Temblor. Allie Reynolds

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Temblor - Allie Reynolds


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se aclara la garganta detrás de nosotros. Nos apartamos y vemos la figura alta y rubia de Curtis.

      No sé por qué, pero esperaba que tuviera el mismo aspecto que la última vez que lo vi: atravesado por el dolor, un hombre roto. Pero, por supuesto, no es así. Ha tenido diez años para superarlo. O para enterrarlo todo dentro.

      El abrazo de Curtis es breve.

      —Me alegro de verte, Milla.

      —Yo también.

      Siempre me costó mirarlo a los ojos por lo guapo que era, y lo sigue siendo, pero ahora me resulta todavía más difícil.

      Curtis y Brent se dan la mano; la piel pálida de Curtis destaca sobre la de Brent. Ellos también han traído sus tablas de snowboard, lo que no es ninguna sorpresa. Sería difícil que subiéramos a una montaña sin ellas. También llevan tejanos, pero me divierte ver que debajo de los anoraks asoman cuellos de camisa.

      —Espero que no hubiera que arreglarse para la ocasión —comento.

      Curtis me mira de arriba abajo.

      —No te preocupes.

      Trago saliva. Sus ojos son tan azules como siempre, pero me recuerdan a alguien en quien no quiero pensar. Tampoco transmiten ni un ápice de la calidez que solía sentir en su mirada. Me he arrastrado hasta el lugar al que había jurado que no volvería jamás, y lo he hecho por él. Ya me arrepiento.

      —¿Quién más viene? —pregunta Brent.

      ¿Por qué me mira a mí?

      —Ni idea —respondo.

      Curtis se ríe.

      —¿No lo sabes?

      Pasos. Ya llega Heather. ¿Y quién más? ¿Dale? No es posible. ¿Siguen juntos?

      La melena salvaje de Dale ahora es más corta y estilosa. Ya no tiene piercings. Ni siquiera parece que haya estrenado las botas de nieve de marca que lleva. Supongo que Heather lo ha transformado. Al menos le ha dejado traer la tabla.

      Heather lleva un vestido, negro y brillante, con medias y botas hasta la rodilla. Se estará helando viva, aunque se haya puesto una chaqueta carísima encima. Cuando me abraza, noto el aroma de laca de pelo en sus largos mechones oscuros.

      —Me alegro mucho de verte, Milla. —Habrá tomado más de una copa antes de llegar porque casi suena sincera. Sus botas tienen un tacón de ocho centímetros, lo que la hacen un poco más alta que yo. Seguro que se las ha puesto por eso.

      Me enseña un anillo.

      —¿Os habéis casado? —exclamo—. ¡Felicidades!

      —Hace tres años. —Su acento del noreste de Inglaterra es más marcado que nunca.

      Brent y Curtis dan palmadas a Dale en la espalda.

      —Tardaste lo tuyo en proponérselo, ¿eh, amigo? —bromea Brent. Su acento de Londres también parece más marcado.

      —En realidad, fui yo quien se lo propuso —replica Heather.

      La puerta del teleférico se abre con un chirrido. El operario se desliza por detrás, lleva la gorra negra de la estación de esquí. Comprueba nuestros nombres en una lista y nos hace un gesto para que nos acerquemos.

      Los demás pasan dentro.

      —¿Está todo el mundo? —pregunto para ganar tiempo.

      El tipo cree que sí. Me resulta familiar.

      Todos han subido a la cabina y me uno a ellos, reticente.

      —¿Quién más faltaría? —replica Curtis.

      —Cierto —reconozco. Antes había algunos más, gente que iba y venía, pero del grupito original solo quedamos nosotros cinco.

      O mejor dicho, somos los únicos que quedamos en pie.

      Una oleada de culpabilidad me invade. «Jamás volverá a caminar».

      El operario cierra la puerta. Me esfuerzo por echarle un vistazo, pero antes de que pueda observarlo mejor, se dirige al otro extremo de la plataforma y se encierra en la cabina de mandos.

