La voluntad tarada. Roberto Arlt

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La voluntad tarada - Roberto Arlt


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que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero... mientras escribo estas líneas, pienso en mi próxima novela. Se titulará El amor brujo y aparecerá en agosto del año 1932.

      Y que el futuro diga.

      Me tienen ya seco con la cuestión del progreso. Cuánto papanata encuentro por ahí, en cuanto comienzo a rezongar de que la vida es imposible en esta ciudad me contesta:

      —Es que usted no se da cuenta de que progresamos.

      Y acto seguido me endilga un discurso sobre el Progreso y la Civilización, que hubiera estado muy bien en tiempos de Juan Jacobo Rousseau, pero hoy no convence a nadie. Y si no, ustedes verán.

      Calidad de progreso

      La gente se deja embaucar con una serie de términos que en realidad no tienen valor alguno. Estos términos hacen carrera, se convierten en monedas de uso popular y cualquier otario, ante un caso serio, se considera con derecho a aplicarlos a situaciones que no se resuelven con el uso de un vocablo.

      Y es que llega un momento en que las palabras asumen el carácter de moda; no interpretan un sentir sino un estado colectivo, quiero decir, un estado de estupidez colectiva.

      Veamos esta palabrita Progreso.

      De veinte años a esta parte hemos progre-sado bestialmente. En todos los órdenes. Antes, para vivir, una familia no necesitaba de alto jornal. Una casita de tres o cuatro piezas se alquilaba en cuarenta pesos; una pieza en doce y quince pesos; pero la mayoría de los habitantes de esta bendita ciudad vivían en casas holgadas, con fondo, jardín y parra.

      El progreso ha hecho que por esa misma pieza, que pagábamos quince pesos, paguemos hoy cuarenta o cincuenta pesos; que la casa sea sustituida por el departamento, y que el departamento sea un rincón oscuro, con una superficie inferior a la de un pañuelo y donde para decir una mala palabra sea necesario encender la luz eléctrica, porque si no, la palabra no se ve. Hemos progresado.

      Antes, una mediana familia tenía quinta

      con árboles, donde los chicos pudieran embarrarse a gusto, criarse sanos a más no poder. Hoy para los nuevos chicos tenemos un patiecito húmedo y oscuro, donde las ventoleras tienen tantas direcciones que lo menos que se pesca una criatura en un descuido es una «bronca» neumonía. Hemos progresado.

      Artículos de consumo

      El pan era sabroso y el vino puro. Llegaba fin de año y el último bolichero le mandaba un canastón cargado de aguinaldos. El panadero ídem. Cierto es que no teníamos ómnibus que despachurraban criaturas por las calles, ni subterráneos, ni automóviles brillantes como espejos. El tren de vapor era un medio de traslación formidable, y el coche un lujo. Los días eran tranquilos. Flores era un barrio de quintas, Palermo ídem, Belgrado igual, Caballito también, Vélez Sársfield idénticamente. Quin-tas, cercos, bardales, madreselvas, glicinas, el aire de los crepúsculos estaba tan embalsamado de flores de verano, que la ciudad parecía un pequeño injerto en la perfección de los campos subdivididos. No había prisa en el vivir. El fonógrafo era un mecanismo insuperable; la radio no se concebía, el teléfono era propiedad de pocos felices, y más que medio de progreso, un lujo. Usted ciego y sordo podía cruzar tranquilamente las calles, pero la tela de un traje era irrompible, los botines se hacían de cuero y no de cartón, el aceite de oliva no era de lino sino de olivas y el único que se gastaba, los carniceros no sabían dónde tirar el bofe y el hígado; la neurastenia era un mal desconocido, la tuberculosis, ¡hablar de la tuberculosis en aquellos tiempos daba más temor que hoy nombrar la lepra a la que nos hemos acostumbrado!, y ciertas enfermedades, que no se pueden nombrar, deshonraban a una familia como el hecho de tener un hijo ladrón o asesino.

      Hemos progresado

      Hoy no. Hemos progresado. No hay zanahoria que no esté dispuesto a demostrárselo. Hemos progresado.

