El agente secreto. Джозеф Конрад

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El agente secreto - Джозеф Конрад


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(pues ¿qué podría haber hecho ella sola con aquella gran casa, con Stevie a su cargo?), el romance tuvo un final brusco, y Winnie anduvo aparentemente muy desanimada. Pero con la providencial aparición del señor Verloc que ocupaba el dormitorio de frente en la primera planta, la cuestión del joven carnicero se extinguió. Aquello fue claramente providencial.

      Capítulo III

      —... Cualquier idealización arruina la vida. Ennoblecerla es quitarle su carácter de complejidad: es destruirla. Deja eso a los moralistas, muchacho. La historia la hacen los hombres, pero no en su cabeza. Las ideas que nacen en su mente desempeñan un papel insignificante en el desarrollo de los eventos. La historia está sometida y determinada por la herramienta y la producción. El capitalismo ha creado al socialismo, y las leyes creadas por el capitalista para proteger la propiedad son el origen del anarquismo. Nadie puede afirmar qué aspecto tomará en el futuro la estructura social. Luego, ¿para qué incurrir en fantasías proféticas? En el mejor de los casos sólo pueden interpretar la mente del profeta y no pueden tener ningún valor objetivo. Deja ese pasatiempo para los moralistas, muchacho.

      Michaelis, el apóstol en libertad condicional, que estaba hablando en un tono uniforme, resoplaba al hablar, con una voz como sofocada y oprimida por la capa de grasa del pecho. Había salido de una prisión sumamente higiénica redondo como un tonel, con el estómago enorme y la piel de las abotagadas mejillas pálida y semitransparente, como si durante quince años los servidores de una sociedad indignada se hubieran empeñado en engordarlo a propósito en un sótano húmedo y sin luz. Y desde entonces no había conseguido nunca bajar de peso ni siquiera una onza.

      Se decía que una anciana dama muy rica lo había enviado tres temporadas seguidas a curarse en Marienbad, donde una vez estuvo a punto de compartir la atención pública con una cabeza coronada, aunque en esa ocasión la policía le ordenó que se fuese, con un plazo de doce horas. Su martirio prosiguió con la prohibición absoluta de acceder a las aguas curativas. Pero ahora estaba resignado.

      Con el codo —que no presentaba la menor apariencia de ser una articulación, sino más bien el doblez del brazo de algún muñeco— puesto con descuido sobre el respaldo de una silla, se inclinó un poco hacia adelante para escupir en el fuego por encima de sus cortos y enormes muslos.

      —¡Sí! Tuve tiempo de reflexionar un poco —añadió—. La sociedad me ha brindado tiempo en abundancia para meditar.

      Al otro lado de la chimenea, en el sillón relleno de crin que la madre de la señora Verloc tenía generalmente el privilegio de ocupar, Karl Yundt emitió, con la leve mueca negra de una boca desdentada, una risita amarga. El terrorista, como se llamaba a sí mismo, estaba viejo y calvo, y una angosta barba de chivo, blanca como la nieve, le colgaba fláccidamente del mentón. Una extraordinaria expresión de solapada malevolencia sobrevivía en sus ojos apagados. Cuando con dificultad se puso de pie, el ademán de adelantar su vacilante mano esquelética, deformada por hinchazones gotosas, evocó el esfuerzo de un moribundo que reúne todas sus restantes fuerzas para asestar una puñalada final. Se apoyó en un grueso bastón, que tembló bajo su otra mano.

      —Siempre he soñado —voceó furibundo— con un grupo de hombres absolutamente resueltos a prescindir de todo escrúpulo en la elección de los medios, lo suficientemente fuertes como para darse a sí mismos el nombre de destructores, y libres de la mácula de ese resignado pesimismo que corrompe al mundo. Ninguna piedad por nada en la tierra, incluidos ellos mismos, y la muerte alistada para siempre al servicio de la humanidad: eso es lo que me habría gustado ver.

      Un temblor de su pequeña cabeza calva impartió una cómica vibración a la blanca barba de chivo. Su elocución habría resultado casi por completo ininteligible para un extranjero. Su exhausta pasión, semejante en su impotente fiereza a la exaltación de un sensualista senil, estaba pobremente servida por una garganta seca y unas encías desdentadas que parecían trabarle la punta de la lengua. El señor Verloc, acomodado en un rincón del sofá al otro extremo de la habitación, emitió dos enérgicos gruñidos de asentimiento.

