Cómo volar un caballo. Кевин Эштон

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Cómo volar un caballo - Кевин Эштон


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eran simples y no cambiaban. No sabemos por qué. Su cerebro era del mismo tamaño que el nuestro. Tenían nuestros mismos pulgares opuestos, sentidos y fuerza. Pero durante ciento cincuenta mil años, igual que las demás especies humanas de su tiempo, no hicieron nada nuevo.

      Sin embargo, hace cincuenta mil años, algo sucedió. Las toscas y apenas reconocibles herramientas de piedra que el Homo sapiens había usado empezaron a cambiar, y rápido. Hasta ese momento, y como todos los demás animales, esa especie no había innovado. Sus instrumentos eran iguales a los de sus padres, abuelos y bisabuelos. Como especie los hacía, pero no los mejoró nunca. Eran heredados, instintivos e inmutables; producto de la evolución, no de la creación consciente.

      Sobrevino entonces el que es, con mucho, el momento más importante en la historia de la humanidad, el día en que un miembro de la especie vio una herramienta y pensó: “Puedo hacerla mejor”. Los descendientes de este individuo se llaman Homo sapiens sapiens. Son nuestros antepasados. Somos nosotros. Lo que la raza humana inventó fue la creación misma.

      Es redundante, pero la capacidad para cambiar fue el cambio que lo cambió todo. El impulso de hacer mejores herramientas nos dio una enorme ventaja sobre las demás especies, algunas de ellas rivales. En unas cuantas decenas de miles de años, todos los demás humanos se extinguieron, desplazados por una especie anatómicamente similar con apenas una diferencia importante: una tecnología siempre mejor.

      Lo que vuelve diferente y dominante a nuestra especie es la innovación. Lo especial en nosotros no es el tamaño del cerebro, el habla o el mero hecho de que usemos herramientas; es que cada uno de nosotros siente, a su manera, el deseo de hacer las cosas mejor. Ocupamos el nicho evolutivo de lo nuevo. Este nicho no es propiedad de unos cuantos privilegiados. Es lo que nos hace seres humanos.

      No sabemos con exactitud qué chispa evolutiva causó el fuego de la innovación hace cincuenta mil años. Eso no dejó huella en el registro fósil. Sabemos que nuestro cuerpo, incluido el tamaño de nuestro cerebro, no cambió; nuestro ancestro inmediato previo a la innovación, el Homo sapiens, lucía justo como nosotros. Esto convierte en la principal sospechosa a nuestra mente: el acomodo preciso y las conexiones entre nuestras células cerebrales. Algo estructural parece haber cambiado ahí, tal vez por efecto de ciento cincuenta mil años de fino ajuste. Lo que haya sido, tuvo profundas implicaciones y hoy sobrevive en cada uno de nosotros. El neurólogo conductual Richard Caselli dice: “Pese a grandes diferencias cualitativas y cuantitativas entre los individuos, los principios neurobiológicos de la conducta creativa son iguales desde los menos hasta los más creativos entre nosotros”.15 En pocas palabras, todos tenemos una mente creativa.

      Ésta es una de las razones de que el mito de la creación sea terriblemente erróneo. Crear no es raro. Todos nacimos para hacerlo. Si parece magia es porque es innato. Si parece que algunos son mejores que otros es porque forma parte de ser un humano, como hablar o caminar. No todos somos igualmente creativos, así como no todos somos buenos oradores o atletas. Pero todos podemos crear.

      El poder creativo de la raza humana está distribuido entre todos, no concentrado en algunos. Nuestras creaciones son demasiado grandes y numerosas para proceder de las acciones de unos cuantos; proceden de incontables acciones de muchos. La invención es gradual, una serie de cambios ligeros y constantes. Algunos de ellos abren puertas a nuevos mundos de oportunidades y los llamamos grandes avances. Otros son marginales. Pero si nos fijamos bien, veremos siempre que un pequeño cambio lleva a otro; a veces en una mente, a menudo entre varias, a veces de un continente a otro, o entre generaciones, otras tardando horas o días y hasta siglos, la innovación es una carrera de renovación interminable. Crear desarrolla y mejora, así que, cada día, cada vida es posible gracias a la suma de todas las creaciones humanas previas. Cada objeto en nuestra vida, viejo o nuevo, aparentemente modesto o simple, contiene las historias, los pensamientos y el valor de miles de personas, algunas vivas, la mayoría muertas, lo nuevo acumulado en cincuenta mil años. Nuestras herramientas y arte son nuestra humanidad, nuestra herencia y el eterno legado de nuestros predecesores. Lo que hacemos es la expresión de nuestra especie: historias de triunfo, valor y creación, de optimismo, adaptación y esperanza; relatos no de una persona aquí y allá, sino de cualquier pueblo en todas partes, escritos en un idioma común: no africano, americano, asiático o europeo, sino humano.