      Es maravilloso. Nos levantamos a la mañana, nos metemos en un coche que corre en un subterráneo; salimos después de viajar entre luz eléctrica; respiramos dos minutos el aire de la calle en la superficie; nos metemos en un subsuelo o en una oficina a trabajar con luz artificial. A mediodía salimos, prensados, entre luces eléctricas, comemos con menos tiempo que un soldado en época de maniobras, nos enfundamos nuevamente en un subterráneo, entramos a la oficina a trabajar con la luz artificial, salimos y es de noche, viajamos entre luz eléctrica, entramos a un departamento, o a la pieza de un departamentito a respirar aire cúbicamente calculado por un arquitecto, respiramos a medida, dormimos con metro, nos despertamos automáticamente; cada tres meses compramos un par de botines de cartón cuero; cada seis meses renovamos un traje; cada año nos deterioramos más el estómago, los nervios, el cerebro, y a esto, ¡a esto los cien mil zanahorias le llaman progreso! ¡Digan ustedes si no es cosa de poner una guillotina en cada esquina!

      ¿Para qué?

      Puede usted decirme, querido señor, ¿para qué sirve este maldito progreso? Sea sincero. ¿Para qué sirve este progreso a usted, a su mujer y a sus hijos? ¿Para qué le sirve a la sociedad? ¿El teléfono lo hace más feliz, un aeroplano de quinientos caballos más moral, una locomotora eléctrica más perfecto, un subterráneo más humano? Si los objetos nombrados no le dan a usted salud, perfección interior, todo ese progreso no vale un pito, ¿me entiende? Los antiguos creían que la ciencia podía hacer feliz al hombre. ¡Qué curioso! Nosotros tenemos, con la ciencia en nuestras manos, que admitir lo siguiente: lo que hace feliz al hombre es la ignorancia. El resto, es música celestial…

      Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se me hacen algunos elogios. Pues bien, hoy he recibido una carta en la que no se me elogia. Su autora, que debe ser una respetable anciana, me dice:

      «Usted era muy pibe cuando yo conocía a sus padres, y ya sé quién es usted a través de su Arlt».

      Es decir, que supone que yo no soy Roberto Arlt. Cosa que me está alarmando, o haciendo pensar en la necesidad de buscar un pseudónimo, pues ya el otro día recibí una carta de un lector de Martínez, que me preguntaba:

      «Dígame, ¿usted no es el señor Roberto Giusti, el concejal del Partido Socialista Independiente?».

      Ahora bien, con el debido respeto por el concejal independiente, manifiesto que no; que yo no soy ni puedo ser Roberto Giusti, a lo más soy su tocayo, y más aún: si yo fuera concejal de un partido, de ningún modo escribiría notas, sino que me dedicaría a dormir truculentas siestas y a «acomodarme» con todos los que tuvieran necesidad de un voto para hacer aprobar una ordenanza que les diera millones.

      Y otras personas también ya me han preguntado:

      «¿Dígame, ese Arlt no es pseudónimo?».

      Y ustedes comprenden que no es cosa agradable andar demostrándole a la gente que una vocal y tres consonantes pueden ser un apellido.

      Yo no tengo la culpa que un señor ancestral, nacido vaya a saber en qué remota aldea de Germanía o Prusia, se llamara Arlt. No, yo no tengo la culpa.

      Tampoco puedo argüir que soy pariente de William Hart, como me preguntaba una lectora que le daba por la fotogenia y sus astros; mas tampoco me agrada que le pongan sambenitos a mi apellido, y le anden buscando tres pies. ¿No es, acaso, un apellido elegante, sustancioso, digno de un conde o de un barón? ¿No es un apellido digno de figurar en chapita de bronce en una locomotora o en una de esas máquinas raras, que ostentan el agregado de «Máquina polifacética de Arlt»?

      Bien: me agradaría a mí llamarme Ramón González o Justo Pérez. Nadie dudaría, entonces, de mi origen humano. Y no me preguntarían si soy Roberto Giusti, o ninguna lectora me escribiría, con mefistofélica sonrisa de máquina de escribir: «Ya sé quién es usted a través de su Arlt». Ya en la escuela, donde para dicha mía me expulsaban a cada momento, mi apellido comenzaba por darle dolor de cabeza a las directoras y maestras. Cuando mi madre me llevaba a inscribir a un grado, la directora, torciendo la nariz, levantaba la cabeza, y decía:

      —¿Cómo


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