      El viejo terrorista hizo girar lentamente la cabeza a uno y otro lado sobre su descarnado cuello.

      —Y jamás conseguí reunir ni siquiera tres hombres de esa especie. Ahí tienen usted y su putrefacto pesimismo —dijo colérico dirigiéndose a Michaelis, quien descruzó sus gruesas piernas que parecían almohadas cameras, y deslizó con brusquedad los pies bajo la silla en un gesto exasperado.

      ¡Pesimista él! ¡Ridículo! Gritó que aquella acusación era insultante. Tan lejos estaba él del pesimismo, que veía ya el advenimiento del fin de la propiedad privada como algo lógico, inevitable, por simple evolución de su ínsita perversidad. Los dueños de la propiedad tenían que enfrentarse no sólo con el proletariado consciente, sino que también tenían que luchar entre ellos. Sí. La lucha, el conflicto, era la condición de existencia de la propiedad privada. Era fatal. ¡Ah!, para mantener vivas sus creencias, él no dependía de una exaltación emocional, ni de discursos, ni de la indignación, ni de visiones con ondeantes banderas rojo sangre, ni de metafóricos y deslumbrantes soles de venganza alzándose sobre el horizonte de una sociedad condenada. ¡Él no! La fría razón, se jactaba, era la base de su optimismo. Sí, optimismo...

      Su trabajoso resuello se interrumpió, y luego, tras un par de jadeos, Michaelis añadió:

      —¿No le parece que, si no fuera optimista como soy, en quince años podría haber encontrado el modo de cortarme la garganta? Y en último caso, siempre estaban las paredes de mi celda para romperme el cráneo contra ellas.

      Lo exiguo del aliento privaba a su voz de todo el fuego, de cualquier entusiasmo; las amplias y pálidas mejillas le colgaban como sacos rellenos, inmóviles, sin un temblor; pero en sus ojos azules, entrecerrados como si escrutase el horizonte, lucía la misma mirada de confiada astucia, un tanto insensata en su persistencia, que debían mostrar mientras el indomable optimista meditaba sentado por la noche en su celda. Karl Yundt permanecía de pie ante él, con un ala de su descolorida cogotera verduzca descuidadamente echada sobre el hombro. Sentado delante de la chimenea, el camarada Ossipon, ex estudiante de medicina, principal redactor de los folletos del F. P., extendía las robustas piernas manteniendo las suelas de las botas hacia las ascuas en la rejilla. Una mata de ondulado cabello amarillo coronaba su rostro colorado y pecoso, con la nariz achatada y la boca prominente vaciada en un molde basto típicamente de negro. Sus ojos almendrados miraban con languidez de soslayo por encima de los altos pómulos. Vestía una camisa gris de franela, con los extremos de una desanudada corbata de seda negra colgando encima de la pechera abotonada de su chaqueta de sarga; y con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento, la garganta expuesta por completo, se llevaba a los labios el cigarrillo metido en una larga boquilla de madera, lanzando bocanadas de humo directamente hacia el techo.

      Michaelis prosiguió exponiendo su idea —la idea, en su soledad de recluso—, una línea de pensamiento gestada en el cautiverio y posibilitada por éste, desarrollada a la manera de una fe fundada en visiones reveladas. Hablaba consigo mismo, indiferente a la simpatía o la hostilidad de sus oyentes, indiferente en realidad a su presencia, debido a la costumbre adquirida de pensar en voz alta y con esperanza en la soledad de las cuatro paredes encaladas de su celda, en el silencio sepulcral de aquella gran mole de una sola pieza de ladrillo próxima a un río, siniestra y fea como una morgue colosal para los sofocados socialmente.

      Él no servía para discutir, no porque una posible multiplicidad de argumentos fuera a conmover su fe, sino porque el mero hecho de oír otra voz lo desconcertaba de manera dolorosa y ponía en desorden sus ideas, aquellos pensamientos que durante tantos años —en una soledad intelectual más yerma que un desierto reseco— ninguna voz había combatido, comentado o aprobado.

      Nadie lo interrumpía ahora, y volvió a hacer profesión de su fe, que lo dominaba de un modo irresistible y total, como un acto de gracia: el secreto del destino descubierto en el aspecto material de la existencia; la situación económica mundial que explicaba el pasado y modelaba el futuro; origen de todas las ideas, guía del desarrollo


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