Ni una gota de humedad. Adriana Bernal

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Ni una gota de humedad - Adriana Bernal


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¿QUO VADIS, DOMINIQUE?

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      ¿Cómo se transforman los encuentros en relaciones? ¿Cómo van sucediendo las relaciones hasta devenir en vínculos? Las personas vamos estrechando lazos en gerundio, en esta especie de efecto cotidiano, plausible o no, de la circunstancia, del día a día, sin hacer conciencia de qué camino recorremos o el para qué lo recorremos.

      Estoy convencida de que el gerundio, la acción ad continuum, en flagrancia eterna, es el quid de las relaciones. Es desde ahí donde estas van exigiéndose y exigiéndole a los involucrados una serie de requisitos. Es la relación, un ser otro, constituido en sí mismo. En sí misma. Ensimismada. Ella va, poco a poco, estableciendo sus propias reglas y dinámicas. Unas encajan; otras, desencajan. A las relaciones. A las personas. Alguien en este trío logra imponerse. Alguien se resigna. En medio de los alguienes, la relación. Otra. Esa otra otredad donde alguien-es.

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      Así, la amistad de Dominga y Dominique fue construyéndose sobre los cimientos de una dinámica tanto cuanto peculiar. Tras el nacimiento de Valentina, cada una se encargaba de sus asuntos laborales de lunes a viernes, al tiempo que establecieron novedosas actividades que pronto se convirtieron también en rutinas: los jueves —sólo los jueves— salían Dominga, Dominique y Trinidad al cine o al teatro, para después durante la cena —casi siempre en alguna cafetería de la zona— intercambiar opiniones. Ese era su espacio y para la ahora bebé, después un infante, era su día de quedarse; primero con la niñera y después en la estancia infantil. En cuanto a los fines de semana, los planes variaban: convivir con la pequeña, salir a pasear dentro o fuera de la ciudad, asistir a alguna comida familiar.

      FAMILIA: Palabra para incluir en el Diccionario Familiar.

      Las desconocidas. Las otras. Impuestas. Expuestas. Dominga y Valentina habían sido insertadas en la familia de origen de Dominique con calzador. Un sábado, sin mayor preámbulo llegaron a la comodina reunión familiar. Dominga era presentada sin glamur alguno a una serie de —hasta ahora— desconocidos. No coincidían. Ni apellidos ni costumbres. Ni anécdotas ni infancia. ¿A dónde asirse? Como he dicho, Dominga se adapta, y esta vez tenía frente a sí una labor titánica pero no se amilanó. La nueva, otra vez. La extraña. Ella, la que estaba ahí para hacerse de un lugar. A la que escudriñarían. A la que revisarían de pies a cabeza. Ignoraba quiénes eran aquellas personas, de dónde provenían, sus gustos, su humor.

      Cómo libró aquel primer encuentro y los detalles de este, sólo Dominga los sabe. Se los guardó ahí, en la bolsita que tiene entre corazón y esternón, en la que acumula sinfín de vivencias que ha saber si un día va a recuperar. Sin embargo, a partir de ese día, el primero de muchos, ella por decisión y su hija por extensión, formaban parte de una nueva familia en la que a veces le llamaban por su nombre y otras le decían prima o tía. Prima para aquí, tía para allá.

      Y si la historia transcurriera en un mar de felicidad no valdría la pena de ser narrada.

      Y si esa familia la hubiera arropado en realidad… pero no adelantemos vísperas.

      Trinidad y Cristal, la hermana mayor de Dominique, fueron a lo largo de los años y en diversos periodos especialmente crueles con Dominga. Si podían humillarla u ofenderla no se frenaban pues consideraban que ellas, mujeres de alcurnia —misma que, dicho sea de paso, era nula décadas atrás—, no les era afín; su clase social era muy inferior. Ellas sí se cuestionaban los antepasados, el origen, la historia y las razones de existencia de esa mujer y su niña que un día aparecieron para quedarse. ¿De dónde saldrían? Eran tan poquita cosa.

      Como fuese, Valentina ya cumplía casi dos años y gracias a Dominique, decía Dominga, tenían una familia que sin apellidos ni lazos las arropaba. Aquello bien valía la pena, y a cambio se hacía la ciega, la sorda o lo que hiciera falta pues, a final de cuentas, había muchísimas personas con las que se relacionaba que sí las aceptaban y las querían. ¿Para qué detenerse en quienes no, si puede voltearse a ver a quiénes sí?

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      Es lunes, 15 de septiembre.

