Egipto, la Puerta de Orión. Sixto Paz Wells
Читать онлайн книгу.en el planeta y asegurarla en el tiempo alternativo! Y en su interior se encuentra grabada nuestra historia y misión. Es capaz de regenerar la vida si lo colocamos en un centro de poder. Por eso es diferente a los de origen terrestre.
–¿Y hay más de estos de origen alienígena aquí en la Tierra con el mismo propósito, no, Esperanza?
–¡Claro que sí, querido Jürgen! ¿Recuerdas lo que te conté de que los vi en la cueva del Paititi en las selvas del Madre de Dios en Perú?
–¡Sí, lo recuerdo! Creo que eran cuatro más.
–¡Y debe haber más diseminados por el mundo, cariño!
»Antes de llegar a Egipto necesitaría que me enviaras ese cristal por Courier al Gran Hotel Pirámides de Gizeh, junto con el aparato sincronizador que encontré en la cueva de Tepoztlán.
–¿El aparatito que tenemos en la caja fuerte del apartamento?
–¡Ese mismo!
–¡Cuenta con ello!
–¡Gracias, cariño! Pero envíalo, bajo ninguna concepto vayas tú.
–¡Pero podría ayudarte más haciéndolo yo, como en el Paititi!
–¿Recuerdas que estando en el Paititi el aluvión nos separó y terminé yendo sola a las ruinas y a la gran caverna?
»¡Hazme caso, Jürgen! Es por tu propia seguridad. Siento que así debe ser.
–¡Si tú lo dices, linda, así será!
El coche avanzó durante varias horas por estrechos caminos asfaltados por áreas reservadas, donde no puede transitar el común de los mortales por ser zonas exclusivas, rodeadas de tupidos bosques y protegidas por una estricta y sofisticada seguridad provista de multitud de cámaras y sensores. A lo largo de la ruta la lluvia se mantenía como una cortina de agua diluvial. No era fácil distinguir los detalles de las impresionantes mansiones de estilo clásico que de cuando en cuando asomaban del bosque. La limusina se detuvo delante de unas grandes rejas de hierro forjado ya conocidas por Esperanza de una visita anterior. Una vez identificado el vehículo y sus ocupantes por las cámaras de seguridad, las rejas se abrieron lentamente, dando paso al camino que iba ascendiendo hacia lo alto de una colina, encima de la cual se encontraba la imponente casa señorial, en parte de piedra y en parte de ladrillo rojo, tipo palacio de estilo británico, rodeada a su vez de verdes prados, fuentes y bosques.
La limusina se posicionó frente a la puerta principal después de haber rodeado una impresionante fuente de agua coronada por una escultura del Ángel Caído, similar a la que se encuentra en el Parque del Retiro de Madrid. La estatua original en España está hecha en yeso y es obra del escultor madrileño Ricardo Bellver. En 1878 ganó la Medalla de Primera Clase en la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid. En el catálogo de la exposición, la imagen venía acompañada de unos versos de El Paraíso Perdido, de John Milton, que sirvieron de inspiración para la obra. Estos versos fueron extraídos de la tercera y cuarta estrofas del Canto I.
«Por su orgullo cae arrojado del Cielo con toda su hueste de ángeles rebeldes para no volver a él jamás. Agita en derredor sus miradas y blasfemo las fija en el empíreo, reflejándose en ellas el dolor más hondo, la consternación más grande, la soberbia más funesta y el odio más obstinado».
La puerta del vehículo fue abierta por un diligente mayordomo de mediana edad que cargaba con un inmenso paraguas desplegado, quien tras saludar gentilmente a la doctora la cobijó para que no se mojara, acompañándola a continuación al interior de la mansión. La recepción, que Esperanza recordaba claramente, consistía en un gran salón con escaleras a ambos lados que subían describiendo un semicírculo espiral ascendente con pasamanos de bronce. El piso era de un finísimo mármol blanco en cuyo centro había un gran mosaico de estilo romano con la imagen del «mochuelo», o búho, símbolo de Minerva en la mitología romana, diosa de la sabiduría, la estrategia militar y las artes, y que correspondía a Atenea en la antigua Atenas. A ambos lados del salón se multiplicaban las esculturas clásicas de mármol, así como gigantescos espejos con marcos de bronce, y también grandes ventanales con impresionantes y gigantescas cortinas que llegaban hasta el suelo. Nada había cambiado desde la vez anterior. Todo estaba en su lugar, como si no hubiese transcurrido el tiempo.