      El teleférico se pone en marcha. Igual que yo, los demás miran a través del plexiglás fascinados mientras pasamos sobre las copas de los abetos, en pos de la luz mortecina en lo alto de la montaña. Resulta extraño divisar la tierra y la hierba más abajo; siempre estaba nevado. Intento ver a las marmotas, pero probablemente estén hibernando. Pasamos por encima de un peñasco y el diminuto pueblo de Le Rocher desaparece de nuestra vista.

      Un sentimiento extraño se apodera de mí ahora que estamos suspendidos en el aire y el paisaje se desliza al otro lado de la ventana. En lugar de subir a la montaña, parece que viajemos hacia atrás en el tiempo. Y no sé si estoy lista para enfrentarme al pasado.

      Es demasiado tarde. El teleférico ya se aproxima a la estación intermedia. Salimos arrastrando las bolsas. Aquí hace más frío, y será todavía peor en nuestro destino. Una bandera francesa ondea en la brisa helada. El altiplano está desierto. A medio camino, el verde y el marrón se han trocado en blanco: es la línea de nieve.

      —Pensaba que la nieve ya habría llegado al valle a estas alturas.

      Curtis asiente.

      —Cosas del cambio climático.

      En invierno, este es el corazón del área de esquí, con telesillas y remolques que se mueven en todas direcciones, pero el único ascensor que funciona hoy es la burbuja, que está cubierta.

      Antes, el medio tubo se encontraba aquí, justo al lado del pequeño cobertizo. Ahora, el largo canal en forma de U es una zanja embarrada, pero en mi mente aún veo sus paredes blancas y prístinas. Fue el mejor medio tubo de Europa en su época, y también fue lo que nos reunió a todos aquel invierno.

      Dios mío, los recuerdos. Tengo la piel de gallina. Nos veo de jóvenes, compitiendo y riéndonos. Los cinco.

      Y las dos que faltan.

      Un remolino helado me alborota el pelo. Me subo la cremallera del anorak hasta la barbilla y me apresuro a seguir a los demás.

      El ascensor burbuja nos llevará hasta casi 3500 metros de altura. El glaciar del Diablo es una de las zonas aptas para el esquí más elevadas de Francia. Las brillantes cabinas naranjas cuelgan del cable como adornos navideños. Curtis entra en la que está más cerca.

      Heather tira de la mano de Dale.

      —Vamos a buscar una para nosotros dos.

      —No, venga —insiste Dale—. Cabemos todos en esta.

      Curtis hace un gesto para animarlos.

      —Hay sitio de sobra.

      Heather parece dudar, y la entiendo. Estas pequeñas cabinas, en teoría, pueden transportar hasta seis personas, pero todos llevamos bolsas y estaremos apretados. Tampoco ayuda el hecho de que se haya traído una maldita maleta.

      Brent se agacha para entrar debido a su altura.

      —Puedes sentarte en mi rodilla, Mills. Dame tu bolsa de snowboard.

      —Dale puede quedarse con tus rodillas —replico—. Yo me sentaré ahí.

      Heather se sienta en el regazo de Dale, al lado de Curtis, mientras que Brent y yo nos sentamos enfrente con las bolsas en el medio y a nuestro alrededor. Se me hace raro ver a Dale sin sus rastas. Junto con su tez nórdica, me recordaba a un vikingo. Ahora parece un presentador de concursos.

      Ascendemos por el altiplano. Hay un inmenso vacío a nuestros pies. Me olvidaba de lo enorme que es esta zona. Los senderistas suben hasta aquí en verano, y las pistas zigzaguean por la montaña. Debe de ser precioso, con un conjunto de flores alpinas, pero ahora solo se ven retazos de hierba marrón y sedimentos rocosos. No hay señales de vida, ni siquiera un pájaro. La tierra parece yerma.

      Muerta.


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