La zanahoria es lo de menos. David Montalvo
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Vivimos estresados porque no estamos dispuestos a perder ni a desencajar con lo que la sociedad espera de nosotros, por ese pensamiento de frustración y de impotencia de que las cosas no salgan como uno espera.
¿Has conocido personas que dicen: «Vivo estresado, el estrés es parte de mí, no conozco otra manera de trabajar»?
Yo sí, y es triste darse cuenta de los precios que se pagan, y más triste creer que no hay otra salida ni opción a su situación.
Algunos textos marcan que la primera persona que utilizó el concepto fue Walter Cannon en 1928.
El tema se ha desarrollado ampliamente con el transcurso de los años; tan es así que la psicología social ya le puso nombre al síndrome de sentirse quemado o desgastado por dentro por esa sobrecarga de estrés. Lo han bautizado burnout.
El burnout es un padecimiento que viven sobre todo doctores, voluntarios, enfermeras, nutricionistas, terapeutas, docentes, personas que regularmente ayudan o cuidan a otras personas, así como nuevas profesiones que se han ido integrando a la investigación como la nuestra, la de los conferencistas. Sinceramente no creo que nadie sea inmune a padecerlo.
Otra de las personas a las que le debemos mucho de lo que hoy conocemos sobre nuestras reacciones en momentos complicados, y a quien aparentemente se le atribuye la palabra estrés, es Hans Selye, un médico y fisiólogo austrohúngaro que radicó en Canadá a mediados del siglo pasado y fue un divulgador apasionado del concepto.
En la tesis que desarrolló, demostraba que muchos de los trastornos físicos de algunos de sus pacientes no eran propiamente causados por la enfermedad diagnosticada, sino por el estrés en el que se encontraban inmersos.
Hay una anécdota en la que se cuenta que una vez le preguntaron a Selye qué podían hacer para aminorar el estrés y su respuesta fue: «Quiere más a tu vecino».
Pudiera parecer simplista, pero la verdad es que el estrés nos desconecta de las bendiciones de la vida, de los instantes mágicos y memorables, de los pequeños detalles, como tener una buena comunicación con la persona al lado.
Adam J. Jackson, un reconocido orador inglés, también comparte esta visión y dice que, para él, la fórmula antiestrés implica primero no preocuparse por las cosas pequeñas. Y segundo, recordar que casi todas las cosas en esta vida son pequeñas.
El estrés es un hábito que produce rápidamente acidez tanto física como emocional.
¿Qué tanto convives con él?
Tercer hábito: la victimización
Sentir que el mundo nos debe algo, que Dios nos castiga o que se ha planeado una conspiración en nuestra contra y por eso nos sucede lo que nos sucede, suena a argumento de alguna película de ciencia ficción, pero no, es solo la forma de vivir de muchos.
Muchas personas piensan que nadie tiene una historia tan sufrida como la de ellos, que no los comprenden porque no han vivido lo mismo, que ellos realmente la han pasado mal; llegan a decir: «Para penas, ¡nomás las mías!». Con tal de conseguir aceptación, van por la vida contando lo que yo llamo sus «leyendas dramáticas», construyendo monumentos a su pasado para que los demás se compadezcan y aprueben sus carencias.
La victimización es un hábito inconsciente que se activa cada vez que sucede algo que no queremos o creemos que no merecemos. Va acompañado de frases como: «¿por qué yo?», «todo me pasa a mí, tan bueno que soy», «¿qué hice para merecer esto?», «solo soy una víctima de las circunstancias», «el mundo la trae contra mí», «si tan solo Dios me escuchara».
Es una especie de estancamiento en la nostalgia, en el abrigo de tiempos que la persona consideró mejores o en los que no acaecían aún «fatalidades» en su contra, y que a fin de cuentas no sirve para confortar, sino que duele cada vez que se acude a ella, porque no deja seguir adelante, lastra a quien la convoca, como si se tratara de un grillete espiritual.
