Un refugio en la tomenta. Cara Colter

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Un refugio en la tomenta - Cara Colter


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caballos.

      —Debí haberlo supuesto.

      —¿El qué?

      —Que eras un vaquero. Te puedes quitar las botas y el sombrero, y haber pasado los años desde que te dedicaste a ello, pero sigue estando allí.

      —¿Qué es lo que sigue allí?

      Ella sintió haber expresado sus sentimientos, mostrarle qué era lo que pensaba de él.

      —La arrogancia —dijo. Pero pensó: la mística, la fuerza, la confianza en uno mismo. La forma de comportarse. El orgullo que reflejaban sus ojos.

      Él frunció ligeramente el ceño:

      —¿Eres una experta en vaqueros?

      —Me criaron dos de ellos.

      —Debí haberlo supuesto.

      —¿El qué?

      —Que eras una vaquera.

      —¿Y tú eres un experto en vaqueras?

      —No. Vivíamos bastante aislados, y no sé una sola palabra de vaqueras. Pero si tuviera que escoger a alguna para poner su foto en un poster, te elegiría a ti.

      —No se cómo tomarme eso. ¿Es un cumplido?

      —Creo que lo es.

      —¿Por qué me elegirías a mí?

      —Porque por tu aspecto se diría que eres capaz de montar y de echar el lazo con la misma facilidad con que la mayoría de las mujeres pueden coser un botón en una camisa.

      —¿Coser un botón en una camisa? ¿Es así de arcaica la imagen que tienes de las mujeres?

      —Bella, pero ligeramente quisquillosa —continuó diciendo como si no hubiese sido interrumpido.

      —No lo soy —dijo refiriéndose a bella.

      —Créeme, quisquillosa no es un calificativo ni la mitad de duro que arrogante.

      —Eso es verdad.

      —Das la impresión de ser capaz de disparar a un oso sin pestañear.

      —Y tanto que pestañeé. Tenía los ojos completamente cerrados cuando apreté el gatillo.

      Él se rio, con una risa clara y profunda que sonaba bien. Un sonido capaz de desterrar las suspicacias de una buena chica vaquera, logrando que confiara en alguien que no había demostrado ser digno de confianza.

      —¿Cuántos años tenías cuando dejaste el rancho? —le preguntó ella.

      —Dieciséis —fue consciente de lo lejos que quedaba todo aquello, pero ella pudo percibir un destello de añoranza.

      —Lo echas de menos —ella recordó su estancia en Edmonton, en donde no pasó un solo día sin echar de menos las risas de sus hermanos, el aliento cálido de su caballo, y la posibilidad de salir a pasear por un espacio inabarcable, respirando un aire transparente.

      —Supongo que algunos aspectos.

      El tono de su voz le desveló a Shauna algunos aspectos de su personalidad. Que era un hombre que se encontraba ya muy lejos de aquel niño que se había criado en un rancho de Wyoming, y que haría cualquier cosa por encontrar el camino de vuelta hacia aquella vida sencilla. ¿Era así como había llegado hasta allí? No, no había nada sencillo en el hecho de que él se encontrara allí con un niño que no era suyo.

      —Así que —dijo ella con naturalidad—, ¿qué hiciste después de dejar el rancho?

      —Ir de aquí para allá —respondió él—. Ver mundo. Ya sabes.

      Pero ella no lo sabía. Lo que sí sabía era que él no podía decirle nada más. Se propuso mantener la boca cerrada y los ojos bien abiertos.

      Él se encargó de hacer la cena, y lo hizo con rapidez y eficacia, controlando la situación.

      —Estás acostumbrado a esto —comentó ella.

      —¿A cocinar? —preguntó él.

      —A la vida dura.

      —Yo no llamaría a esto vida dura —dijo él, arrepintiéndose inmediatamente, como si fuera un crimen mostrarle a ella el más mínimo detalle de su carácter.

      Después de comer salieron al porche con las tazas de café en la mano, a contemplar cómo la luna ascendía por detrás de la negra silueta de las montañas.

      —Podría quedarme a vivir para siempre en un lugar como este —dijo él de pronto, suavemente, y ella tuvo la impresión de que aquella era la primera cosa realmente sincera que decía—. ¿Cómo aterrizaste aquí?

      —Me gusta el campo, y me gustan los caballos —no mencionó lo ocurrido en Edmonton. Evitó todo aquello que pudiera hacerla parecer vulnerable o débil.

      Simplemente conversar, sin hablar de su corazón. Pero a pesar de ello, Shauna tenía la sensación de que él estaba oyendo algunas de las cosas que ella no decía, y se levantó de golpe.

      —Hace frío aquí fuera. Me voy para adentro.

      —Yo también —dijo él estirándose levemente y bostezando.

      Lo había aburrido. Debía haberlo supuesto. Pero de eso se trataba, se dijo a sí misma, aburrirle hasta que se durmiera, y después salir huyendo. Cuando estuvieron otra vez dentro de la cabaña, Shauna se percató por primera vez de que él no había llevado saco de dormir.

      —¿Dónde está tu saco de dormir?

      —He debido olvidarlo —respondió él con naturalidad.

      Ella solo tenía allí un saco de dormir. Siempre se llevaba toda la ropa de cama de la cabaña al final de la temporada, para lavarla, y para evitar que se la comieran los ratones, y todavía no la había vuelto a llevar. Pero eso no quería decir que tuviera que compartir el saco de dormir con él. Qué idea tan ridícula. Había muchas otras alternativas. Y habiendo tantas alternativas, ¿por qué era aquella la que le había venido inmediatamente a la mente?

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