El último genio del siglo XX. Yuri Knórosov . Galina Ershova
Читать онлайн книгу.minuciosamente uno tras otro los esqueletos escondidos y destruía de manera forzada sus mistificaciones, las cuales desde mi punto de vista eran absolutamente inocentes. Nunca me dejaba en paz una pregunta: ¿Por qué le importaba tanto guardar los secretos acerca de sí mismo incluso después de su muerte? Muchas de sus cartas dirigidas a mí terminaban con una nota: «Destruir después de haber sido leída». Además, quiero confesar que aún quedan algunos secretos que no me he atrevido a revelar. Es probable que todavía no haya llegado la hora de hacerlo. Han pasado 20 años desde el día de la muerte de Knórosov y en todo este tiempo no me he sentido una historiadora o biógrafa, sino, más bien, de cierta forma una psicoanalista y, a veces, una detective. Estuve escribiendo este libro durante dos décadas y todo el tiempo trataba de entender: ¿Cómo se sentirá ser un genio? ¿Qué precio tiene que pagar un genio por poseer este don divino? ¿Sería la agobiante soledad el precio que tanto torturaba a Knórosov?
Si seguimos la historia dramática de la creación del mundo narrada en el libro maya-quiché Popol Vuh, vemos que al principio los dioses habían creado a las personas semejantes a ellos y se habían asustado de ello:
Fueron dotados de inteligencia; vieron y al punto se extendió su vista, alcanzaron a ver, alcanzaron a conocer todo lo que hay en el mundo. Cuando miraban, al instante veían a su alrededor y contemplaban en torno a ellos la bóveda del cielo y la faz redonda de la tierra.
Las cosas ocultas (por la distancia) las veían todas, sin tener primero que moverse; en seguida veían el mundo y asimismo desde el lugar donde estaban lo veían.
Grande era su sabiduría; su vista llegaba hasta los bosques, las rocas, los lagos, los mares, las montañas y los valles. ¡En verdad eran hombres admirables!
Además, los dioses decidieron perfeccionarlos y les dieron la posibilidad de conocer el mundo:
Y en seguida acabaron de ver cuánto había en el mundo [...] Hemos sido creados, se nos ha dado una boca y una cara, hablamos, oímos, pensamos y andamos; sentimos perfectamente y conocemos lo que está lejos y lo que está cerca. Vemos también lo grande y lo pequeño en el cielo y en la tierra [...] Acabaron de conocerlo todo y examinaron los cuatro rincones y los cuatro puntos de la bóveda del cielo y de la faz de la tierra.
Y ahí es cuando el Creador y el Formador se preocuparon:
No está bien lo que dicen nuestras criaturas, nuestras obras; todo lo saben, lo grande y lo pequeño, dijeron. Y así celebraron consejo nuevamente los Progenitores: —¿Qué haremos ahora con ellos? ¡Que su vista sólo alcance a lo que está cerca, que sólo vean un poco de la faz de la tierra! No está bien lo que dicen. ¿Acaso no son por su naturaleza simples criaturas y hechuras (nuestras)? ¿Han de ser ellos también dioses? [...] Refrenemos un poco sus deseos, pues no está bien lo que vemos. ¿Por ventura se han de igualar ellos a nosotros, sus autores, que podemos abarcar grandes distancias, que lo sabemos y vemos todo?
Lo dicho-hecho: la naturaleza de las criaturas divinas fue cambiada: «Entonces el Corazón del cielo les echó un vaho sobre los ojos, los cuales se empañaron como cuando se sopla sobre la luna de un espejo. Sus ojos se velaron y sólo pudieron ver lo que estaba cerca, sólo esto era claro para ellos. Así fue destruida su sabiduría y todos los conocimientos...».[1]
Por precaución de los dioses, los hombres se volvieron diferentes y llegaron a ser ordinarios. Pero, a veces, aparecen de repente entre nosotros aquellas mismas personas-dioses que casualmente se han quedado y por su singularidad e increíbles capacidades parecen ser extraterrestres. Son pocos, pero son precisamente ellos quienes nos indican un cierto camino secreto del desarrollo y nos hacen recordar la posibilidad perdida de ser idénticos a los dioses. Son aquellos mismos genios raros que llegan al mundo de la gente común y lo revuelven, obligándolo a moverse y a cambiar. Uno de ellos era Leonardo da Vinci quien, reflexionando acerca de la aparición y el objetivo final del ser humano, escribía que la persona era el modelo del mundo que siempre tendía a ir hacia «aquel que lo ha enviado». Por lo visto, Yuri Knórosov pertenecía a estos mensajeros semejantes a Dios (de la versión anterior de los mayas). Por lo tanto, cualquiera que tratara de compararse con Knórosov a sabiendas de esto se vería absurdo, pero por más extraño que parezca, de vez en cuando surgen personajes que intentan hacerlo.
