Promesa de sangre (versión latinoamericana). Brian McClellan

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Promesa de sangre (versión latinoamericana) - Brian McClellan


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      Adamat cerró los ojos.

      —Soy un investigador, querida. Meterme en los asuntos de los demás es mi trabajo. Habrá disturbios. Quiero que tú y los niños estén fuera de la ciudad en menos de una hora. Es solo una precaución, por supuesto.

      —¿Por qué habrá disturbios?

      Condenada mujer. Lo que daría él por una esposa obediente.

      —Ha habido un golpe de estado. Manhouch irá a la guillotina al mediodía.

      Adamat tuvo la breve satisfacción de ver su expresión de sorpresa. En un instante ella se puso de pie y se dirigió al armario. Él la observó por un momento. Tenía el cuerpo más angular que antes; los codos puntiagudos y la piel arrugada en lugar de las curvas suaves y los rollitos adorables. Los años que habían pasado desde que él se retiró de la fuerza no habían sido gentiles con Faye, y ya no era tan hermosa como en su juventud. Adamat se imaginó a sí mismo. No era quién para juzgar. Era más bien bajo, se estaba quedando calvo y su cara redonda se había ido afilando a lo largo de los años; su barba y bigote habían perdido volumen. Ya no era tan joven como antes. Aun así se mordió el labio inferior al mirar a Faye, pensando en ciertas acciones que tendrían que esperar algún tiempo.

      Ella se volvió, y vio que él la miraba.

      —Tú vendrás con nosotros, ¿verdad? —dijo.

      —No.

      Ella hizo una pausa.

      —¿Por qué no?

      Debería mentir. Decirle que tenía compromisos previos.

      —Me he… involucrado.

      —Ay, no. Adamat, ¿qué abismos hiciste?

      Él reprimió una sonrisa. Amaba oírla maldecir.

      —No de esa manera. No. La llamada de hoy. El mariscal Tamas tiene un trabajo para mí.

      Ella frunció el ceño.

      —Solo él tendría el coraje de derrocar a un rey. Bueno, deja de sonreír, consigue un carruaje y ayuda a los niños con los zapatos. —Le hizo un gesto con la mano para que se moviera—. ¡Vamos!

      Veinte minutos después, Adamat observaba a su familia subir a un par de carruajes. Pagó a los cocheros y se quedó un momento con su esposa.

      —Si notas que los disturbios se acercan, no dudes en llevar a los niños a Deliv. Iré a buscarlos cuando las cosas se hayan calmado.

      El rostro de Faye, usualmente severo y en firme desaprobación, de pronto se suavizó. Volvió a ser joven a los ojos de Adamat, una niña preocupada que espera que su amante aparezca por los caminos a medianoche. Ella se inclinó hacia adelante y lo besó con ternura en los labios.

      —¿Qué les digo a los niños?

      —No les mientas —dijo Adamat—, ya son lo suficientemente grandes.

      —Se preocuparán. Sobre todo, Astrit.

      —Por supuesto —asintió él.

      Faye se sorbió la nariz.

      —No he estado en Offendale desde que fuimos de vacaciones después del nacimiento de Astrit. ¿La casa está en buen estado?

      —Será pequeña, cálida. Pero segura. ¿Recuerdas las contraseñas? La oficina de correos está en el pueblo de al lado. Le enviaré una carta a Saddie para pedirle que te lleve el correo.

      —¿Es necesario todo eso? —preguntó Faye—. Pensaba que solo serían disturbios.

      —Tamas es un hombre peligroso —dijo Adamat—. Yo no… —Hizo una pausa—. Es solo una precaución. Dame el gusto.

      —Claro. Cuídate.

      Él le devolvió el beso, luego se acercó a las ventanillas de los carruajes y besó a cada uno de sus nueve hijos, le dio dos besos a los mellizos. Se detuvo frente a Astrit y se puso de rodillas en el suelo del carruaje para mirarla a los ojos.

      —Se irán por un par de semanas. La ciudad se volverá un poco peligrosa.

