El valle perdido y otros relatos alucinantes. Algernon Blackwood

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El valle perdido y otros relatos alucinantes - Algernon  Blackwood


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mirlo?

      —Un mirlo.

      —¿Un mirlo cantor?

      —Pues sí, era un mirlo cantor, si tanto necesita saberlo.

      —¿En dinero usted pagó por este mirlo la suma de un chelín con seis peniques? —enfatizó el “con”, como lo había hecho el vendedor de pájaros.

      —Uno con seis, sí.

      —Pero en valor verdadero —dijo el policía, hablando con énfasis solemne—, ¿le costó bastante más?

      —Puede ser —se retorció internamente ante el recuerdo.

      Estaba asombrado, además, de que la visita tuviera que ver con él mismo y no con los sirvientes.

      —¿Lo pagó con el corazón? —insistió el otro.

      El profesor no respondió nada. Se sobresaltó. Casi se retorcía debajo de la sábana.

      —¿Tengo razón? —preguntó el policía.

      —Esos son los hechos, supongo —respondió en voz baja, sumamente desconcertado por el catecismo.

      —¿Y usted llevó a este pájaro en una caja de cartón hasta los Jardines E… junto al río, y ahí lo puso en libertad y lo vio irse volando?

      —Su declaración es correcta, me parece, en cada deta­lle. Pero francamente, ¡este absurdo interrogatorio, señor mío!

      —¿Y su motivo para hacerlo —continuó el policía, ahogando con su voz los debilitados tonos del inválido— fue la liberación desinteresada de una criatura prisionera y atormentada? —Simon Parnacute levantó la mirada con la mayor sorpresa posible.

      —Pienso que… ¡bueno, bueno!… tal vez así haya sido —murmuró avergonzado—. El canto extraordinario, porque era extraordinario, sabe, y verlo al pobre batiendo las alas me entristeció.

      El policía corpulento guardó su libreta de pronto y se acercó a la cama, de modo que su cara entró en el círculo de luz de la lámpara.

      —En ese caso —exclamó—, ¡usted es el hombre que quiero!

      —¡Yo soy el hombre que quiere! —exclamó el profesor con un sobresalto incontenible.

      —El hombre que estoy buscando —repitió el otro, sonriendo. Su voz de pronto se había vuelto suave y maravillosa, como el tañer de un gong de plata, y en su rostro había una expresión de ternura anhelante que lo volvía absolutamente hermoso. Resplandecía. Como salida de un cuadro, nunca había visto el profesor una expresión como ésa en ningún semblante humano, ni había oído labios humanos emitir semejan­tes tonos. Pensó, fugaz y confusamente, en una mujer, en la mujer que nunca había encontrado; en un sueño, un encantamiento como de música o de una visión sobre los sentidos.

      “¡Me está buscando!”, pensó alarmado. “¿Y ahora qué hice? ¿De qué nueva excentricidad se me acusa?”

      Ideas extrañas y desconcertantes, de contorno borroso y carácter descabellado, se agolparon en su mente.

      Una sensación de frío atrapó su fiebre y la subyugó, bañándolo en sudor, haciéndolo temblar, pero no de miedo. Un nuevo y curioso deleite había empezado a pulsar las cuerdas de su corazón.

      Luego una sospecha extravagante cruzó por su cerebro, pero no era una sospecha del todo injustificada.

      —¿Quién es usted? —preguntó, levantando la vista—. ¿De verdad es sólo un policía? —el hombre se acercó de manera que parecía, de ser posible, aún más enorme que antes.

      —Soy un policía mundial —respondió—, un guardián, quizá, más que un detective.

      —¡Santo cielo! —gritó el profesor, pensando en la locura y en los crímenes cometidos por locura.

      —Sí —prosiguió el otro en esos tonos serenos y musicales que en poco tiempo empezaron a tener un efecto tranquilizante sobre su escucha—, y es mi deber, entre muchos otros, tener vigilada a la gente excéntrica; encerrarla cuando es necesario y, cuando su sentencia ha expirado, liberarla.

