Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLean

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Lady Hattie y la Bestia - Sarah MacLean


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      Nora le echó un vis­ta­zo.

      —Hattie, no po­de­mos lle­var­lo con no­so­tras solo porque pa­rez­ca una es­ta­t­ua romana.

      Hattie se son­ro­jó en la os­cu­ri­dad.

      —No me había dado cuenta.

      —Pues te has que­da­do sin pa­la­bras.

      —No po­de­mos de­jar­lo porque Augie lo ha dejado aquí —dijo Hattie acla­rán­do­se la gar­gan­ta

      —No puedes estar segura de eso. —Los labios de Nora for­ma­ron una per­fec­ta línea recta.

      —Puedo… —ase­gu­ró Hattie, sos­te­n­ien­do la lin­ter­na cerca de la cuerda que ma­n­ia­ta­ba las mu­ñe­cas del hombre y ha­c­ien­do un ba­rri­do hasta los to­bi­llos atados—, porque August Sedley no sabe hacer un nudo Ca­rrick de­cen­te, y me temo que si de­ja­mos a este hombre aquí, se li­be­ra­rá e irá di­rec­ta­men­te a por el inútil de mi her­ma­no.

      Eso, y que si no li­be­ra­ban al ex­tra­ño, quién sabía lo que Augie le haría. Su her­ma­no era tan tonto como te­me­ra­r­io, una com­bi­na­ción que re­q­ue­ría de la in­ter­ven­ción de Hattie con cierta asi­d­ui­dad. Lo que, por cierto, era una razón de peso en su de­ci­sión de re­cla­mar su vi­gé­si­mo noveno año como suyo. Y, aun así, allí estaba su in­fer­nal her­ma­no es­tro­peán­do­lo todo.

      —In­cons­c­ien­te desde hace poco o no… —dijo Nora, que no sabía lo que pasaba por la cabeza de Hattie—, no parece un hombre de los que pier­den en una pelea.

      El eu­fe­mis­mo no se le escapó a Hattie. Sus­pi­ró, alargó la mano para colgar la lin­ter­na en­cen­di­da en el gancho co­rres­pon­d­ien­te y apro­ve­chó la opor­tu­ni­dad para echar una larga y pro­lon­ga­da mirada al hombre.

      Hattie Sedley había apren­di­do algo más en sus vein­t­io­cho años y tres­c­ien­tos se­sen­ta y cuatro días: si una mujer tenía un pro­ble­ma, lo mejor era que lo re­sol­v­ie­ra ella misma.

      Se subió al ca­rr­ua­je, pa­san­do con cui­da­do por encima del hombre tirado en el suelo, antes de mirar a Nora de reojo, mien­tras per­ma­ne­cía en la acera con los ojos muy ab­ier­tos.

      —Venga, vamos. Nos desha­re­mos de él por el camino.

      Capítulo 2

      Lo último que re­cor­da­ba era el golpe en la cabeza.

      Estaba es­pe­ran­do el ataque sor­pre­sa. Por eso era él quien iba con­du­c­ien­do en la pla­ta­for­ma: seis raudos ca­ba­llos ti­ran­do de un enorme carro de trans­por­te con un con­te­ne­dor de acero car­ga­do de licor, cartas y tabaco, des­ti­na­do a May­f­air. Aca­ba­ba de cruzar Oxford Street cuando oyó el dis­pa­ro, se­g­ui­do del grito de dolor de uno de sus es­col­tas.

      Se detuvo para ver cómo es­ta­ban sus hom­bres. Para pro­te­ger­los. Para cas­ti­gar a los que los ata­ca­ban.

      Había un cuerpo en­san­gren­ta­do tirado en la calle, justo debajo de él. Aca­ba­ba de enviar al se­gun­do de sus hom­bres a pedir ayuda, cuando oyó pasos a su es­pal­da. Se había girado cu­chi­llo en mano. Lo lanzó. Es­cu­chó el grito en la os­cu­ri­dad y lo­ca­li­zó su origen.

      Luego, un golpe en la cabeza. Y des­pués… nada.

      No hubo nada hasta que un in­sis­ten­te gol­pe­teo en su me­ji­lla le de­vol­vió la con­c­ien­c­ia; era de­ma­s­ia­do suave para doler, aunque lo su­fi­c­ien­te­men­te firme para ser irri­tan­te.