      ¿Cómo nombrarte, qué decirte?

      Te vas a quedar aquí acostada. Es lunes. No te vas a mover y voy a llamarle a un doctor. ¿A un doctor? ¿A cuál doctor? Hace años que no tenemos médico familiar. Los dos cercanos han fallecido. Mira tu televisión. Cualquier historia. Cualquier canal. Y mientras esperamos, ¿qué hacemos?

      ¿Recuerdas nuestras sesiones de lectura por capítulos a la hora de la cena? Tú te encargabas de pausar la lectura en el punto más álgido. En pausa el conflicto hasta la siguiente noche. Te gustaba mantenerme interesada y que yo inventara qué pasaría. Recuerdo especialmente Quo vadis. Lo pequeñísimo del libro. Te cabía en la mano. Amarillento pero intacto. Y la pregunta al aire: ¿Quo vadis, Domine?

      Y te pregunto yo ahora: ¿Quo vadis, Domine? ¿Quo vadis? ¿Cómo caminar este sendero ahora, tantas veces imaginado pero postergado? Estos días, no han sido mis mejores. Tantas veces lo imaginé que creía —como creen los ingenuos— que podría ser distinto.

      ¿Sabes?, tú te ibas a ir un día, entre el sueño. En momentos de profunda crueldad y coraje hacia ti, llegué a decir a boca de jarro que “Mala yerba nunca muere” y que seguro nos enterrarías a todos. En ese todos, tan genérico que a veces incluía a la humanidad entera, llegaría la hecatombe y sobrevivirían las cucarachas y tú. Sin embargo, al parecer soy la única que entiende —tras las palabras del doctor Sañudo— que este es tu final.

      Tu trayecto final. A pesar de lo que diga tu rostro, tu piel tersa y firme, herencia de tu familia materna. O lo que comuniquen tus ojos, tan negros y cansados, que aunque quieren apagarse tienen fuerza y fulgor. Lo ha dicho el doctor: hay que trasladarte a un hospital, tienes que entrar a algo que llaman “Área de shock”. Entre nosotras, por cruel que suene, siempre nos hemos dicho la verdad, tan cruda como se pueda, ¿no? Pues no te voy a engañar, esa área es un área de resucitación. Si tu corazón se estabiliza, la cuenta regresiva no va a durar más de cinco días. Te están fallando los cinco órganos vitales: hígado, páncreas, riñón, pulmón y corazón. En ese orden. Si no funciona lo que los doctores harán en ese lugar, morirás, quizá esta misma tarde.

      No estoy preparada para que mueras hoy, quiero dejártelo claro. No te mueras hoy por favor. ¡Hay procesos! ¿Recuerdas? ¡Lo que importa es el proceso, no el resultado! ¿Recuerdas? ¿Podemos hacer esto, como tantas cosas que hicimos juntas, con dignidad? ¿Con la cabeza en alto?

      “¿Quo vadis, Domine?” No lo sé. Sólo sé que tengo que llevarte. Tomarte de la mano y acompañarte, y con la otra mano tomar a mi madre. Intentar que recorra el sendero. Ese que, conociéndola, no ha siquiera imaginado ni inventado. Puedo apostar que nunca ha fantaseado en cómo te irías. Sólo sé que le duele. Haremos lo propio. En esta familia hacemos lo propio. Dé dónde dé.

      Te explico: va a venir la ambulancia. La de terapia intensiva. Tu internamiento ya está arreglado. Entras por urgencias. Y después, porque habrá un después, ¿verdad?, te subirán a piso. A cualquier piso. A alguno. Estarás acompañada. Lo prometo. Y las promesas, lo sabes, no las rompo. “Sólo tenemos nuestra palabra, la credibilidad de esta”, lo aprendí bien. No juro, no prometo, no amenazo. Aviso y cumplo. Si prometo, cumplo. Para bien y para mal. Igual un premio que un castigo. ¿Todavía confías en mí?

      Es martes, 16 de septiembre.

      “¿Quo vadis, Domine?” A otro lugar. ¿A casa? Dejémoslo en que te irás. Será de a poco y me dicen que no sentirás dolor. Ya es martes. Te explico lo que dicen los doctores: tienes agua en los pulmones. Mucha, como buena piscis. Sí, esa mueca que simula una sonrisa está bien, por eso no puedes respirar. Podrás menos, cada vez. No te canses. No necesitas decirme nada. Ya no. Ya has dicho lo que has tenido que decir. O lo que has podido. Has podido decir menos de lo


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