Quiero decirte que es muy bello refugiarse en ciertas zonas de nuestro pasado pero para recordar o para aprender, nunca para quedarse allí y culpar a los demás, al destino o a Dios, de no darnos lo que esperábamos y así hacernos de una coartada para justificar una actitud actual desagradablemente tóxica.
Sentir que el mundo nos debe algo, que Dios nos castiga o que se ha planeado una conspiración en nuestra contra y por eso nos sucede lo que nos sucede, es la forma de vivir de muchos.
Ser víctima es la postura más fácil, ya que no te pide que tomes ninguna responsabilidad y, por lo tanto, se antoja un hábito tremendamente cómodo.
Sin embargo, al ser una postura pasiva, tampoco te mueve hacia ningún lado, solo te mantiene en ese círculo vicioso interminable de búsqueda de culpables o explicaciones, apelando siempre al pasado con mentalidad acusatoria y sin duda rencorosa, aunque no haya culpables reales. Desde luego que los resultados no son nada agradables ni positivos.
Quienes asumen el papel de víctimas buscan en otros lo que ellos mismos no han podido solucionar. Creen que sus padres y sus infancias difíciles son los causantes de sus desgracias del presente, o sus exparejas son las responsables de que ellos no logren encontrar el amor, o sus jefes odiosos que no valoran el increíble trabajo que realizan.
Es autocompasión, en muchos casos válida pero mal entendida, porque al sentir lástima por ellos mismos buscan protagonismo y aceptación del exterior, cuando el principal rechazo radica en su interior.
La paradoja es que esa compañía y atención que busca la persona que vive con este hábito suele llegar, pero de manera momentánea, porque al ser una actitud tóxica los demás tarde o temprano, al darse cuenta de ello, se alejan con justificada razón.
Puede parecer un hábito más ajeno de lo que realmente es. La verdad es que es algo con lo que también nos topamos a diario en situaciones muy típicas.
Por ejemplo, cuando un oficial de tránsito nos levanta una multa por una falta que cometimos al conducir y buscamos justificaciones y decimos que todos son corruptos y que solo buscan generar multas para enriquecerse. O cuando criticamos a los políticos por sus múltiples fallas, desde nuestro juicioso lente, y creemos que ninguno merece estar en donde está, y que nosotros podríamos hacerlo mejor. Cuando algún automovilista no nos deja pasar para cambiar de carril y le queremos decir un par de improperios por su falta de amabilidad, si bien nosotros mismos no somos conductores amables ni modelo. Cuando el maestro de nuestro hijo no le da la mejor nota por su desempeño, y comenzamos a criticar el sistema educativo, sin aceptar que tenemos un vástago poco aplicado. Cuando nuestro jefe directo no reconoce alguna de nuestras labores y despotricamos contra lo mal que nos trata la empresa. Hay una carencia total de autocrítica y solo una visión de queja frente a todo y contra todos.
Recuerdo que, antes de impartir una de mis conferencias, me encontraba detrás del escenario a punto de entrar, y una persona que estaba ayudando en la organización del evento se me acercó y me dijo: «No tengo el gusto de conocerle, pero pues a ver si es tan bueno y sí logra motivarme, porque yo estoy muy mal. Soy un buen reto para usted».
A esta persona le contesté: «Temo decepcionarte, pero como para mí cada quien se motiva solo, no puedo hacer nada si tú no te lo permites. Tampoco hago milagros. De hecho, el reto es tuyo, no mío».
Esta persona es otro ejemplo claro de víctima: aquella que avienta la pelotita a otros para que solucionen sus propios problemas.
Quienes viven este hábito tienen una extraordinaria memoria… para lo que les conviene, claro. Nunca olvidan una ofensa o un mal trato, porque recordar con lujo de detalle lo que otros hicieron o, aparentemente, «les hicieron» es lo que alimenta su postura de víctima.
Tienen una deformación clara de la realidad que incluso puede rayar en lo paranoide.