Rendición ardiente. CHARLOTTE LAMB

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Rendición ardiente - CHARLOTTE  LAMB


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¿Quién era Hal Thaxford para hablar así de ella?

      –Mire, señor… ¿Cuál era su nombre?

      –Hillier, Connel Hillier –le dijo, mientras recorría su habitación e iba abriendo sus armarios.

      «Connel. Un nombre poco habitual», pensó Zoe. «Me gusta»

      –Señor Hillier –de pronto se dio cuenta de lo que estaba sucediendo–. ¿Qué demonios cree que está haciendo? Se fue detrás de él. No tiene ningún sentido que siga buscando.

      Él sacó un par de calcetines. Eran de Zoe, que usaba calcetines y botas para trabajar en invierno y cuando llovía, lo que ocurría con frecuencia.

      –¡He dicho que ya está bien!

      Se sentó en la cama y miró los calcetines.

      –¿Qué talla son? Bueno, da igual porque se estiran.

      Un minuto después ya estaba de pie con los calcetines puestos.

      –Así me siento mejor. Se me estaban quedando los pies helados. Espero que tenga algo de comer, porque estoy realmente hambriento. Vamos a la cocina a ver si podemos cocinar algo.

      Aquel desenfado tan descarado la dejó sin habla, cosa que a Zoe no le ocurría jamás.

      Al principio el tipo no le había caído bien. A aquellas alturas sencillamente lo detestaba.

      –Escuche, esta es mi casa. ¿Podría dejar de tratarme como si le debiera la vida?

      –No.

      –¡Esto es increíble!

      Él la ignoró por completo.

      Salió del baño con su ropa mojada en la mano. Sin inmutarse, sacó la llave del bolsillo y abrió la puerta de la habitación.

      Sin volverse a comprobar si ella había salido o no, desapareció.

      La llave estaba en la cerradura y, durante unos segundos, Zoe tuvo tentaciones de encerrarse dentro de su habitación. Pero recapacitó y se dio cuenta de que si lo hacía aquel tipo desvergonzado acabaría por hacerse con toda la casa.

      Salió detrás de él sin dejar de preguntarse cómo demonios se libraría de aquel castigo que le había caído. Si al menos tuviera el móvil en marcha. Pero no, precisamente en ese momento necesitaba que lo cargara.

      Tal vez mientras comía fuera capaz de agarrar el teléfono y llamar a la policía. Eso, si no la estrangulaba al bajar las escaleras.

      «No seas melodramática. No es de ese tipo. Podría ser un caco. Incluso un gánster. Pero jamás lo elegiría para un papel de asesino en serie», pensó Zoe. Pero sí era alguien a quien no se debía perder de vista. Había algo electrizante y poderoso en él.

      Al llegar a la cocina, vio que estaba colocando su ropa húmeda en la lavadora. La miró de reojo con esos ojos oscuros y amenazantes.

      –¿Dónde está el jabón?

      A punto estuvo ella de decir: «Deja, yo lo hago». Pero supo contener ese maldito impulso femenino. «Nos lo han impuesto desde pequeñas. ¿Por qué demonios debería yo lavarle la ropa a este individuo?», se dijo.

      –En el armario que hay junto a la lavadora –le respondió. La miró con frialdad. Estaba claro que esperaba que ella se ofreciera a hacerlo por él. Ese era el maldito impulso masculino. Si alguna vez llegaba a tener un hijo le enseñaría a no ver a las mujeres como sirvientas.

      En cuanto se agachó para meter la ropa, Zoe empezó a buscar posibles armas. El primer candidato podía ser un jarrón griego con flores secas que estaba colgado de la pared de la cocina. No, ese era un recuerdo de las mejores vacaciones que había tenido en su vida.

      ¿Una sartén? No. Eran de aluminio y no pesaban lo suficiente. «La cacerola de cobre», pensó, al mirar el hermoso recipiente que colgaba sobre la cocina.

      La lavadora ya estaba en marcha, así que el intruso se dirigió a la nevera. Sacó algo del congelador y comenzó a leer las instrucciones.

      –Hay sopas también –le informó ella.

      –No quiero sopa. Esto tiene buen aspecto. Y veo que tienes microondas. ¿Quieres un poco?

      Metió el pollo al curry en el horno y pulsó los botones para ponerlo en marcha. El plato de dentro comenzó a girar.

      –Necesitaré que mi ropa antes de irme. También tienes secadora, eso es un alivio.

      –Pero tardará horas en estar lista. En cuanto coma, se larga de aquí. Voy a llamar a un taxi.

      Él hizo caso omiso de ella y continuó sacando cosas. Sacó el café y lo olió. Era café de filtro.

      –Bueno, no es maravilloso, pero espero que sirva.

      –¡Lo siento, sinceramente! ¡Qué voy a hacer con mi vida, mi café no está a su altura! Trataré de comprar algo mejor para la próxima vez que allane mi casa.

      Su sarcasmo le resbaló sin hacer mella alguna.

      –Me gusta más el café expreso. Su aroma es extraordinario. Y el café instantáneo es como una burla.

      –Pues lo siento, pero esta maquinita de filtro es mucho más cómoda y más rápida. Igual que el microondas y la secadora, etc…

      Él la miró con sorna y volvió a la nevera.

      –Está a dieta, ¿verdad? No veo la nata por ningún lado –se dispuso a llenar de agua la cafetera–. Pues yo no estoy a dieta, así que espero que, al menos, tenga azúcar.

      –Señor Hillier, yo no lo he invitado a mi casa. Pero, puesto que es mi huésped, deje de criticar mi modo de vida. ¿Quién se ha creído que es? –miró al reloj–. Mire, estoy agotada. He tenido un día muy duro y lo único que quiero es dormir antes de que amanezca. Por favor, cómase su comida y lárguese. Estoy segura de que al taxista le dará igual lo que lleve puesto.

      De pronto, tuvo una idea.

      En el recibidor había guardado un enorme chubasquero que había comprado en Australia hacía un par de años.

      –Se puede poner esto. Nadie sabrá lo que lleva debajo.

      –Muchas gracias. Tiene buen gusto. Pero, a pesar de todo, insisto en llevar puesta mi ropa debajo.

      –Se las haré llegar mañana mismo.

      –No. Esperaré.

      Zoe quería librarse de él.

      –Esta es mi casa y lo quiero fuera de ella.

      Abrió la puerta del microondas e inhaló el aroma del curry.

      –Huele estupendamente.

      Apagó el grill y sacó el recipiente con un trapo de cocina. Se sirvió el pollo, la salsa y el arroz en un plato y se sentó a comer..

      –¿Podría servirme un poco de café?

      –¿Cómo murió su último esclavo?

      –Delicioso –dijo él.

      Zoe no pudo más, lo absurdo de la situación la hacía realmente cómica. Comenzó a reírse.

      –¡Así que es usted humana!

      –Humana y agotada –le dijo y sirvió café en dos tazas. Estaba claro que no iba a librarse de él fácilmente, así que, qué menos que un café.

      –¿Cuántas horas ha trabajado hoy?

      –Me levanté a las cinco y a las seis ya estábamos trabajando –le dijo y se sentó frente a él.

      La estudió con detenimiento.

      –Tiene los ojos rojos. Le hacen juego con el pelo.

      –Muy glamouroso, gracias.

      Continuó mirándola fijamente.

      –Los


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