordiendo la pelota. Intentó concentrarse en el trabajo. Tenía que hacer el tablero de una mesa con una pieza de caoba.

      Gib entró al taller. Era un hombre grande y estaba en buena forma gracias a todo el trabajo físico que tenía que hacer en su profesión. Era tan guapo que muchas mujeres suspiraban por él, y Kylie nunca había sido inmune a él, ni siquiera cuando eran jóvenes. Él le hizo una señal para que apagara la máquina con la que estaba trabajando.

      –¿Qué pasaba ahí fuera? –le preguntó.

      –¿A qué te refieres?

      –A esas vibraciones –dijo él, señalando con un gesto de la barbilla hacia la tienda–. ¿Hay algo entre Joe y tú?

      –Claro que no –dijo ella. Como estaba muy nerviosa y necesitaba hacer algo con las manos, se sirvió otra taza de café mientras Gib la observaba.

      Lo conocía desde que estaba en el colegio, y sabía interpretar la expresión de su rostro: era feliz, tenía hambre, le apetecía hacer deporte, estaba concentrado en el trabajo y estaba enfadado. Aquel era su repertorio. Ella sabía que también tenía una expresión de lujuria, pero nunca la había visto.

      Sin embargo, en aquel momento, su expresión era completamente nueva e indescifrable.

      –Voy a hacer una barbacoa después del trabajo –le dijo Gib–. Deberías venir.

      Ella se quedó mirándolo con asombro.

      –¿Quieres que vaya a tu casa a cenar?

      –¿Por qué no?

      «Sí, claro, ¿por qué no?». Llevaba tanto tiempo esperando a que le pidiera que saliera con él, que no sabía qué hacer. Miró a Morgan, que, disimuladamente, le hizo un gesto de aprobación estirando los pulgares hacia arriba.

      –Bueno –dijo Gib–, ¿vas a venir?

      –Claro –respondió ella, tratando de utilizar el mismo tono despreocupado–. Muchas gracias por invitarme.

      Él asintió y se fue hacia su puesto, donde estaba haciendo una estantería que parecía un roble. Sus creaciones eran preciosas y cada vez tenían más demanda. Estaba haciendo realidad su sueño, algo que le había enseñado el abuelo de Kylie cuando Gib era su aprendiz.

      Ella se giró hacia su mesa. Estaba haciéndola para uno de los clientes de Gib, porque él había tenido la amabilidad de recomendársela a ese cliente.

      Después de unas horas de concentración, se dio cuenta de que eran las seis en punto y de que se había quedado sola en el taller. Recordó vagamente que Gib y Morgan se habían ido hacía una hora, y que ella se había despedido sin mirar, moviendo la mano.

      Cerró con llave el taller, metió a Vinnie en el transportín con sus juguetes y tomó su bolso de la estantería que había debajo del mostrador. El bolso se había inclinado y el contenido había caído al suelo. Al recogerlo, se dio cuenta de que le faltaba algo: su pingüino.

      Era una talla de unos diez centímetros de longitud que le había hecho su abuelo hacía años; era lo único que conservaba de él y siempre lo llevaba consigo, como si fuera su amuleto. Si tenía aquel pingüino, su último lazo con su abuelo, todo iría bien.

      Pero había desaparecido. Lo buscó por toda la tienda, pero no lo encontró. Con un nudo de pánico en la garganta, llamó a Gib, pero él tampoco lo había visto. Llamó a Morgan, a Greg y a Ramon, los otros dos ebanistas, pero nadie había visto su pingüino. Volvió a llamar a Gib.

      –No está por ningún sitio.

      –¿No te lo has dejado en alguna parte y se te ha olvidado? –le preguntó él, en un tono racional.

      –No. Sé dónde estaba: en mi bolso.

      –Aparecerá mañana –le dijo él–. A lo mejor está con esa regla que me perdiste la semana pasada.

      Ella se sintió frustrada.

      –No me estás tomando en serio.

      –Claro que sí –dijo él–. Estoy preparando todo para la barbacoa, haciendo mis famosos kebabs. Para ti. Así que vente para acá.

      –Gib, creo que alguien me ha robado el pingüino.

      –Mañana por la mañana te ayudo a buscarlo, ¿de acuerdo? Lo encontraremos. Vamos, ven ya.

      –Pero…

      Pero nada, porque él ya había colgado. Kylie miró a Vinnie.

      –No me ha hecho ni caso.

      Vinnie estaba muy cómodo en el transportín, y se limitó a bostezar.

      Ella suspiró y salió de la tienda. Al atravesar el patio, se relajó. Adoraba aquel edificio. Notó el empedrado bajo los pies y observó la gloriosa arquitectura de aquello que la rodeaba: las ménsulas de ladrillo y la viguería de hierro, los enormes ventanales.

      Había humedad en el ambiente. Estaba anocheciendo y las guirnaldas de luces que habían colocado en los bancos de hierro forjado que había alrededor de la fuente estaban encendidas.

      Kylie pasó por delante de la Tienda de Lienzos y de la cafetería, que ya estaban cerradas, como la mayoría de los locales.

      Sin embargo, el pub sí estaba abierto, y ella decidió parar un momento. Casi todas las noches, alguna de sus amigas estaba allí. Aquella vez encontró a la administradora del edificio, Elle, a la hermana de Joe, Molly, y a Haley, que era optometrista y tenía la óptica en el segundo piso.

      Sean, uno de los propietarios del pub, estaba detrás de la barra. Estaba muy moreno, porque había hecho un viaje a Cabo con su novia Lotti, y acababan de volver. Sean sacó una galleta para perros de un frasco que tenía debajo de la barra y se la dio a Vinnie.

      Vinnie se la tragó entera.

      –¿Lo de siempre? –le preguntó a Kylie.

      –No, esta noche, no. No me voy a quedar. Aunque… bueno… ¿Un café rápido?

      Elle y Molly llevaban traje. Elle, porque dirigía el mundo. Molly, porque dirigía la oficina de Investigaciones Hunt, la agencia de detectives en la que trabajaba Joe. Haley llevaba una bata blanca y unas gafitas adorables.

      Por su parte, ella no se preocupaba en absoluto de la moda, así que llevaba unos pantalones vaqueros, una sudadera de los Golden State Warriors y algo de serrín pegado a la ropa. Tenía más ropa para estar en casa y para dormir que para salir a la calle.

      Haley estaba hablando de su última cita, que había salido muy mal. La mujer con la que había salido había hecho circular el rumor de que se habían acostado para vengarse de una antigua novia. Haley suspiró.

      –Las mujeres son un asco.

      –Bueno, los hombres tampoco son para tirar cohetes –dijo Molly.

      –Gib me ha pedido, por fin, que salga con él –soltó Kylie.

      Todas soltaron un jadeo muy dramático, y ella se echó a reír. Llevaba un año trabajando en su taller, y no había parado de deshacerse en elogios hacia él.

      –Me va a hacer una barbacoa en su casa esta noche.

      Otro jadeo colectivo. Kylie supo que estaban muy contentas por ella. Y ella también estaba muy contenta.

      ¿Verdad?


Скачать книгу