      ”Además —agregó imponentemente—, como en el caso de usted, sacarlos de su jaula sin dolor… cuando se lo han ganado.

      —Ah, Dios mío, ¡válgame! —exclamó Parnacute, que no estaba acostumbrado a usar interjecciones, pero tampoco podía pensar en nada más que decir.

      —Y a veces cuidar que sus jaulas no los destruyan; y que no se maten golpeándose contra los barrotes —continuó, con una sonrisa bastante maravillosa—. Nuestros deberes son muchos y muy variados. Soy parte de una fuerza numerosa.

      El hombre instruido en Economía Política sintió que la cabeza le daba vueltas. Pensó en pedir ayuda. De hecho, ya había acercado la mano a la campana cuando un gesto de su extraño visitante lo contuvo.

      —¿Entonces por qué me busca a mí, si se puede saber? —titubeó en vez de tocarla.

      —Para anotarlo; y cuando llegue el momento, para sacarlo de su jaula de manera fácil y cómoda, sin dolor. Ésa es una recompensa por su bondad con el pájaro —los temores del profesor ahora habían desaparecido por completo. El policía parecía completamente inofensivo después de todo.

      —Es muy amable de su parte —dijo débilmente, volviendo a meter el brazo bajo la ropa de cama—. Sólo que… eh… no era consciente, exactamente, de estar viviendo en una jaula.

      Levantó la vista resignado hacia el rostro del hombre.

      —Sólo se da uno cuenta cuando sale —respondió—. Así es con todos. El pájaro no acababa de entender lo que pasaba, sólo sabía que era desdichado. Es igual con usted. Se siente infeliz en ese cuerpo que tiene y en esa mentecita cuidadosa que ha regulado tan bien, pero, por mucho que lo intente, no logra entender cuál es el problema. Quiere espacio, independencia, probar la libertad. ¡Quiere volar, eso es lo que quiere! —exclamó, levantando la voz.

      —¿Yo… quiero… volar? —dijo el inválido con voz en­trecortada.

      —Oh —sonriendo otra vez—, nosotros, los policías mundiales, tenemos miles de casos como el suyo. Nuestro campo es extenso, muy extenso en verdad.

      Entró más de lleno a la luz y se volteó de perfil.

      —Aquí está mi insignia, si la quiere ver—dijo orgulloso.

      Se encorvó un poco para que los ojitos brillantes del profesor pudieran enfocar fácilmente el cuello de su abrigo. Ahí, igual que las letras en el cuello de cualquier policía londinense, sólo que en oro brillante en vez de plata, resplande­cía la constelación de las Pléyades. Luego se volteó para enseñarle el otro lado, y Parnacute vio la constelación de Orión inclinada hacia arriba, como a menudo la había visto en el cielo nocturno.

      —Ésas son mis insignias —repitió con orgullo, enderezándose nuevamente y retrocediendo otra vez a la sombra.

      —Son muy bonitas —dijo el profesor, pues su creciente agotamiento no le sugería ningún comentario mejor. Pero al ver esas figuras estrelladas le había llegado un extraño aire de cielos abiertos, espacio y viento: los vientos del mundo.

      —De modo que cuando llegue el momento —retomó el policía mundial—, puede estar tranquilo. Lo dejaré salir sin dolor ni miedo tal como usted dejó salir al pájaro. Y, mientras tanto, más vale que se dé cuenta de que vive en una jaula igual de apretada y alejada de la luz y la libertad que la del mirlo.

      —Gracias; desde luego, lo intentaré —susurró Parnacute, que casi se desmayaba de cansancio.

      Siguió una pausa, en la que el policía se puso su casco, se apretó el cinturón y luego empezó a buscar vigorosamente algo en los bolsillos del faldón de su abrigo.

      —Y ahora —se aventuró


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