      —¿Por qué no vienes tú? —preguntó ella.

      —Tengo que ayudar a que vuelva a ser más segura. —Pensó en la Promesa Rota de Kresimir y se estremeció.

      —¿Tienes frío? —preguntó Astrit.

      Él le pasó un dedo por la mejilla.

      —Sí —le dijo—. Está fresco. Mejor entro en casa antes de que me enferme. ¡Que tengan un buen viaje!

      Cerró la puertecilla del carruaje y se quedó de pie en la calle viéndolos alejarse hasta que doblaron una esquina. Había muchas razones por las que iba a echar de menos a Faye. Cuando se trataba de sus investigaciones, ella era más que una esposa para él. Era una compañera. Tenía una gran red de amigos y conocidos, y sabía cómo extraerles el chismorreo y obtener información que ni siquiera él podría conseguir.

      Se dirigió a la casa, pero se detuvo un instante al ver movimiento en una puerta de la acera de enfrente. Un joven con una chaqueta larga y rígida apareció entre las sombras y se fue caminando en dirección opuesta a la de los carruajes. Echó una mirada hacia Adamat y redobló la velocidad.

      Adamat lo observó fijamente para asegurarse de que aquel desconocido sintiera su mirada. Uno de los matones de Palagyi, sin dudas. Pronto volvería a tener noticias suyas. Entró a la casa, cerró la puerta con llave y fue de inmediato al estudio. Buscó en las gavetas de su escritorio hasta que encontró una resma de papel carta.

      Cuando terminó la última carta, el sol finalmente había llegado a la ventana del estudio, asomando por encima de las casas y las montañas distantes. Le dolía la mano de tanto escribir, y la vela ya estaba casi consumida. Bostezó y dejó que su mente vagara por un momento, y entonces le llegó a los oídos el débil chirrido de metal contra metal.

      Colocó la pila de cartas en una de las gavetas del escritorio y la cerró con llave. Tomó su bastón y lo giró hasta que emitió un chasquido, luego caminó por la casa tratando de ubicar el sonido. Llegó a una puerta trasera, vieja y pequeña, que daba a un enrejado cubierto de malas hierbas en el pequeño claro que hacía las veces de jardín entre su casa y la de atrás. Al jardín se podía llegar desde la casa en sí o desde un pequeño pasillo que corría entre ambas casas, donde había una puerta cerrada con llave.

      Adamat abrió la puerta de un tirón, bastón en mano. Tres hombres se lo quedaron mirando. Dos de ellos llevaban ropa gastada y las sencillas gorras de los trabajadores callejeros. El primero tenía las rodillas y las mangas manchadas de negro, probablemente por palear carbón en un horno; el segundo, el de las ganzúas, llevaba prendas demasiado grandes para él, la típica costumbre de un ladrón callejero que necesita ocultar varios objetos. El tercer hombre llevaba prendas ostentosas, un abrigo gris encima de un chaleco de un negro inmaculado, y sus zapatos estaban tan lustrados que uno podría mirarse los dientes en su reflejo.

      El ladrón se encontraba de rodillas frente a la puerta.

      —Están haciendo tanto ruido que bien podrían haber llamado a la puerta —dijo Adamat. Suspiró, bajó el bastón y le habló al mejor vestido de los tres—. ¿Qué quieres, Palagyi?

      Palagyi parecía estar sorprendido de verlo allí. Se acomodó unos lentes redondos, que se sostenían más de sus regordetas mejillas que de su delgada nariz. Era un hombre realmente extraño, con un cuerpo que parecía más propio de un circo que de cualquier otro lado. Tenía una barriga redonda que le colgaba por encima del cinturón, pero sus brazos y piernas eran delgados como una ramita, como una bala de cañón con palitos por brazos.

      Era un viejo matón callejero que tenía suficiente crueldad para mantener negocios legítimos, pero no la suficiente inteligencia para dejar atrás su faceta más oscura. El hombre adecuado para ser banquero.

      Adamat catalogó mentalmente sus antecedentes penales en


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