Sea como fuere, el libro surgió como respuesta a una especie de petición que me había expresado mi maestro cuando ya había entendido que su partida estaba cerca. Esta obra comenzó a partir de unas páginas especialmente dictadas por él en mayo de 1997. El 30 de marzo de 1999, Yuri Knórosov falleció. Por todo ello, considero necesario comenzar por una breve introducción dedicada a la historia de cómo nos conocimos y explicando las dificultades que surgieron a la hora de escribir la biografía de este gran científico ruso.
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Conocí a Yuri Valentínovich en 1979. Mis estudios en el Instituto de Lenguas Extranjeras Maurice Thorez en la Facultad de Lengua Francesa me habían brindado varias cosas útiles. Primero, un muy buen francés, que al llegar por primera vez a París me permitió casi pasar por «aborigen». Segundo, saqué una multitud de recomendaciones sumamente útiles de los profesores, tales como: «El esposo es un fenómeno pasajero, pero los documentos siempre deben estar en orden». O, cuando se otorgaba el título: «Trabajarán unos diez años y, probablemente, lleguen a ser especialistas». Tercero, el mismo título de maestría. Cuarto, el gran amor a la lingüística teórica. Quinto, la franca admiración por el intelecto de Yuri Knórosov, quien había descifrado la escritura jeroglífica maya, y el cual –descubrí– a pesar de que se consideraba una leyenda, resultó estar, para mi asombro, absolutamente vivo. Sexto, en calidad de una confesión sincera, diré que me había quedado con la famosa edición de la monografía de Knórosov del año 1963, la cual ya desde entonces se consideraba toda una rareza bibliográfica. Sin embargo, para justificarme aclaro que en la biblioteca científica del instituto de lenguas extranjeras nadie, ni una sola vez, había abierto este libro antes de mí. Por lo tanto, llena de remordimientos de conciencia, me apropié de este libro y oficialmente me declaré arrepentida de la «pérdida», compensándola con otras ediciones lingüísticas más valiosas y caras. El bibliotecario se había alegrado mucho.
Tres años de los diez necesarios para adquirir el profesionalismo ya habían pasado, acompañados de estudios en los últimos años de la facultad y de la crianza de mi hija Anna. Ella había cumplido sus tres años y regularmente estaba presente en las clases acompañándome, e incluso haciéndole observaciones al profesor. Lo bueno era que Anna, desde los dos años y medio, ya sabía leer los libros que no llevaban dibujos. Sin embargo, ir a clases a una edad tan temprana le ha inculcado para siempre una actitud extremadamente crítica hacia las universidades y un profundo conocimiento de la literatura. Recordando las instrucciones docentes, nunca cambié mi apellido y mis documentos siempre han estado en orden. La presencia del marido siempre la tomé filosóficamente –al parecer, por eso mismo, durante tantos años mi esposo no se ha ido a ninguna parte.
Sin embargo, esta armonía al final no duró mucho. Ni siquiera había pasado un año después de terminar los estudios y ya tenía una rara sensación de que algo en mi vida se me escapaba. Después de tomar los consejos de los colegas en la editorial donde continuaba trabajando, me puse a pensar en la idea de estudiar en la Facultad de Historia. Sin embargo, debido a mi pereza no tenía muchas ganas de hacerlo, aunque me parecía algo necesario para poder dedicarme a los antiguos mayas. La tremenda cruda intelectual postuniversitaria me llevó al entendimiento y visualización del problema. Tenía 23 años y me parecía que el tiempo se desaparecía en vano con una velocidad increíble.
Fue en ese momento cuando me vino a la cabeza buscar a aquel misterioso y genial Yuri Knórosov. Al averiguar que el científico-leyenda trabajaba en el Instituto de Etnografía de la Academia de Ciencias, yo, con toda la sencillez de los pioneros (los pequeños boy scouts comunistas de la Unión Soviética), me dirigí directamente a esta institución, que se encontraba en la calle Dmitri Ulianov de Moscú. En el cuarto piso del edificio encontré algo así como una administración del Instituto. De ahí de inmediato me recomendaron que me dirigiera al subdirector, quien resultó ser un personaje sumamente desagradable. Se llamaba Iósif Romualdovich Grigulevich. No conocía en absoluto al etnógrafo con ese nombre, pero