Otro mayordomo la condujo a la biblioteca. Era un hombre mayor de expresión preocupada y cansada, alto y delgado, con poco pelo y canoso. Al ingresar en la biblioteca, el ambiente del lugar la envolvió; era como estar entrando en la sala de lectura de un antiguo monasterio o de una centenaria universidad europea; dos pisos de libros y documentos, desde muy antiguos hasta muy recientes.
Detrás de un inmenso escritorio de madera oscura se encontraba Aaron Bauer, hombre bajo y delgado de unos ochenta años, bastante calvo, mientras que al frente estaba Adam Weishaupt VI, individuo de unos sesenta años, sentado en un estado de tensión tal que parecía que estuviera esperando la salida de una carrera de caballos. Estaba en un pequeño sofá de cuero color café, que era parte de un juego de tres muebles similares. Weishaupt tenía abundante cabello gris y era más bien grueso, de altura media. Ambos iban vestidos con buenos trajes oscuros, camisas blancas y finísimas corbatas rojas de seda.
Al entrar Esperanza se pusieron de pie, dándole una bienvenida protocolaria y poco efusiva. Ni siquiera se acercaron a darle la mano y menos aún un beso en la mejilla.
Tomó primero la palabra Aaron Bauer dirigiéndose a la recién llegada con el rostro rígido, como queriendo controlar cada palabra.
–¡Doctora Esperanza Gracia!... ¡Sea usted bienvenida nuevamente! Qué pena que el clima no sea lo óptimo que hubiésemos querido. Esperamos que haya tenido un buen vuelo y un recorrido tranquilo en el coche que le hemos enviado a recogerla al aeropuerto.
–¡Sí, gracias; todo estuvo bien, aunque en el vuelo hubo muchas turbulencias por la tormenta!
–¡Asiento, por favor!...
Todos se sentaron y de pronto se hizo un largo silencio que imprimía en el ambiente una fuerte tensión, nada disimulada en los rostros de aquellos hombres, que parecía que iban a estallar en cualquier momento.
Ambos anfitriones empezaron a intercambiar miradas cuando el hielo se cortó al hacer Esperanza un comentario.
–¡Es un placer volver a verlos, caballeros! ¡Y muchas gracias de nuevo por todo el apoyo que me han brindado hasta ahora y por la confianza que tienen en mí!
El de mayor edad habló a continuación en un tono que no disimulaba la molestia y la frustración que sentía.
–¡El placer es nuestro, recordada doctora! La última vez que nos vimos fue al pie del monumento a Abraham Lincoln en Washington, ¿recuerda?
»Como bien sabe ya, somos inversores y a la vez representantes de una sociedad oculta que tiene claros y definidos intereses de supremacía sobre la humanidad.
»Pero no todos los Illuminati son los mal llamados ‘ángeles caídos’, doctora; solo lo somos la jerarquía, los que podríamos ser considerados el ‘nuevo orden’. Los demás constituyen el segundo nivel, que son aquellos que han nacido de nuestra descendencia en este mundo pero que no son como nosotros, que somos reencarnación directa; y el tercer nivel son aquellos que, por sus ambiciones y falta de escrúpulos, han sido reclutados para formar parte de nuestros cuadros más superficiales, y que vienen siendo los ejecutores de nuestros deseos y órdenes.
»El ‘nuevo orden’ es poco conocido, porque solemos mantener un perfil bajo, aunque manejemos las más grandes fortunas, que ni siquiera aparecen en la revista Forbes. Somos los que controlamos el sistema, los que dirigimos y cambiamos gobernantes, aunque tenemos que lidiar con la resistencia de la Hermandad Blanca terrestre.
»Quienes sospechan de nuestra existencia nos han venido en llamar ‘Los Arcontes’, aunque es una denominación que viene de los antiguos gobernantes griegos, y que luego dio paso al gnosticismo cristiano, que hacía