      Hay muchas cosas hermosas en el aspecto humano e innato de crear. Una de ellas es que todos creamos más o menos en la misma forma. Desde luego, nuestras fortalezas y tendencias individuales originan diferencias, pero son pocas y pequeñas en relación con las similitudes, grandes y numerosas. Nos parecemos a Leonardo, Mozart y Einstein mucho más de lo que creemos.

      4 EL FIN DEL GENIO

      La creencia del Renacimiento de que crear estaba reservado a los genios sobrevivió a la Ilustración del siglo XVII, el romanticismo del XVIII y la revolución industrial del XIX. No fue hasta mediados del XX que de los primeros estudios del cerebro surgió la posición alterna: todos somos capaces de crear.

      En la década de 1940, el cerebro era un enigma. Los secretos del cuerpo habían sido revelados por varios siglos de medicina, pero el cerebro, generador de conciencia sin partes móviles, seguía siendo un enigma. He aquí un motivo de que las teorías de la creación hayan recurrido a la magia: el cerebro, trono de la creación, era aproximadamente 1.4 kilogramos de misterio gris e impenetrable.

      Cuando Occidente se recuperó de la segunda guerra mundial, aparecieron nuevas tecnologías. Una de ellas fue la computadora. Esta mente mecánica hizo parecer posible, por primera vez, la comprensión del cerebro. En 1952, Ross Ashby sintetizó la conmoción que ello causó en su libro Design for a Brain. Resumió con elegancia el nuevo pensamiento:

      El hecho fundamental es que la Tierra tiene más de dos mil millones de años y que la selección natural no ha cesado de discriminar entre los organismos vivos. Así pues, hoy están altamente especializados en las artes de la sobrevivencia, entre las cuales está el desarrollo del cerebro, órgano que ha evolucionado como un medio especializado en sobrevivir. El sistema nervioso, y la materia viva en general se supondrán esencialmente parecidos a toda la demás materia. No se invocará ningún deus ex machina.16

      En una palabra: el cerebro no necesita magia.

      Un nativo de San Francisco llamado Allen Newell llegó en ese periodo a su madurez académica. Atraído por la energía de la época, abandonó su plan de volverse guardabosques (en parte, debido a que su primer empleo fue alimentar crías de truchas con hígados de becerro gangrenados) para ser científico, y la tarde de un viernes de noviembre de 1954 tuvo lo que después llamaría una “experiencia de conversión”, durante un seminario sobre reconocimiento mecánico de patrones. Newell decidió dedicar su vida a una sola pregunta científica: “¿Cómo puede existir la mente humana en el universo físico?”.17

      “Sabemos que el mundo está regido por la física”, explicó, “y ahora entendemos la forma en que la biología se inserta cómodamente en ella. La cuestión es: ¿cómo logra la mente operar tan bien en ese contexto? La respuesta debe incluir detalles. Tengo que saber cómo se mueven los engranajes, cómo funcionan los pistones y todo eso”.

      Cuando se embarcó en este trabajo, Newell pasó a ser uno de los primeros en percatarse de que la creación no requiere de genio. En una ponencia de 1959, titulada “The Process of Creative Thinking” revisó los pocos datos psicológicos sobre el trabajo creativo, y propuso su radical idea: “El pensamiento creativo es simplemente un tipo especial de conducta de resolución de problemas”. Formuló su argumento con el sobrio lenguaje que usan los académicos cuando saben que han dado con algo:

      Los datos actualmente disponibles sobre los procesos implicados en el pensamiento creativo y no creativo no muestran diferencias particulares entre ambos. Examinando las estadísticas que describen esos procesos es imposible distinguir al practicante altamente calificado del mero amateur. La actividad creativa parece ser simplemente una clase especial de actividad de resolución de problemas, caracterizada por la novedad, originalidad, persistencia y dificultad en la formulación del problema.18

      Éste fue el principio del fin del genio y la creación. Hacer máquinas


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