      No abrió los ojos, los años de en­tre­na­m­ien­to le per­mi­t­ie­ron fingir que seguía in­cons­c­ien­te mien­tras se or­ien­ta­ba. Tenía los pies atados. Tam­bién las manos, detrás de la es­pal­da. Las ata­du­ras le ti­ra­ban tanto de los mús­cu­los del pecho como para notar que le fal­ta­ban sus cu­chi­llos, ocho hojas de acero mon­ta­das en ónice. Se los habían robado junto con la funda que los unía a su cuerpo. Re­sis­tió el im­pul­so de ten­sar­se. De en­fu­re­cer­se. Pero Sa­v­i­our Whit­ting­ton, co­no­ci­do en las calles más os­cu­ras de Lon­dres como Bestia, no se en­fa­da­ba: cas­ti­ga­ba. De un modo rápido y de­vas­ta­dor, sin emo­ción.

      Y si le habían qui­ta­do la vida a uno de sus hom­bres, a al­g­u­ien que estaba bajo su pro­tec­ción, nunca co­no­ce­rí­an la paz. Pero pri­me­ro ne­ce­si­ta­ba re­cu­pe­rar la li­ber­tad.

      Estaba en el suelo de un ca­rr­ua­je en mo­vi­m­ien­to. Uno bien eq­ui­pa­do, te­n­ien­do en cuenta el suave cojín que rozaba su me­ji­lla, y que se des­pla­za­ba por un ve­cin­da­r­io de­cen­te, a tenor del suave ritmo de las ruedas sobre los ado­q­ui­nes.

      «¿Qué hora es?».

      Con­si­de­ró su si­g­u­ien­te paso, ima­gi­nan­do cómo re­du­ci­ría a su captor a pesar de las ata­du­ras. Se ima­gi­nó rom­pién­do­le la nariz usando la frente como arma. Uti­li­zan­do las pier­nas atadas para no­q­ue­ar al hombre.

      El gol­pe­teo en su me­ji­lla co­men­zó de nuevo. Luego un suave su­su­rro.

      —Señor…

      Whit abrió los ojos de golpe.

      Su captor no era un hombre.

      El baño de luz dorada en el ca­rr­ua­je le jugó una mala pasada; le pa­re­ció que ema­na­ba de la mujer y no de la lin­ter­na que se ba­lan­ce­a­ba sua­ve­men­te en la es­q­ui­na.

      Sen­ta­da en el banco, no se pa­re­cía en nada al tipo de ene­mi­go que no­q­ue­a­ría a un hombre y lo ataría dentro de un ca­rr­ua­je. De hecho, pa­re­cía que iba de camino a un baile. Per­fec­ta­men­te lista, per­fec­ta­men­te pei­na­da, per­fec­ta­men­te ma­q­ui­lla­da —su piel lisa, sus ojos de­li­ne­a­dos con kohl, sus labios car­no­sos y pin­ta­dos lo su­fi­c­ien­te como para que un hombre pres­ta­se aten­ción. Y eso fue antes de que viera el ves­ti­do azul, del color de un cielo de verano y muy ajus­ta­do a su figura.

      No de­be­ría estar fi­ján­do­se en nada de eso, con­si­de­ran­do que ella lo tenía atado en un ca­rr­ua­je. No de­be­ría fi­jar­se en sus curvas suaves y aco­ge­do­ras en la cin­tu­ra, en la línea de su cor­pi­ño. No de­be­ría fi­jar­se en el des­te­llo de la suave y dorada piel de su hombro re­don­de­a­do a la luz de la lin­ter­na. No de­be­ría fi­jar­se en la bonita sua­vi­dad de su cara o en la ple­ni­tud de sus labios pin­ta­dos de rojo.

      Ella no estaba allí para que él la ad­mi­ra­ra.

      Clavó su mirada en ella, y sus ojos… ¿Era po­si­ble que fueran vio­le­tas? ¿Qué clase de per­so­na tenía ojos de color vio­le­ta? Y es­ta­ban ab­ier­tos de par en par.

      «Bien. Si esa mirada es un in­di­c­io de su tem­pe­ra­men­to, no es de ex­tra­ñar que esté atado», pensó mien­tras veía que ella in­cli­na­ba la cabeza a un lado.

      —¿Quién le ha atado?

      Whit no res­pon­dió. Seguro que ella sabía la res­p­ues­ta.

      —¿Por qué está atado?

      Otra vez si­len­c­io.

      Sus labios mar­ca­ron una línea recta y mur­mu­ró algo que sonaba como «inútil». Y luego, más fuerte, más firme:

      —El


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