Emilia. Intriga en Quintay. Jacqueline Balcells
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A José Ignacio Valenzuela
Capítulo uno
El compañero de viaje
El bus avanzaba a toda velocidad por la carretera hacia la costa. Emilia, reclinada en su asiento, cabeceaba con un libro entre sus manos tratando de mantener los ojos abiertos. La semana anterior había dormido muy poco preparando los exámenes: tenía dieciséis años y había pasado, con muy buenas notas, a su último año de colegio. Luego de llegar casi dormida al terminal, ni siquiera se había molestado en mirar a quienes eran sus compañeros de viaje. Por eso se sorprendió cuando, al ponerse de pie para bajar su bolso de la rejilla, un muchacho hizo lo mismo tras ella: generalmente en ese lugar no descendía nadie.
El bus ya orillaba el lago Peñuelas y estaban próximos a llegar al cruce con Quintay. Avanzó por el pasillo para recordarle al chofer que se detuviera y el joven la imitó. Se miraron de reojo y Emilia alcanzó a ver su cabello crespo y rubio.
El vehículo se estacionó en la berma y los dos jóvenes bajaron en silencio. Los autos se cruzaban en la carretera, produciendo un ruido corto y violento. Mientras esperaban el momento para cruzar, Emilia se decidió a interpelarlo:
—¿Hacia dónde vas?
El muchacho emitió un sonido y con el brazo mostró el pedregoso camino frente a ellos.
—¿A Tunquén o a Quintay? —le volvió a preguntar ella, fastidiada por la vaguedad de la respuesta.
—A Quintay —fue la escueta contestación.
Emilia pensó que ese joven no era muy simpático, aunque no pudo negar que tenía buena figura y unos ojos azules y vivos.
En ese momento se detenía, al otro lado de la carretera, una camioneta gris. En cuanto el conductor se bajó, Emilia, dando un salto, hizo un gesto de victoria con su dedo pulgar; el hombre de la camioneta respondió de inmediato con una sonrisa y sus dos manos en alto.
El muchacho miró la escena con indiferencia y aprovechando que no venía ningún auto, atravesó con un trotecillo atlético.
Emilia lo siguió.
—¡Puros seis! —fue lo primero que dijo la niña, antes de besar a su padre.
Él la abrazó y le revolvió el cabello con su mano fuerte y tostada por el sol.
Los dos se subieron a la camioneta. El muchacho ya caminaba unos metros más adelante, con una enorme mochila a la espalda.
El vehículo pasó junto al joven levantando una nube de polvo y Emilia notó que este la miraba de reojo. El gesto le bastó para decir a su papá:
—Va a Quintay. ¿Por qué no lo llevamos?
Juan Casazul frenó. Emilia sacó la cabeza por la ventanilla y gritó:
—¡Te llevamos!
El muchacho pareció dudar unos momentos, pero luego bajó la carga de sus espaldas y subió al asiento de atrás de la camioneta.
—Gracias —musitó en cuanto estuvo instalado.
Juan Casazul puso una ruidosa primera y la camioneta se lanzó hacia adelante en medio de una polvareda.
A medida que subían la cuesta, el paisaje se iba volviendo más y más boscoso. Emilia, en vez de contemplar los cientos de flores silvestres que se agolpaban al borde del camino enrojeciendo la sombra de los eucaliptus, prefería mirar con disimulo al pasajero que no se inmutaba con los saltos del vehículo en cada hoyo.
—¿Tienes familia en Quintay? —preguntó Juan Casazul, mirándolo por el espejo retrovisor.
—No, señor —fue la lacónica respuesta.
Sin darse por vencido, el padre de Emilia insistió:
—¿Trabajas por aquí?
—No. Estudio en Santiago.
Emilia se dio vuelta y, apoyándose con los dos brazos en el respaldo del asiento, preguntó:
—¿Qué estudias?
—Arqueología… —Iba a decir algo más, pero frenó su impulso y se quedó callado.
Emilia, aburrida de tanta parquedad, se volvió hacia adelante y perdió su vista en los inmensos bosques de pinos que se erguían como gigantes negros.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Juan Casazul, sin importarle las pocas ganas de conversar que parecía tener el muchacho.
—Diego.
—Como estudias Arqueología, Diego, quizás te interese saber que se está comenzando a construir un gran complejo turístico en Quintay y que al iniciar las primeras excavaciones se encontraron restos indígenas y también varios objetos de oro.
Diego se incorporó en el asiento como un resorte y exclamó:
—¡Sí, sí sabía! En la universidad solo se habla de eso. Un profesor mío viajó especialmente a trabajar aquí. Y es por eso que me interesó Quintay. Se supone que los huesos pertenecen a hombres de una civilización preincaica —terminó entusiasmado.
—¿En qué curso estás? —preguntó el padre.
—En primero.
—¿Y dónde te piensas alojar? —Emilia otra vez se había dado vuelta para mirarlo—. Porque ahora no permiten acampar en la playa grande.
La pregunta quedó sin respuesta porque en esos momentos apareció, bajo los ojos de los viajeros, la extensa playa blanca, coronada por el gran farellón del cerro Curauma. El día estaba claro y el sol hacía brillar las aguas limpias del océano Pacífico.
—¡No me imaginaba que la costa era tan alta! —murmuró por lo bajo Diego, que al dejarse el tema de Arqueología había vuelto a su mutismo.
—¡Espérate a ver la ballenera abandonada! ¡Los pescadores dicen que hasta hay fantasmas! —exclamó Emilia, entusiasta.
—Este lugar es un paraíso de tranquilidad y belleza, hijo —acotó Juan Casazul. Y luego agregó con un tono decaído—: Claro que todo va a cambiar cuando se llene de turistas, de campos de golf y de hoteles cinco estrellas.
Diego no respondió. Sus ojos parecían estar sumidos en el mar o por lo menos eso fue lo que pensó Emilia.
El vehículo comenzó su descenso hacia el poblado. Y tan solo en unos minutos llegaron a la capilla de madera pintada color rosa, que se erguía junto a la plazoleta de escasos árboles. Unos niños salieron corriendo de un almacén y saludaron con sus manos a los pasajeros:
—¡Don Juan, vimos al Simbad por ahí!
—¡Perro callejero! —exclamó Juan Casazul, haciéndose el enojado.
—Aquí me bajo. A lo mejor ahí puedo averiguar de algún lugar donde alojar —dijo Diego, señalando el almacén.
Un cartel de madera, al lado de la entrada, decía Dorita con letras negras.
Diego terminó de acomodar su equipaje en su espalda y se despidió con un atento “muchas gracias”.
El vehículo se puso en marcha.
—¡Al fin comienza el ocio! —suspiró la muchacha, cerrando los ojos y respirando con fuerza el olor salino.
Pero no era precisamente ocio lo que viviría Emilia. Las vacaciones más agitadas de toda su corta vida empezaban para ella.
Capítulo dos
Los huéspedes de la pensión Zulemita
La mañana amaneció soleada y brillante. Emilia salió de su casa tratando de contener la alegría de Simbad que parecía un león saltando a su lado. Los ladridos eran tan estridentes que la vecina de los Casazul, una señora de pelo brillante y blanco, asomó su cabeza por sobre la empalizada cubierta de flores de su casa y rio:
—¡Qué bueno verla, Emilita! Por la alegría del perro supe que usted estaba aquí. Pero mis gatos son los que están pasando susto con tanto ladrido…