Una noche en Montecarlo. Heidi Rice

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Una noche en Montecarlo - Heidi Rice


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que podía ver de su figura, las sutiles curvas que dibujaban unos vaqueros ceñidos y una camisa blanca, hicieron que la sangre se me bajara a la entrepierna. Quizás fuera precisamente la combinación del deseo junto con saber cómo era capaz de manejar el potente coche de Camaro lo que me empujaban porque, en realidad, no estaba seguro de qué me apetecía más: verla al volante de mi coche o bajo las sábanas de mi cama.

      Pero algo no iba bien. ¿Por qué se había quedado tan callada y tan tensa? ¿Por qué su pose parecía defensiva, como si la hubiera insultado en lugar de haberle ofrecido un contrato millonario?

      Entonces su olor me invadió. Un olor fresco, floral e inquietantemente familiar que despertó recuerdos de una noche acaecida cinco años atrás y que no había podido olvidar. Entonces se movió y la luz iluminó su cara por primera vez. Piel suave y transparente, unas pecas casi infantiles sobre la nariz, unos ojos verde esmeralda y unos rizos asalvajados y rojizos componían la imagen que yo veía en mis sueños y en mis pesadillas. Dolor, traición y deseo se aunaron en mis tripas.

      –No quiero nada de ti, Alexi –le oí decir–. Nunca lo he querido.

      Capítulo 2

      Belle

      Mentía. Hubo un tiempo en el que lo quise todo de Alexi Galati. No solo su cuerpo sino su amor, pero al verlo tan alto, tan fuerte, en vaqueros y camiseta, con aquellos pectorales que parecían haberse definido aún más en aquellos últimos cinco años, supe que aquellos deseos eran sueños infantiles nacidos del más torpe enamoramiento.

      Había encerrado esos sueños cinco años atrás, después de la cruel expulsión que me dejó sin nada, desilusionada y sola con diecinueve años. Y, como descubrí dos meses después, embarazada de él. Me negaba a permitir que volvieran a salir a la superficie porque lo encontrara más guapo y atractivo con treinta que con veinticinco.

      Yo había cumplido veinticuatro, y había sobrevivido. Y tenía un hijo maravilloso al que adoraba.

      Con las mejillas encendidas le vi quedarse inmóvil al descubrir quién era yo, y me alegré de ver que se sentía tan incómodo como yo.

      Pero otro pensamiento se materializó al segundo, llevando consigo el sentimiento de culpa con el que llevaba cinco años peleando.

      ¡No! Mi prima Jessie iba a llevar a Cai, mi hijo, al circuito aquella tarde.

      Ya sabía que era arriesgado acceder a ir a Barcelona para hacerle las pruebas al coche que había contribuido a desarrollar en mi papel de experta en combustible en el departamento de I+D de Camaro, pero Renzo, mi jefe, había insistido mucho y yo me había asegurado de que el equipo Galanti no iba a estar aquel día en la pista de pruebas.

      A Cai le encantaban los coches, y el viaje había sido para él un premio muy especial, pero no quería que se encontrara cara a cara con su padre.

      Alexi no sabía de la existencia de su hijo. Yo me hallaba aturdida después de la muerte de Remy y de la pérdida de mi trabajo y de mi vida en Mónaco, cuando descubrí que me había quedado embarazada.

      No había tenido el valor de decírselo a Alexi y, a medida que avanzaba el embarazo, más razones encontraba para justificar mi cobardía y después, en los años de vida de Cai, cada vez era más fácil no hacer esa llamada. Mi dulce, sonriente y precioso niño, que tanto se parecía a su padre pero que siempre sería mío, no tendría por qué conocer el cinismo y la frialdad del hombre que le había dado la vida. En realidad yo solo estaba protegiendo a mi hijo.

      Había visto reportajes de la vida amorosa de Alexi en la prensa, en las columnas de cotilleo y en los blogs de las famosas, y me había convencido de que nunca querría ser padre. ¿Cómo iba a querer tener ataduras y renunciar a su glamurosa vida de mujeriego para cambiar pañales?

      Pero al enfrentarme por primera vez con la posibilidad de que conociera a Cai, todas mis justificaciones empezaron a venirse abajo. No estaba preparada para enfrentarme a aquella realidad, y tampoco lo estaba mi hijo.

      –Quiero que te vayas –le dije con voz firme, aunque temblaba como una hoja por el miedo y por el calor que nunca me abandonaba cuando estaba en la misma habitación que aquel hombre.

      No había dicho nada. Se había quedado plantado en el sitio, pero se controló mucho más rápido que yo y la absoluta sorpresa que había aparecido en su cara quedó escondida tras una máscara de cinismo que recordaba perfectamente del día que nos separamos en el cementerio, a pesar de que el calor de su mirada contaba otra historia, un calor que reconocía perfectamente de la fatídica noche en que Cai fue concebido.

      ¿Cómo podíamos seguir deseándonos cuando los dos nos odiábamos de aquel modo?

      Aún me quedaban veinte minutos antes de que llegaran. Tenía tiempo. Lo único que tenía que hacer era conseguir que Alexi se marchara antes de que Jessie y Cai llegaran. Tan difícil no podía ser, ahora que sabía quién era ella. Al fin y al cabo, había estado dispuesto a pagar miles de euros años atrás solo para no tener que volver a verme.

      –La oferta sigue en pie –dijo unos minutos después.

      –Yo… ¿qué? No puedes hablar en serio –balbucí. No podía pensar de verdad que yo iba a querer pasar tiempo en su compañía, y mucho menos trabajar para él.

      –Hablo completamente en serio. Necesito un piloto de reserva y quiero que seas tú. Deberías estar en la pista y no detrás de una mesa. Una vez que hayas firmado con Galati, podremos hablar de que ocupes un puesto de piloto principal, puede que la temporada próxima. Haré que te valga la pena romper tu acuerdo con Camaro.

      Le vi bajar la mirada y echarle una ojeada de abajo arriba brevemente, pero no por ello menos insultante. Mis mejillas se incendiaron al darme cuenta de que él pensaba que Renzo y yo éramos amantes.

      Sabía que corrían rumores en el quepo Camaro de que yo me acostaba con el jefe. Renzo había sido fundamental para el crecimiento de mi carrera al contratarme nada más acabar mi máster en bioingeniería y tecnología de combustibles el año anterior. Había sido también increíblemente flexible sobre mi compromiso con el trabajo y el cuidado de mi hijo, se había hecho amigo de Cai –que lo idolatraba– y a veces había llegado a preguntarme si me consideraba algo más que una empleada y una amiga… pero nunca había traspasado esa línea y yo, por mi parte, no le había invitado a hacerlo.

      –No estoy en venta –espeté, decidida a no dejar que se viera el daño que me había hecho su insinuación.

      No necesitaba su aprobación. Me había costado cinco años superar su rechazo. Cuando llegué a Londres y descubrí que estaba embarazada, el dolor por Remy y cuánto había perdido el día de su muerte estuvo a punto de destruirme.

      Pero me levanté del suelo con la ayuda de mi maravillosa prima Jessie y me obligué a concentrarme en lo que importaba.

      Tuve a mi hijo y me dediqué a mantenernos a los dos con dos trabajos mientras asumía una deuda estudiantil inmensa y estudiaba por las noches para alcanzar un sueño que, en el último año, por fin había empezado a despegar.

      Había sido un error monumental ocultarle que tenía un hijo, algo de lo que me había dado cuenta en los últimos minutos y que tendría que rectificar en cuanto pudiera gestionarlo de un modo en que no le hiciera daño a Cai.

      Pero no tenía que defender mi reputación profesional ni ante Alexi ni ante nadie.

      –Es una pena –replicó él, y la piel se me erizó– porque, te pague lo que te pague Renzo, vales mucho más, y con el talento que he visto en la pista hace diez minutos, es obvio que deberías pilotar.

      –No quiero competir –dije, abriéndome paso entre la niebla sexual que amenazaba con ahogarme para centrarme en sacarlo de allí. No tenía tiempo para negociar, ni para obsesionarme cómo me hacía sentir solo con mirarme.

      –¿Y por qué demonios no quieres pilotar? Siempre fue tu sueño desde que eras una cría, ¿no?

      Me


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